viernes. 19.04.2024
iglesia

Un 24 de mayo de 1907 vino al mundo, Vicente Enrique y Tarancón, uno de los jerarcas más importantes de la iglesia española, comprometido con su tiempo y adelantado a su tiempo, que jugó un papel trascendental en la época de la Transición, aceptado y reconocido como auténtico hombre de fe por los cristianos, gran hombre de Estado por la izquierda, y muy criticado por las derechas hasta llegar a planear su asesinato.

El cardenal Vicente Enrique y Tarancón, nacido en Burriana (Castellón) hace 110 años esta semana, y fallecido a los 84 años, un de 28 de noviembre de 1991 en Valencia, fue uno de los obispos más jóvenes, y también más famoso y controvertido, tanto interna como externamente, que ha dado la iglesia en España. La mayor parte de quienes son ascendidos a este rango eclesial en la iglesia católica suelen superar los 43-45, y él contaba sólo con 38 años cuando llegó a la pequeña sede de Solsona, de donde tardaría en salir, casi 20 años, por deseo expreso del Caudillo, que se arrogaba el derecho de nombrar y fijar sedes a obispos y cardenales, gracias al concordato del nacionalcatolicismo oficial imperante. Es también uno de los cardenales más famosos y reconocidos mundialmente, primero por sus disputas con Franco, luego por su papel y su idea de un estado laico con la llegada de la democracia, y por su importante intervención conciliadora durante la convulsa época de la Transición española. Muchos recordarán aquel famoso grito que convirtióse en amenaza durante los actos oficiales a los que asistía, bien presidiéndolos, o bien como invitado, proferido por mucha gente de derechas, desde franquistas añorantes, a falangistas trasnochados, y numerosos adeptos al régimen que se extinguía: ¡Tarancón al paredón! (En aquel tiempo escribir eslóganes en las paredes podía costar a su autor la cárcel, incluso la condena a muerte). Pero al jerarca no se le movía un pelo, permanecía impertérrito, y sin inmutarse seguía haciendo oídos sordos a esos gritos desaforados y otros insultos que nunca faltaban en tales acontecimientos y que llegaron a constituir seria amenaza. Hace años llegó a mis oídos una conspiración contra el cardenal en los primeros años 80 por una mezcla de grupos extremistas, guerrilleros de Cristo Rey, y otros grupúsculos de extrema derecha que llegaron  a planear su asesinato. Durante meses anduvieron siguiéndole; según me contaron las mismas fuentes, estuvieron espiando en torno al palacio episcopal varios individuos apostados entre la Plaza de la Cruz Verde, y la salida en la calle Cordón, vigilando toda la calle Sacramento, donde tenía la entrada del garaje a su residencia, y donde se apeaba del coche sin ningún tipo de escolta o precaución.

Mantuve con él dos entrevistas, la primera en su despacho de la calle Bailén, en las dependencias de las oficinas del obispado. Después de una charla personal de media hora, me percaté de su gran humanidad y sencillez, y cuando nos volvimos a ver, pocos tiempo después, comentamos de las amenazas de grupos terroristas que se cernían sobre él y sobre el alcalde de Madrid, Tierno Galván, tocayo suyo por más señas y también amenazado. “Hay mucha gente a la que esto no le gusta, no quiere este régimen, y creen que nosotros somos los culpables”, me llegó a decir. Tanto uno como otro, no le dieron mayor importancia y renunciaron a una mayor seguridad. Y tanto uno como otro, que ejercieran importante papel en la época del cambio democrático, han sido olvidados, hasta el punto de que cuando se cumpliera el centenario de su nacimiento, en el 2007, salvo en su tierra natal, casi ningún medio de comunicación o institución oficial, se hizo eco o le rindió homenaje alguno.

