jueves. 28.03.2024

Terrazas de Madrid, sí quiero

bowie madrid
David Bowie y Peter Frampton en 1987 en una terraza de la Plaza Mayor de Madrid.

Las calles son de esa inmensa mayoría de personas que también usa, valora y disfruta las Terrazas de Madrid desde hace decenios como parte de su indisoluble paisaje urbano y de su idiosincrasia social mediterránea de la vida

Nada más desconcertante que una reunión de una comunidad de propietarios. Ese ciudadano que saludas amablemente en la escalera; aquella otra vecina que sale apresurada para trabajar y con la que has tenido más de una agradable conversación sobre la vida cotidiana o esa otra del 4º que es abogada y que te dio sensatos consejos para que no te metieses en un pleito caro e innecesario diciéndote que el asunto era improbable que prosperase. Toda ella gente formada, aparentemente inteligente y decorosa, se transmutan cuando se trata de discutir elementos materiales de la convivencia comunitaria en auténticos tertulianos feroces y a veces desagradables en la defensa de “lo suyo”; que se traduce en que su confort privativo o sus intereses materiales estén a veces por encima de los demás en el uso de la propiedad común. Esa que es de todos pero que cada uno quiere administrar a su manera defendiendo que eso es, y por principio, lo único justo. Y entonces aparece el monstruo que llevamos dentro y que dificulta enormemente la convivencia.

Algo parecido, en superlativo, sucede cuando tenemos que discurrir para compartir el uso de la ciudad. Cada hombre o mujer ya sean vecinos, comerciantes, empresarios o ejercientes de cualquier actividad, pretenden disputarse la primacía en el uso de la urbe como si ese fuese el único interés público respetable. En la moderna lucha supremacísta en que estamos inmersos hay quienes quieren empadronar hasta las calles a su nombre atendiendo a un abstracto y manipulado concepto de ciudadanía. Porque defínanme, por favor se lo pido, que ciudadano o ciudadana, ya sea un particular, profesional, comerciante, hostelero o paseante turista, no es parte del vecindario. Distinción que sería muy importante explicar a los gestores públicos durante su época de administración municipal porque ya es conocido que en las etapas electorales se dirigen por igual y transversalmente a todos los que integran la villa, lo que incluye hasta las mascotas.

Porque, empezando por estas últimas, ¿no es uso y ocupación indebida del espacio público un excremento perruno?, ¿no lo es el insoportable cúmulo de desperdicios que cada vecino o vecina tiene a bien depositar cada día o cada hora y según le viene en gana en la calle?, ¿no sería deseable una intervención más efectiva para evitar la ocupación del espacio urbano de todo aquel que decide ejercer la moderna mendicidad disfrazándose de oso panda gigante, de supuestas figuras Disney, de toreros, de marineros sin cabeza y de dudosas “esculturas humanas” o de cabra; o disparar cohetes luminosos sin ton ni son; o vender bajo mano todo tipo de productos alimentarios o comerciales por los ya conocidos lateros y manteros?

¿No es inaceptable también que las concentraciones de todo tipo (deportivas, religiosas, civiles, festivas o militares) tengan que desplazar después brigadas enormes de limpieza urbana con sus correspondientes costes para recoger los montones de desperdicios de todo carácter que los ocupantes temporales de la vía pública dejan como “recuerdo” al igual que las antiguas caballerías? Pues todo eso se hace sin pagar un duro, sin la menor sanción, sin tasas municipales, sin el menor control sanitario en el caso de los productos alimentarios que se expenden y sin que nadie se haga responsable. Porque, por supuesto, según no pocos, la ciudad es de todos y está “prohibido prohibir”, gran axioma liberal según lo que, y a quien, interese.

Pero la cosa cambia y mucho cuando de terrazas de hostelería se trata. Porque para algunos expertos en calificaciones urbanísticas derivadas de sus propias emociones, el problema del uso indebido del espacio público más esencial es este. No importa que el uso privativo de esos lugares sean los únicos regulados, legalmente controlados, permanentemente vigilados, que paguen impuestos por ocupar la vía pública, que generen empleos mediante contratos laborales, que suscriban seguros, que soporten lógicas y exigibles inspecciones sanitarias, laborales, fiscales y urbanísticas y que sean responsables de cuanto acaece en ese espacio urbano temporalmente bajo su responsabilidad que están obligados a cuidar y limpiar. Ello sin entrar en otras labores de seguridad pública para evitar que los cortamangas limpien de su móvil a los clientes o que invasiones de mercaderes ambulantes de abalorios y chucherías varias impidan tomarse tranquilamente un café a la “ciudadanía” ociosa que tiene a bien sentarse un rato en sus terrazas para que nadie les moleste. Porque la ciudad, que es de todos, también es de ellos. No importa eso. Lo que se discute las más de las veces es la condición empresarial del asunto como si el lucro legal fuese un “pecado original”, pero el resto de actividades económicas en negro y sin control fiscal, social o sanitario no.

Sin duda que hay empresarios que se exceden en los permisos concedidos bajo estrictas normas reguladas. Y que hay quien convierte una terraza en un chalet particular sin autorización para ello. Seguro que producen, quienes así actúan, molestias al resto del vecindario (lo que incluye a los locales colindantes que SI cumplen las normas). Pero cuando al Ayuntamiento llegan esas quejas y denuncias normalmente la respuesta es que no existen medios suficientes para el control de esas anomalías. Y entonces llega la gran solución final: “Vamos a crear una nueva normativa que endurezca las condiciones liberticidas de la actual en vigor”. Como si una cosa no fuese contradictoria con la otra. ¿Cómo van a controlar lo más si no son capaces de garantizar el control de lo menos? La cuestión entonces no puede ser esa. Siempre es bueno regular mejor una actividad para mejorarla. Pero no se debería, con cada cambio de corporación, pretender satisfacer a solo una parte de los que componen el vecindario. Porque ese colectivo lo formamos todos, al igual que votamos todos; y todos formamos parte del bien común y público.

Las calles son, por tanto, espacios urbanos de convivencia y actividad compatible entre varios usos sociales y económicos. Y los centros urbanos de las ciudades sin actividad económica de proximidad son espacios muertos para la vida social. Esa que incluye a vecinos, comerciantes, turistas, simples paseantes y ociosos. Todos son la ciudadanía que paga impuestos directos o indirectos que garantizan los presupuestos públicos. Esa inmensa mayoría de personas que también usa, valora y disfruta de la Terrazas de Madrid desde hace decenios como parte de su indisoluble paisaje urbano y de su idiosincrasia social mediterránea de la vida, y no solo la de los lunes, al sol. Por todo esto y por mucho más: TERRAZAS DE MADRID. SI QUIERO.

Terrazas de Madrid, sí quiero