jueves. 25.04.2024

No sabemos nada, o casi nada. Ni siquiera dónde acudir a venerarte: hasta tres pobres nichos se disputan tu osamenta maldita. Apenas la certeza de tus manos, de tus dedos zocatos invadiendo, frenéticos, los trastes de tu alquímica guitarra, regalando un sonido más propio de una orquesta que de un puro solista. Hay quien dice que sí, que en una encrucijada ofreciste tu alma a Belcebú a cambio del secreto de la técnica, en pago del instinto primigenio del blues; el niño solitario, el roebtjoven inexperto y algo torpe se convirtió, por ansias de un Luzbel de inefables designios, del crepúsculo al alba, en el himno más blanco, en el son preferido del Olimpo.

Era incapaz de ver pasar un tren sin subirse al último vagón, narraban tus colegas, los pocos que tuvieron el fabuloso azar de compartir contigo las trastiendas de América. Jamás la mota más ínfima de polvo cometió la osadía de infiltrarse en su traje, en su único traje, afirmaban los otros. Y glosaban tus dotes de escapista, de marcharte de un antro, del salón más poblado, sin llamar la atención, sin que nadie atisbase las migas de tu estrella. Como si nunca hubieras existido. Como si nada fueses. Tal un dios invisible y estratega.

Transcurrieron los años, y pasaste de ser un absurdo dipsómano del pobre Mississippi a una leyenda viva, un gran patriarca, pero siempre ofreciendo tu destreza en la inhóspita calle, en la suerte salada del negro callejón, allá dónde la luz te reclamase. Sólo en dos ocasiones tu música selló un pacto con la Historia: en la penumbra incierta de un hotel grabaste tus perfectas melodías ante un cazatalentos atónito y perplejo. Veintinueve canciones, veintinueve nostalgias, veintinueve planetas.

Todo mudó en agosto de 1938. No pasaba inadvertida tu belleza en las viejas tabernas, tu elegancia era un zumo robertirrechazable para muchas mujeres. Aunque esta vez abriste el arcón incorrecto: te aferraste a las faldas de la esposa del dueño del local, del club donde ofrecías, cada noche, una muestra somera de tu inmenso talento; como no eras doctor en disimulo, pronto corrió el rumor entre las mesas. Y un sábado de agosto se forjó la tragedia. Una sombra grotesca, difusamente humana, te entregó una botella, un misterioso whisky. Abierta como estaba, tu amigo te advirtió: no bebas jamás de una botella que no hayas visto abrir ante tus ojos. La arrojó con violencia contra el suelo, y tú, de tan furioso, le gritaste: no me arranques jamás una botella de las manos. Pero entonces la sombra te ofreció otro whisky parejo. Tú bebiste sin miedo, sin temor al convite, renegando del lúcido consejo. Y así empezó el dolor, el pinchazo insaciable del veneno, el vómito de sangre y luna llena.

No fue fácil vencer tus resistencias, tu ansiosa juventud inflamada de pugna, pues aunque soportaras un milenio de luz sobre tu espalda, apenas veintisiete primaveras doraban tu existencia terrenal. Pero tras tres jornadas infinitas, tres noches y tres días esquivando a la muerte, tuviste que ceder. No se sabe muy bien cómo pasó, dónde duerme lo cierto y arranca la leyenda. Será mejor rendirse a la mitología: qué regazo mejor que el de la madre, qué manera más bella de cerrar el círculo del eterno rebelde, del artista ambulante. Allí fuiste a morir, junto a su pecho, le entregaste tu agónica guitarra y dijiste: mamá, tú eres todo lo que he estado esperando. Cuelga esto en la pared, esto ha sido mi ruina. Este es el instrumento del diablo. Ya no lo quiero más. Y se cuenta que justo en ese instante, mientras tu pobre madre ejecutaba tu postrera y extraña voluntad, tus manos extasiadas y geniales dejaron para siempre de latir.

La muerte de Robert Johnson. 16 de agosto de 1938