viernes. 29.03.2024

Eric Hobsbawm: La historia como discurso

Hobsbawm como historiador se define por sí mismo: la facultad racional con que se infieren unas cosas de otras, sacándolas por consecuencia de sus principios o conociéndolas por indicios y señales.

Hobsbawm como historiador se define por sí mismo: la facultad racional con que se infieren unas cosas de otras, sacándolas por consecuencia de sus principios o conociéndolas por indicios y señales.

No son solo palabras, son recursos científicos, técnicos y sociales, esto es, cultura en el sentido específico o agrupador, todo lo  que aprovechó hasta el día final de su tiempo para extraer información hasta de su propia partida de nacimiento. Hobsbawm, maestro de nada, despertó a la vida el año en que los Bolcheviques dieron un golpe de Estado en Moscú y comenzaba un enfrentamiento con el ejército blanco zarista que desembocaría en un sueño del que, en principio quedó prendido. Hijo de clase rica, de origen acomodado, educado en la burguesía (aunque nunca heredó los modales de un sibarita), concluyó que su relación con el presente habría de substanciarse a partir del conocimiento prematuro de los hechos que estaban aconteciendo.  Y así, pronto experimentó la política, los ambientes académicos e intelectuales, las costumbres urbanas y también, sin solución de continuidad, comenzaron sus problemas: los arrepentimientos con todos, sus expulsiones de todos los aparatos, sus vicisitudes… Su experiencia la tituló, Años interesantes, a plena luz del día y, no siempre con propiedad, porque él mismo reconoció que los placeres más mundanos le aburrían.

La idea en Hobsbawm consistía en algo muy sencillo: construir su propio marxismo, siendo Marxista de costumbre. Lo cual implicaba contundentes preocupaciones. Eric Hobsbawm, personalmente miraba y admiraba, no se cansaba de crear y recrear aquel tiempo experimentado  que indagó en sus inmediatos orígenes. ¿Por qué me explico así?, ¿qué me está condicionando?, ¿cuánto tiempo puedo aguantar sin el Estado?, ¿por qué existe el mercado?, ¿para qué?, ¿qué experiencia política está condicionando hoy el presente?, ¿qué pasado está presente en un momento social de la existencia?, ¿quién inventó la globalización?, ¿son nacionalistas los ingleses?, ¿por qué creo como los judíos?, ¿cuál es el agravio comparativo?, ¿quién piensa sobre los demás?, ¿para qué se piensa?

No, no es desconocido para nadie que Hobsbawm indagó en lo recóndito de la existencia humana, en el origen de las ritos en La invención de la tradición en sus formas de socialización y manifestación en Rebeldes primitivos; pero sin duda, Hobsbawm fue el mejor  forjador de significados de largos procesos: primero en una historia de la expansión del capitalismo del s. XIX, La era de la revolución, La era del capital y La era del imperio, pero especialmente, del siglo XX al que  denominó  “El corto siglo XX”: Lo cierto es que tenía recursos suficientes para acuñar tal expresión, al fin y al cabo, todo el siglo pasaba por él,  y, a esas alturas - mediados de la última década de los noventa -  el suficiente prestigio para dar detalles.

Corto por interrumpido, por supuesto, entendiendo el adjetivo como abrupto, porque “la destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX”. La edad de los extremos empezó a ser evidente en la matanza de miles de europeos ante el sol de cualquier campo o ciudad. Solo la presencia viva del horror, la manifestación de la tragedia, de la Gran guerra, mostró, lo que, entre todos, estaban poniendo patente: la expresión totalitaria del nacionalismo que, el propio Hobsbawm, tal vez, abriendo la contemporaneidad enunció como Naciones y nacionalismos desde 1780.  Contemporaneidad de naciones también como modelos o proyectos de sociedad que se substancian en esquemas ideológicos de comportamiento  y de protesta en Revolucionarios.

Hobsbawm creció y no se cansó de escribir sobre la fatal caída de las hostilidades y su  peor  desenlace: la paz caliente de los cementerios que, en realidad, supuso una tregua para el rearme de lo que Kershaw denominó como Hybris,  al definir el proceso de desintegración de la República de Weimar. Hitler hacía su aparición en un papel nada ingrato para él: racismo, xenofobia, anti-semitismo, eugenesia, etc.  Otros siguieron su ejemplo: Mussolini no paró de construir un modelo fascista a partir de una jerarquización del Estado mediante la alineación de la clase obrera. En Canarias, Franco volaba a bordo de un avión  – el Dragón Rapide – pilotado por un inglés que no pasará a la historia. En  el viaje no dejó olvidado en sus equipajes los “mejores” recuerdos del africanismo, o las hazañas teledirigidas en Asturias contra obreros y socialistas. En Portugal, madrugó  Salazar para desplegar un falso prestigio colonial en cotos menores, Angola y Mozambique, a través de un sistema no exactamente fascista, sino más bien corporativista en cuyo efecto se ejecutaba, normalmente se reivindicaba, un falso pasado y un futuro construido a base de un continuado encuadramiento político de la sociedad civil: El Estado Novo.

Y así las  cosas, el segundo asalto comenzó cuando Hitler invadió Polonia y los ingleses, acompañados por el momento de los franceses, cavaron nuevas trincheras y construyeron aviones y submarinos para quemar las naves del enemigo, planeando una guerra que iba a ser de desgaste. De nada sirvió porque París fue tomado por los nazis y  la Francia libre quedó confinada a un espacio ridículo que en nada podía servir a efectos militares. Entonces lo que se encendió como un relámpago, Gran Bretaña, en solitario, lo continuó como resistencia. Fue una tragedia imborrable para el historiador que, posteriormente la consideró como La Guerra Civil europea: “Viva la Francia libre” arengaba Winston Churchill.  No era un deseo coyuntural: estaba expresando el valor de la fortaleza de las democracias europeas formadas en la experiencia de un “largo verano liberal” por decirlo con la expresión de Sorel.

