viernes. 29.03.2024
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En España no hay ninguna aportación obligatoria de los creyentes para el mantenimiento de su religión

Los que cobraban el impuesto del Templo le preguntaron a Pedro: «¿Vuestro Maestro no paga el impuesto?» Pedro dijo que sí, pero quiso preguntárselo a Jesús. Este le preguntó a su vez: «Los reyes de la tierra, ¿de quién cobran los tributos? ¿De sus propios hijos o de los extraños? Y habiéndole dicho: de los extraños, díjole Jesús: luego exentos están los hijos. Mas para que no los escandalicemos vete al mar, echa el anzuelo y el primer pez que saques, tómalo y abriéndole la boca, hallarás un estater; tómalo y entrégalo a ellos, por ti y por mí». (Mateo 17, 24-27).

El impuesto del Templo era la aportación económica que hacían los judíos para el mantenimiento del culto. Era lo que hoy se llama, en Alemania por ejemplo, el impuesto religioso por el cual todo el que profese una religión debe pagar un impuesto que recauda el Estado y se entrega a los representantes de la correspondiente religión. Es de sobra conocido que en España no existe tal impuesto, ya que no hay ninguna aportación obligatoria de los creyentes para el mantenimiento de su religión.

Pero lo que nos interesa del texto de san Mateo es el temor al escándalo. Cristo prefiere pagar antes que ser motivo de escándalo. El texto anterior se refiere, como diríamos hoy, al pago del impuesto a la Iglesia para su adecuado funcionamiento. Pero, ¿se puede aplicar a la obligación de pagar impuesto al Estado? Es evidente que no. Para ello tenemos otro pasaje evangélico en el que los fariseos le preguntan a Jesús: «¿Es lícito dar tributo a Cesar o no?». Y Jesús respondió: «Mostradme la moneda del tributo. Ellos le presentaron un denario. Y les dijo Jesús: ¿de quién es esa imagen e inscripción? Dícenle: de César. Díceles entonces: Pagad, pues, a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios». (Mateo 22, 15-22). Hay textos similares en Lucas 20, 20-26 y en Marcos 12, 13-17.

Dos mil años después, aunque el texto evangélico sigue siendo vigente, nos encontramos con que el Ayuntamiento de Valencia (por entonces gobernado por el PP) consideró «muy complicado, con dificultades casi infranqueables» cobrar el Impuesto de Bienes Inmuebles a la Iglesia Católica porque ésta, amparándose en la legislación vigente y no en el evangelio vigente, se niega a pagar ni un céntimo de ese impuesto ni de ningún otro. Para comprender la importancia y la gravedad de esta negativa podemos consultar un brillante estudio que Valencia Laica hizo sobre los inmuebles de la Iglesia Católica en la ciudad de Valencia, en el que se relacionan 1253 inmuebles de la Iglesia que no pagan IBI pese a que tan solo 155 se dedican a uso religioso. El resto son inmuebles alquilados a particulares para las más variadas actividades que van desde residencia a almacenes, pasando por aparcamientos, tiendas varias, industrias, bancos, centros de enseñanza privada, gestorías, guarderías, hoteles, etcétera.

El impago de este impuesto por parte de la Iglesia Católica supone la merma de un millón de euros anuales en los ingresos municipales. Si tenemos en cuenta que esto ocurre en todas las ciudades y pueblos de España, y que la misma situación se repite en todos los demás impuestos de nuestro sistema tributario, es lícito pensar que los importes impagados o exentos de la Iglesia Católica suponen una importantísima merma en los ingresos del Estado y especialmente en las entidades locales.

La Iglesia Católica, pobre en su origen y definición, se ha convertido en el más rico propietario de España y en el que menos paga. No hay el menor temor a ser motivo de escándalo incluso para los mismos católicos de base y, por supuesto, para toda la población. (A algunos, en cambio, les parecerá escandaloso lo que aquí decimos).

El consistorio valenciano concluyó que le resultaba casi imposible, en las circunstancias actuales, cobrar a la Iglesia como al resto de los vecinos. La única solución es cambiar las leyes que amparan esta situación claramente injusta y discriminatoria y tan contraria al espíritu evangélico que, hasta las mismas autoridades eclesiásticas deberían pedir su modificación o derogación. Jesucristo así lo haría, aunque solo fuera para no escandalizar.

Jesucristo sí que pagaría el IBI