viernes. 19.04.2024

Todos a la cárcel

libertad presos

Hay juristas que consideran que muchos de los grandes delitos de los que se acusa a estos políticos caerán a medida que avance la instrucción o el juicio

En sus reacciones a la detención de los ex consellers dos periódicos antaño tan dispares como ABC y El País coincidían en denominar «golpe» a las actuaciones del Gobierno catalán en los últimos meses. Resulta curioso que medios que se han llevado las manos a la cabeza porque hubiera quien hablara de presos políticos —lo consideraban un insulto para los presos políticos de verdad; los del franquismo por ejemplo—, hablen ahora sin recato de golpe, como si la DUI hubiera sido otro 18 de julio o un 23F. Y no.

En ese aplauso generalizado de los grandes medios a la decisión de la jueza Lamela, que se acompaña con una exaltación de la independencia de la justicia, estos olvidan comentar, al menos, un par de aspectos. El primero, de carácter técnico: pues hay juristas —Baltasar Garzón, Martín Pallín, por ejemplo— que consideran que muchos de los grandes delitos de los que se acusa a estos políticos caerán a medida que avance la instrucción, o el juicio; quedando solo los que son tan obvios que poca defensa tienen: malversación, desobediencia y prevaricación; todos ellos con penas más bajas y que difícilmente hubieran requerido de una prisión preventiva para garantizar que no habría habido huida ni destrucción de pruebas.

Máxime cuando algunos de los encarcelados tienen la intención de presentarse a las elecciones, por lo cual se hace difícil creer que huirán, y carecen ya, además, de un cargo desde el que seguir insistiendo en los delitos de los que se les acusa. Acusarlos de querer huir porque Puigdemont lo ha hecho, supone retorcer el derecho penal para hacerlos pagar por los delitos y decisiones de otra persona. Lo que va contra el sentido más elemental de la justicia.

El segundo aspecto que olvidan comentar los medios, es el cariz político de la decisión: porque nos guste admitirlo o no, la acusación pública sí la dirige el Gobierno. Y la acusación pública —es decir, la fiscalía— está actuando con una vehemencia que no tuvo, por ejemplo, con Urdangarín o con la Infanta. El señor Maza se ha convertido en un actor político contra el independentismo. Y Lamela —una jueza a la que el Gobierno del PP hizo entrega de la medalla del mérito policial y de la Cruz de Plata de la Guardia Civil después de que ella decidiera que la Audiencia Nacional era competente para investigar la pelea de Alsasua como delito de terrorismo— tiene una trayectoria tal que a uno le cuesta creer que sea objetiva en este caso.

La prueba de que, incluso, puede haberse dejado indefensos a los acusados es la decisión del Tribunal Supremo de dar más tiempo a los miembros de la mesa para preparar su respuesta, evitando caer en un juicio exprés que apenas funciona en España cuando así lo elige la ley y que, sin embargo, ha permitido en este caso que los señalados por el dedo de Maza estén en prisión 72 horas después de presentarse la querella del fiscal. Todo un récord. Toda una anomalía.

Así que no, puede que no sean presos políticos. Que no se persigan sus ideas y sí sus actos —muchos de ellos, sin duda, punibles—. Pero la justicia en España, ya bastante desprestigiada por ciertos comportamientos con banqueros enriquecidos y corruptos de aquí y de allá, añade con esta decisión una grieta más, y grande, a su ya descascarillada imagen. Y la democracia en España no solo no se fortalece, sino que con decisiones como ésta se debilita un poco más. Pues son más los ciudadanos que dejan de creer en ella. Aquí, y fuera.

Pero para algunos todo esto da igual. Lo importante es mostrarse firmes. Duros. Como si el Estado debiera actuar siguiendo la ética de Chuck Norris. Y recuperar en seguida la normalidad. Aunque la normalidad haga aguas.

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