martes. 23.04.2024
rey

Tenía un amigo al que llamábamos El Pelos. Manolo el Pelos. Para distinguirlo de Manolo el Gordo. Hace muchos años que ninguno destaca ni por la cantidad capilar ni por la exhibición desmesurada de las carnes. De hecho, a El Gordo ya nadie le llama El Gordo. A El Pelos poco antes de morir aun le llamábamos así: El Pelos.

Recuerdo que una vez estuve en clase de BUP con él. En una clase suya, digo. No sé a cuento de qué viene recordar eso ni sé qué pintaba yo allí. Pero fui con él a su institutito una tarde y entré en su aula para asistir a alguna clase de una asignatura que he olvidado memorizar.

El Pelos me tenía mucho cariño. Me lo dijo dos veces. Una de ellas usó estas palabras: Nunca olvidaré. Sí, su agradecimiento empezaba así, y lo que escribo a continuación sin ser una invención es un poco una reconstrucción literaria: “Nunca olvidaré cómo me admitiste entre tus amigos cuando yo no era más que uno de los chicos malos del barrio”. La frase no ha quedado muy bien pero se entiende lo que quiero decir. Lo que él me quiso decir.

Cuando le conocí teníamos quince años, bueno él uno menos. Creo. Quince años. Cuando éramos reyes. Y sí, él frecuentaba a los malos malotes de aquel barrio que se ha perdido para siempre, del que quedan sus calles, y sus casas, claro, pero en el que me cuesta reconocer que alguna vez haya sido feliz.

Estuve a punto de pelearme con él, en aquellos días de 1978, en medio del despertar de un país adormecido por la grisura aciaga de los asesinos de la Ilustración. Hubiera sido difícil, no por él, sino por mi. No nos peleamos, y años después me emocionaría escucharle su nunca olvidaré.

Mi amigo El Pelos usó durante años un collarín para evitar el aparatoso crecimiento de su desviación de la columna vertebral. Lo cual le daba un peculiar aspecto, si tenemos en cuenta que habitualmente vestía una cazadora de cuero negra como sus pantalones y sus botas y como su rizada cabellera desmesurada y a lo Buffalo Bill.

Crecimos juntos. Bebimos juntos. Nos reímos juntos. Juntos no quiere decir siempre juntos ni todos los día juntos. Quiero decir que vivimos muchas experiencias el uno cerca del otro. En cuadrilla. Mis amigos, y Manolo el Pelos era uno de ellos.

Luego nos dedicamos a crecer, a separarnos poco a poco. A vernos en contadas ocasiones. A frecuentar lugares distintos. La vida.

Hasta que hace dos años, más o menos, le volví a ver. Yo no sabía que tenía cáncer, ni él me lo dijo. Él me contó eso sí que estaba muy ilusionado con la relación que mantenía con una chica. Una chica que tenía un hijo. Y que le estaban haciendo unas pruebas, creo que de riñón o algo así. El tipo de asunto al que uno teme prestar atención porque le duele y no está preparado para afrontar el dolor compartido.

Y ya nunca más le vi.

Manolo el Pelos tuvo a mi hija en brazos cuando ella solo tenía unos espléndidos seis meses. Lloraba cuando su madre la trajo a la fiesta que había montado para mi en mi cumpleaños. Lloraba en casa de sus abuelos y su madre fue a por ella ante la angustia de la abuela. Cuando entró con ella, El Pelos se le acercó y pidió sostenerla y tenerla un rato. La tuvo, y de repente la niña se calló, dejó de llorar. Mi hija no sabe quien es El Pelos.

Cuando El Pelos falleció en el verano del año 2010, recibí la noticia en Conil de la Frontera, junto al mar, en una noche de agosto atlántica pero andaluza, en medio del peor agosto que haya vivido y espero vivir, un agosto enloquecido eso sí y redimido por la espléndida naturaleza de la voz de la mujer de mis sueños. Mi hijo estaba junto a mi en el extraño instante en que Quique me lo contó. Acabó la conversación telefónica y nos dijo a los que estábamos en ese momento con él: Ha muerto El Pelos. Mi hijo me dijo cuando regresábamos horas después a casa él y yo: Debe de ser duro perder para siempre a un amigo. Mi hijo no conoció a Manolo El Pelos, pero mi hijo sí sabe quien es El Pelos.

Cuando éramos reyes.

Cuando éramos reyes