“Ese obispo que escribe tanto”

Era hombre de trato amable, buen conversador, y a la par, amante de la lectura y la escritura, contando casi una veintena sus publicaciones. Desde sus años de seminarista ya le daba por llenar cuartillas con reflexiones y publicaciones que se extendieron durante su época de obispo, y que culminaron cuando en su retiro, al modo y manera de San Agustín, escribió sus memorias, Confesiones, que estuvo a punto de destruir, y que fueron su obra póstuma. En 1969 fue nombrado miembro de la Real Academia Española, ocupando el sillón b. Su predecesor fue nada más y nada menos que Don Ramón Menéndez Pidal.

Dijo el Papa Juan XXIII: "Ese obispo de España que escribe tanto”. Y le faltó añadir que como a todo buen escritor, crítico con su tiempo, y comprometido, como lo era el Cardenal, la pluma le atrajo varios disgustos y la inquina permanente de Franco, el Dictador, desde que en 1950, siendo obispo de la diminuta diócesis de Solsona -que nadie conocía y Tarancón puso en el mapa político y religioso- escribiera y difundiera la famosa pastoral “El pan nuestro de cada día”. En ella denunciaba los efectos del estraperlo y la corrupción de los vencedores de la contienda. Eran todavía años de hambre, miseria y racionamiento; años además de prisión y represión, incluso de continuos fusilamientos de opositores al régimen. Todo esto lo denuncia el “obispito de Solsona”, que también arremete contra los gerifaltes enriquecidos con el estraperlo, el manejo de las cartillas de racionamiento y la escasez de comida, sin importarles tanto sufrimiento y el hambre que sufrían familias enteras en todas partes. "Después de la guerra, la guerra sigue -manifestó-. No me lo perdonaron. Alguien le preguntó al nuncio Cicognani cómo yo seguía en Solsona después de 18 años, y el nuncio respondió: 'Mira, hijo, hasta que los del Gobierno no digieran el pan...".

El gobierno nunca lo hizo, ni ese pan ni los que siguieron después. Era la primera vez que un obispo se atrevía a tanto ante un régimen victorioso. La pastoral de Tarancón, su actitud y pensamiento, se apartaban, además, de la idea general de los prelados de entonces que tenían glorificado el golpe de Estado militar, y la “guerra incivil” como "Cruzada cristiana". Ese estigma le marcaría siempre, pero él seguía con su compromiso, en la dictadura, y después, con la democracia, y así se lo hizo saber al nuevo jefe de Estado en la homilía de los Jerónimos, en la proclamación de Juan Carlos como “Rey de todos los españoles” .

A pesar de su demostrada preparación intelectual y espiritual, que podría seguir demostrando en menesteres de mayor relevancia, le mantuvieron encerrado en Solsona casi 20 años. Ni Juan XXIII, que le admiraba, ni su sucesor Pablo VI, ambos antifranquistas, lograron sacar de la pequeña diócesis a tan brillante prelado. Franco tenía derecho de veto por el concordato, y lo ejerció con furia hasta su fallecimiento.

Ahí empezaron las desavenencias con un régimen impuesto, que siguieron luego con el papel que Taracón marcó en la iglesia española abocándola al compromiso sacerdotal con los pobres, los obreros, los desamparados y los perseguidos por la injusticia de la dictadura. Desavenencias que se agravaron todavía más en 1975, con el conocido como “caso Añoveros”, pocos meses antes de morir Franco. Otra pastoral fue la causante, esta vez del obispo de Bilbao al que en un avión clandestino quiso mandar al exilio el régimen. Tarancón se enfrentó al dictador con  la amenaza de excomulgarlo si daba la orden de expulsión. Cuentan que Franco lloró al ver tan grave amenaza sobre él y su católico régimen.

De obispos comprometidos a obispos imputados

Ascendido a cardenal en 1969 por Pablo VI, Primado de España y Arzobispo de Madrid-Alcalá, mantuvo siempre su compromiso cristiano, y político, defendiendo la separación de la Iglesia y el Estado, abogando por una iglesia ajena al poder terrenal pero atenta a la situación social y crítica con las injusticias y las desigualdades sociales. Destacó por su importante papel conciliador en el paso de la dictadura a la democracia. Con su impronta pasó la iglesia española por sus mejores años, parecía que la institución cambiaba y se acomodaba a “los nuevos signos de los tiempos”, que predicaba desde hacía una década el Concilio Vaticano II y su aggiornamento.