En cualquier caso,  la  Segunda Guerra fue también la explosión de los agravios de los desastres coloniales. El expolio se puso de manifiesto cuando todos, no solo los europeos, todos, en una orgía de posesión desmesurada preguntaron por su territorio, por su espacio, por su fortuna, por su energía. Japón, Chile, Brasil,  Argentina, China, la URRS, buscaron parejas de baile. El resultado de aquella masacre fue una lección histórica para la nación más nacionalista del mundo: Gran Bretaña que, exhausta, encontró  un valor refugio: EE.UU.

Y desde entonces, el Estado adquirió un sentido histórico moderno: el de la forja de una experiencia ciudadana que partía de la tragedia y que se fundamentaba en el equilibro moral de ese pasado. Un sistema, en definitiva, basado en la alianza de sistemas comerciales, de movimientos de capital, de mercancías y de trabajadores, cuya manifestación debía observarse en el progreso social que, de nuevo, forjara el equilibrio,  esta vez, frente a lo que todos percibían como el nuevo nacionalismo: el comunismo de Estado. Son reflexiones que realizó en alto y que, tal vez, constituyen las más brillantes explicaciones sobre los cambios de las experiencias de las personas y de las clases sociales pero también a través de un formato de conversación como preludio de una nueva modernidad, la de la globalización en Entrevista sobre el siglo XXI.  

Cuando la Guerra Fría terminó, es decir, cuando de facto desapareció la URSS como bloque de poder, Hobsbawm cierra la etapa quebrada de un pasado. Por hoy,  el tiempo que  se descontaba (para Fukuyama, aunque no solo por Fukuyama), era el que  estaba de moda: salir de los paradigmas  y  cavar una gran trinchera, la del fin de la historia. En esa época Hobsbawm no dejaba de redactar reflexiones que condujeran a  una Política para la izquierda racional. Ahora, dos décadas después de mirar hacia adelante, lo que nos está sucediendo es la entrada en un nuevo episodio de lo que, aparentemente, consideramos como atentados y no son más que explosiones primarias de formas de terrorismo nacionalista: los aviones de Nueva York, los trenes de Madrid, las alambradas en  Próximo Oriente,  las piedras del capital en Jerusalén, ése fue su prólogo al siglo presente en Guerra y paz en el siglo XXI, donde además subyace el nuevo sentido posible que podemos tener de la democracia. 

Pero también muestra en ensayos desde entonces, hechos palpables que explican cómo el inicio de la generosidad está llegando a su fin: comienza una nueva etapa en China (el gran banquero del mundo), y, en Europa, la crisis ha quedado confinada a una nueva decisión: la conciencia alienada del Estado, esto es, siguiendo a Hobsbawm, la destrucción consciente  de nuestras tradiciones, sin paréntesis.

La noticia del corresponsal de EL PAÍS, en España, informa de que el historiador británico ha muerto de una larga enfermedad. Todos estábamos muy preocupados desde hace algunos meses, cuando Eric Hobsbawm se rompió la cadera o cuando dejó de escribir en The Guardian. Era una muerte dulcemente esperada, por eso, consuela, pero no alivia saber que, en la forma, ha muerto un anciano de 95 años. Lo que sucede es que, en realidad,  se ha muerto el mejor historiador vivo. Y esto no significa solo una tribuna, define una autoridad intelectual, la que todo el mundo le reconocía – implícitamente – como el marxista que supo mirar atrás, para concebir a Marx como un proceso y al socialismo como un estilo de vida, pero también como una forma de ser propia. Tony Judt,  lo calificó como intelectual y escribió un ensayo a modo de homenaje en Sobre el olvidado siglo XX y, en el umbral de la muerte, arbitró siempre a favor de prestigio. En el fondo, sabía perfectamente que él siempre sería más joven que Hobsbawm, lo admitía públicamente, por ese motivo decidió continuar su experiencia historiográfica, aunque no supo inaugurar totalmente un estilo en los ensayos. Sí que  lo consiguió, rotundamente, en Postwar.

Contaba el último Hobsbawm en Cómo cambiar el mundo, un regalo de la editorial en la que publicaba en España, Crítica,  cómo y  por qué la difusión de Marx y el marxismo estaban cambiando. Fue el último libro que he leído de él.  Y siempre recodaré algunas citas realmente impresionantes sobre la recepción del marxismo y los distintos aspectos teóricos a los que se presta atención conforme al contexto social (el ámbito político, académico, cultural, o callejero). También está en la historia desde hace años. Yo he pensado con él el Marxismo, soy  metodológicamente marxista partiendo de Hobsbawm, que me llevó a Marx y, a partir de él, volví y a Hobsbawm, no sin antes imitar afectivamente a E.P. Thompson, y tratar de explicarme alguna cuestión específica de las formas de cambio en las relaciones productivas a través de Perry Anderson y  admirar intelectualmente a toda esa gran voz que historiográficamente se denomina marxismo británico. Marxistas, por realmente pensar en la época y explicar procesos a través de conceptos flexibles, y, británicos, por experimentarla, por conformar un valor cognitivo de la existencia material. Sobre la historia  definió  la razón y  el significado  de su discurso, de su principio.

Eric Hobsbawm: La historia como discurso
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