jueves. 28.03.2024
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Una de las más groseras máculas del proceso de reforma de la dictadura franquista, al que Vidal Beneyto llamó con sarcasmo “inmaculada transición”, fue el favorable trato que el nuevo régimen político, democrático ma non troppo, dispensó a la Iglesia católica. Gracias a los acuerdos con la Santa Sede, negociados en secreto mientras se discutía públicamente la Constitución en la que no caben, la Iglesia española conserva ancestrales privilegios y disfruta de un régimen fiscal de excepción.

Sabemos que el Papa habla ex cathedra cuando se refiere a asuntos de fe, es decir, que no yerra cuando fija la “verdadera” interpretación de los misterios que nutren el esotérico discurso eclesiástico, pero lo que no sabíamos -¿y cuánto no sabemos?- es que los obispos españoles disfrutan de una autoridad similar cuando hablan de propiedades tan mundanas como terrenos, edificios, huertos, casas parroquiales, seminarios o cementerios. Por una disposición de la dictadura -una ley de 1946, aún vigente-, un obispo detenta la misma autoridad que un registrador o que un notario en asuntos de esa índole: no precisa una escritura, como los demás mortales, para registrar a su nombre una propiedad, le basta con una comunicación diocesana en la que se afirme tal pertenencia.

En 1998, el católico gobierno de Aznar, extendió ese privilegio a los templos y a lugares de culto religioso, y desde entonces, con el habitual sigilo, la Iglesia, según fuentes diversas, ha inscrito a su nombre más de cuatro mil capillas, ermitas y catedrales, que, supuestamente, carecían de inscripción de dominio porque eran, simplemente, de los municipios. En el lote caben también lugares de culto no católico, porque ese privilegio no afecta a otras confesiones, no fuere a suceder que algún clérigo musulmán quisiera reclamar la propiedad de una mezquita o algún rabino pretendiera hacer lo mismo con la Sinagoga del Tránsito, con la de Córdoba o con otras de las que hay en España.

La Iglesia, mientras llega el paraíso celestial, sigue viviendo en un paraíso fiscal  

Con la osadía que la caracteriza, en 2006 la Curia Española registró o inscribió a su nombre la Mezquita de Córdoba, que ahora ya es sólo catedral. Por la módica cantidad de 30 euros, se hizo con una joya arquitectónica de 23.400 metros cuadrados de superficie, y de un valor histórico y cultural incalculable, y además con el pingüe negocio que proporcionan 1.200.000 visitantes al año, que pagan una entrada de 8 euros por persona, lo que proporciona unos ingresos cercanos a los 10 millones de euros anuales, libres de impuestos, porque la Iglesia, mientras llega el paraíso celestial, sigue viviendo en un paraíso fiscal.   

Ante este nuevo abuso de la Conferencia Episcopal con la colaboración de las autoridades civiles, un sector de la sociedad se ha movilizado para revocar la actual propiedad de la Mezquita.

Interpelado en el Senado por un diputado de Izquierda Unida, el ministro de Justicia, Ruíz Gallardón, ha dicho que expropiar la Mezquita de Córdoba a la Iglesia sería un despropósito jurídico y económico, por el coste que tendría para el erario público. No, ministro, lo que ha sido un despropósito es la apropiación, efectuada al amparo de una ley con la que el gobierno de Franco premiaba la colaboración de la Curia en la guerra civil y la uncía a la posterior suerte de la dictadura. Y respecto al coste, no sería alto ni mucho menos, a no ser que se esté animando al obispado cordobés a especular con un edificio que le ha costado 30 euros y que realmente vale millones.

Aunque los responsables de esta aventura eclesiástico-financiera merecen ser expulsados de la Mezquita a latigazos, como Jesús, aquel pobretón de Nazaret, expulsó a los mercaderes del atrio del templo, basta con que se devuelvan a la Iglesia las 30 monedas que ha pagado por el expolio, para volver a la situación precedente. Y en algún momento, en este país, habrá que colocar a la Iglesia en el lugar que le corresponde en un régimen democrático y no confesional. 

La Mezquita por 30 monedas