jueves. 28.03.2024

Soplaba una brisa ligera en la madrugada de julio. La luna esplendía sobre la fría piedra de la estatua ecuestre de Franco, que una grúa se esforzaba en retirar. Pertrechados con litronas y estreleiras, varios universitarios festejaban a la birlonga. Un carcamal criticaba la nocturnidad del ayuntamiento de Ferrol, buscando la indignada conchabanza de los presentes. Un grupo de viejas endechaba un susurrante plañido que, avanzando la noche, tornó ufana apofansis: “nunca te quitarán de la Historia”, decían, “porque fuiste el mejor”. Eran los tiempos de Zapatero. Curiosa justicia poética: el bragazas ferrolano ratificaba su inmóvil estabilidad transfigurado en piedra, cual comendador de Calatrava, mientras los cojones del caballo, mayestáticamente izados, soterraban la monorquia del jinete. Del mentado comendador, villano de Don Juan Tenorio, dijo Rousset que trocaba simultáneamente en memoria encarnada y mensaje de un futuro ineludible. Lo mismo puede decirse, velis nolis, del siniestro maniquí.

Por aquella época los socialistas pidieron a una comisión de expertos un informe sobre el Valle de los Caídos. La estampa de Zapatero oscilaba equidistante entre el idealismo pueril (cual don Juan de E.T.A. Hoffmann) y el más tenaz amoralismo (véase el bergante creado por Zorrilla) hasta que la Caverna condenó esta “nueva desamortización” (La Gaceta dixit) a churruscarse en el Hades sin doña Inés que en pleno cliffhanger la rescatase.

Ciertos apologetas atribuyen a Franco la concepción del Valle de los Caídos, aduciendo un sueño visionario que, en puridad, reproduce La cruz en el mar Báltico de Friedrich. De ahí La cruz soñada, título de un afanoso poema de Carlos Fernández-Shaw:

Yo igualaría, nivelaría / -ya los nivela mi fantasía- / los agrios picos, las recias cumbres de roca brava, / -de roca estéril como la estéril, siniestra lava-  / y allá, por artes maravillosas, levantaría / sobre las piedras despedazas del peñascal,  / bajo los cielos, que son imagen de lo infinito, / una grandiosa Cruz, de granito, / triunfal imagen de la Justicia, de la Clemencia, del Ideal.

Los perifollos medievales de Giménez Caballero rematan el conjunto. Calzado con el almófar del Cid y con más leyenda que la carrasca del Sobrarbe, Franco torna un postrer Ben Hafsún. Hasta el anticlerical Alas Clarín ve en el Valle, por nolición o mera idiotez, un memento del patriotismo y la fe de los caídos en Covadonga. Volviendo a la misteriosa inspiración, hay quien da en urdir que brotó del caletre de Teodoro Anasagasti, inventor de la denominada “orogenia arquitectónica”, valiente chufla que postulase una arquitectura del hombre y la naturaleza. Bajo un ensueño de tembleque y sudores fríos, Anasagasti exuda un proyecto capaz de rebasar las más desaforadas quimeras de Berlage o Bruno Taut. Un santuario en plena Montaña Sagrada tan wagneriano como la (afortunadamente) fallida construcción de un mausoleo egipcio en el Moncayo, con la vera efigie de Joaquín Costa tallada en su cima. También, una versión diabólica de la basílica de Covadonga. No en vano, cuentan que, al ver la tétrica Virgen en la Piedad de Ávalos a la entrada de la cripta, Franco se sobresaltó y dijo: ¡coño, si parece un murciélago!

Aun constituyendo una de las grandes obras de la Arquitectura del Mal Gusto, solo una ciega defensa de su valor arquitectónico podría justificar una rehabilitación que evita cambiar su significado. Las decenas de miles de cadáveres que reposan en sus fosas comunes siguen exigiendo una respuesta digna. La afluencia de visitantes al Valle de los Caídos (solo superada en Madrid por el Palacio Real y El Escorial), empecinadamente usada como argumento, no sirve para embozar lo que la Historia, la moral y el sentido común exigen: su reconversión en museo de la infamia.

Valle de los Caídos: un templo consagrado al Maligno