Tras su muerte, véanse sus sucesores, desde Suquía a Rouco Varela, y otros prelados por el estilo (a los que el Papa Francisco ya ha mandado al orden en más de una ocasión), parece que su compromiso no pasa del espectáculo de masas, como le gustaba al Papa, Juan Pablo II. Tras la muerte del insigne prelado, la iglesia española ha dado un paso atrás, y en lugar de comprometidos los obispos actuales, aparecen como ajenos a estos tiempos, y cuando enfocan esta situación social, política y religiosa, lo hacen de manera equivocaba y retrógrada, confundiendo los términos, hasta el extremo de aparecer muchos de ellos como imputados por actuaciones irregulares de diversos tipos. Según mis cálculos media docena de obispos y arzobispos españoles están en el punto de mira de la Justicia española, a los que el Papa ha recomendado que se atengan a la indagación de los tribunales civiles y se sometan a la ley.

A quien conozca un poco los entresijos de esta institución y haya seguido su evolución desde los 70 para acá, no le extrañará este giro de los jerarcas eclesiales, imitando al Papa-espectáculo venido de Polonia, uno de los papados más controvertidos, rayano a veces en la ilegalidad, e implicado en oscuros servicios de espionaje, como he denunciado en otros reportajes, al que ha venido a enmendar el nuevo Papa, acorde con el Evangelio y su compromiso cristiano, social y ecológico. Al que deberían seguir con la imitación y tanto entusiasmo o mayor que el que los prelados españoles demostraron al papa polaco.

Fuentes eclesiales y alguna de sus jerarquías, hoy jubiladas, me han dado a entender que la época de los ochenta, como réplica al cariz que tomaba la política con la subida del PSOE, hubo una masiva ordenación de obispos jóvenes, para contrarrestar, correspondiente a sacerdotes ordenados entre de 1973 y 1978, que por medio del primer obispo (que el Señor le tenga en su seno) de la recién creada diócesis de Getafe, Francisco Fernández-Golfín, fueron elevados, casi en masa, a la categoría de obispos y arzobispos, cuya cabeza visible, por nombrar los de la “camada” del fallecido obispo getafense, serían el actual arzobispo de Granada, F. Javier Martínez, conocido por sus polémicas declaraciones y retrógradas actitudes, y el actual Primado de Toledo, Braulio Rodríguez. Y a la “camada” madrileña le han seguido otras de otras latitudes, tan carcas o peor. Total, media docena de obispos imputados y obligados a declarar ante los tribunales civiles, desde Sevilla a Oviedo, pasando por Cuenca, Cádiz o Mallorca, desde los ERE, a los Lumen Dei, sin olvidar los casos de pederastia, como los llamados “Romanones” , ese íntimo “clan secreto” de Granada, la diócesis de uno de los jerarcas más polémicos. ¿Dónde está su compromiso evangélico? Creen vivir todavía en el poder del nacionalcatolicismo que tantos prejuicios y perjuicios ha acarreado a la sociedad española.

Las mismas fuentes me confirmaron que muchos de ellos no estaban conformes con tales ordenaciones, que en más de una reunión diocesana algunos vicarios y otros obispos se opusieron a que monseñor Golfín siguiera con esas órdenes y dejara pasar más tiempo para ver y calibrar la preparación y actitudes de los candidatos. Y sabiendo cómo era el susodicho monseñor, al que tuve la suerte de conocer, y saber cómo pensaba, se nota que su impronta permanece en estos sus cachorros. No cabe duda de que la actual jerarquía eclesiástica está muy lejos del aggiornamento que predicaba el lejano Concilio Vaticano II, remontándose al más lejano de Trento. Y así anda. Como oveja perdida en tiempos de crisis. Crisis de la que no se libra ni la propia iglesia.

¡Ay! ¡Querido Tarancón! Si al menos la iglesia te recordase...

Tras su muerte, la Iglesia Española retrocedió