jueves. 18.04.2024
futbol
Cruyff, líder de la 'Naranja mecánica' y el 'Káiser' Beckenbauer.

Toda una generación, la nacida en los alrededores del cambio de siglo, probablemente recordará para siempre el gol de Iniesta, acunado entre dos Eurocopas y varias finales de Champions. Pero, para quienes se asomaron por primera vez al fútbol en los años setenta, son otros los protagonistas, son otros los partidos de infarto en su memoria.

En los tiempos en que España ni estaba ni se la esperaba, cuando ni siquiera era aún “la Roja”, la chavalería buscaba sus primeros referentes fuera de casa. Algunos despertamos a lo de darle a la pelota con la (para la época) espectacular inauguración del Mundial de Alemania 74. Enormes balones articulados se abrían como gajos de una naranja (toda una premonición) para mostrar tópicos cuadros de baile de cada país participante. Era un rollo tipo coros y danzas, al estilo de los del Bernabéu con motivo del 1º de Mayo. Pero que adivinábamos mucho más espectacular y colorido aunque el Inter o el General Electric de muchas casas no hubiera superado aún el blanco y negro.

La final de aquel torneo entre holandeses y alemanes (occidentales, era preciso añadir todavía) fijó el mito de una selección avasalladora y siempre favorita, mucho antes de que Lineker acuñara aquello de que “el fútbol es un deporte que inventaron los ingleses, juegan once contra once, y siempre gana Alemania.

Todos reconoceríamos, con la perspectiva de los años, el valor de aquella Holanda perfectamente engrasada bajo la batuta de Cruyff. El fútbol total, la combinación, el ataque y repliegue sincronizados, en fin, lo que viene siendo la “naranja mecánica”. Muchos compañeros de pupitre, colchoneros de nacimiento, juraron odio eterno a los bávaros que frustraron apenas semanas antes el sueño de la Copa de Europa, acariciado por el Atleti de los Reina, Eusebio, Aragonés, Gárate… Sin embargo, para los madridistas, Cruyff era el buque insignia del Barcelona, el responsable de una dolorosa manita en la Liga de aquel año. Así que, a ojos merengues, aquellos lánguidos y larguiruchos imberbes de pelo lacio no podían competir en atractivo y preferencia con la horda que comandaba el “Káiser” Beckenbauer, único cuerdo entre tanto loco suelto.

Alemania era un grupo salvaje que exhibía testosterona en forma de melenas enmarañadas, bigotes y patillas, y al que sólo faltaba gritar como espartanos para ser la viva estampa de una invasión bárbara. Aquella selección podía pasar perfectamente por una cuadrilla de pipas o de fans de los Led Zeppelin, sólo que con Gerd Müller en punta. Para un espectador de ocho o diez años, que el máximo goleador de la Eurocopa encima se apodara “Torpedo” era razón más que suficiente para despreciar las sutilezas tácticas de los Países Bajos.

Se adelantaron los naranjas, de penalti sobre Cruyff. Empató, también desde los once metros, Paul Breitner. Y, de repente, Beckenbauer detuvo el tiempo en el lanzamiento de una falta directa. Acarició el balón con un delicado empujoncito con el exterior, apenas insinuando al cuero que se elevara del suelo y levitara, en cámara lenta, hacia la puerta rival. Una bola tontorrona y perezosa pero empeñada en buscar la red, obligando al guardameta a estirarse en un escorzo imposible. Son apenas dos segundos pero, en una rara distorsión del espacio-tiempo, en ese intervalo podrías levantarte del sofá, ir a la cocina, servirte un refresco, volver y el balón aún seguiría allí, como el dinosaurio de Monterroso, suspendido a unos centímetros del larguero hasta que Jongbloed rompe el encantamiento de un manotazo.

Seguirán regates y carreras desbocadas de Berti Vogts, Bonhof, Grabowski… Poco antes del descanso, “Torpedo” Müller se revuelve en el área y enchufa el 2-1. Un gol de cazador, de delantero bajito y habilidoso con el centro de gravedad a ras de suelo.

La segunda parte, de insistente asedio holandés, dejó establecido que Sepp Maier era la única alternativa imaginable cuando te tocaba ser portero y el guardameta rival “se pedía” ser García Remón. Tras el pitido final, los teutones levantaron la copa, que estrenaba nuevo diseño al haber quedado la tradicional Jules Rimet” en propiedad de Brasil, un honor obtenido al ganar su tercer mundial en México.

Breitner recaló en el Real Madrid, abriendo junto con Netzer la nómina de alemanes en el equipo blanco, esa que va de Stielike a Kroos. Conocido por tener como lectura de cabecera “El Libro Rojo” de Mao, Breitner se negaría a jugar el Mundial de Argentina 78 en protesta contra la dictadura militar del golpista Videla. Cruyff tampoco acudió a ese torneo, una cita en la que Holanda volvería a disputar la final aunque sólo fuera para darse de bruces en ella con una nueva figura emergente, Mario Kempes. Pero esa es otra historia.

El Káiser y la naranja mecánica