jueves. 18.04.2024

No me fío del barómetro del CIS ni de ninguna encuesta

 

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No me fío de los sondeos que juegan a predecir lo que sólo las urnas son capaces de decidir. O al menos, no les confiero más credibilidad que a los adivinos que pululan en las madrugadas televisivas. Desconfío de los analistas demoscópicos que fueron incapaces de predecir la debacle de Podemos del pasado mes de junio, hicieron un ridículo espantoso y vuelven de nuevo a la carga como si en nada hubieran errado.

Aunque reconozco que no he podido reprimir la curiosidad de dar un vistazo a la publicación del CIS (que reproduce en el mes de julio de 2016 un panorama similar al de diciembre y al de junio pasados) no le he concedido ninguna credibilidad porque ya no aguanto que unos cocineros trileros manipulen mi opinión manejando datos demoscópicos. Quiero dejar bien claro que no me fío de ésta ni de ninguna de las encuestas que pronto publicará El País, ABC, El Mundo o cualquier otro periódico, por considerarlas tendenciosas y sumisas a los intereses de los grupos de presión que apoyan a cada uno de estos medios.

Reconozco que me he convertido en un desencantado que además de la prensa, los informativos, las tertulias, los tertulianos y sus moderadores, hace tiempo que desconfía también de todos los partidos e incluso de la política como entidad genérica. Tanto es así que tras analizar su credibilidad –la de la política y su entorno— desde un enfoque filosófico a la vieja usanza, hace tiempo concluí que jamás encontraré en ningún partido la verdad, algo que estoicamente asumo con la tranquilidad de que ni siquiera Descartes, en sus Meditaciones metafísicas, llegó a la convicción de que existiera algo verdadero en el mundo más allá de la certeza  de la inexistencia absoluta de ese ente abstracto y difícil de definir llamado verdad.

Sin temor a parecer un rezongón desencantado, prosigo con mi lista de desconfianzas, y añado mi recelo hacia esos políticos profesionales y tradicionales que suelen vestir con traje y corbata. También a los artificiosamente informales que a pesar de ir trajeados, prescinden de la corbata para parecer socialmente más comprometidos. Desconfío igualmente de los intencionadamente desaliñados y capaces de presentarse en una recepción real con la misma indumentaria que un electricista repararía un enchufe y luego acudir con frac a una gala cinematográfica, sólo por provocar desconcierto y romper esquemas clasistas. No merecen mi confianza los sindicalistas que dejaron de ser aquellos obreros defensores de los derechos de los trabajadores para convertirse en unos políticos de segundo nivel y acomodarse a codazos en el podrido establishment. También he dejado de creer en las viejas glorias que no han sabido —o no han querido— retirarse a tiempo y se dedican a dar consejos que sólo confirman su marcha atrás ideológica o su ascenso al olimpo de la clase dominante.

Es tan grande mi desencanto, que sólo deseo que el lector que haya podido soportar la lectura de este breve artículo, tan desordenado e inconexo en su contenido,  entienda mi indiferencia y mi hastío tras conocer unos datos —los del el barómetro del CIS del mes de julio— que predicen unos resultados casi idénticos a las dos convocatorias previas si hoy se celebraran de nuevo elecciones, lo que supondría un fracaso para todos y una vergüenza para la capacidad operativa de la clase política.

No me fío del barómetro del CIS ni de ninguna encuesta