jueves. 28.03.2024

Por Carlos Sotos | En mi experiencia vital he podido comprobar la existencia de un personaje en el que se concentra el mayor cúmulo de hipocresía y falacia: es aquel que se autodefine como sincero. “Yo es que soy muy sincero; oye” “Yo como soy muy sincero así me va” “Yo siempre voy de frente y con absoluta sinceridad”  constituyen el corolario de frases que los “sinceros” utilizan habitualmente como forma de presentación. Pero cuando el asunto alcanza su cenit  es cuando te espeta con cara de circunstancias la frase fatídica: “Te voy a ser sincero”. Amigo mío, Agárrate a los machos y prepárate para escuchar de su boca las mayores barbaridades que afectan a tu vida, tu persona y todos aquellos de tus actos actos que a juicio del “sincero” han sido nefastos para la sociedad (empresa, familia, amigos, país o comunidad de propietarios, según los casos) y que suelen coincidir milimétricamente con los que son o han sido perjudiciales para él. Recuerdo vagamente que Don Miguel Delibes decía en una de sus obras algo así como “me tengo maliciado que los interés suelen coincidir con lo justo”. Pues ahí tienes al “sincero” colocándote como un puñal en el estómago toda su autoproclamada honestidad de juicio para defender lo que solo a él interesa,  haciéndote  además, por supuesto,  un favor (“por tu bien” o porque “en el fondo te aprecio”, dirá sin pestañear”).

Otra característica del “sincero” es su proverbial capacidad para colocar su discurso en los momentos de mayor debilidad de su interlocutor. Se podría considerar a este personaje como uno de los grandes depredadores del mundo animal: espera a su presa en los momentos en que ha perdido la buena condición económica o el poder de decisión que en su día beneficiaron al sincero. Normalmente en la época de bonanza el sincero se mantiene en una etapa de hibernación durante la cual su comportamiento suele ser acrítico con su futura víctima, cuando no constituye uno de los personajes de corte del poderoso al que suele nutrir de halagos. Pero en el momento en que el sincero intuye el declive de su presa, comienza un proceso propio de las mejores episodios cinegéticos. Primero se distancia de su objetivo merodeando en la lejanía para hacer notar tímidamente su primer malestar o enfado. Luego progresa cautelosamente para comprobar si la debilidad de su interlocutor es pasajera o si deviene en permanente. Entre tanto va salpicando sus críticas en el entorno del sujeto al que se va a someter al episodio de sinceridad a modo pequeñas trampas debilitatorias;  y cuando considera que su víctima está en su declive definitivo, entonces el sincero ataca frontalmente a la yugular y te dice eso de “¿Tienes un minuto?… Quiero hablar contigo con total sinceridad”.

Esos arranques de sinceridad de los hipócritas tan excepcionalmente descritos en la literatura universal a través de personajes únicos como el Lago del drama de Otelo de Shakespeare o el Tartufo de Moliere y en tantos otros de los autores de nuestro siglo de oro, deberían de formar parte de los manuales de psicología del comportamiento y sin duda en todos los relativos a modelos de actuación en todos los ámbitos sociales. El que estos animales urbanos (aunque extensibles a todos los espacios naturales) sigan proliferando nos ilustra de hasta qué punto está extendida la estupidez humana.

Por último, creo que la sinceridad como expresión benéfica de la conducta personal es ante todo una impostura. Nadie puede en su sano juicio ser “extremadamente sincero” ni “decir siempre lo que se piensa”, a no ser que padezca un grave fallo neurológico que deteriore  su capacidad  de inhibición y su autocontrol.  Sin esa afortunada limitación de la conducta humana,  la libre y desordenada verbalización de todo lo que se nos pasa por el magín nos convertiría en una especie de seres asociales, inaguantables y odiosos incapaces de soportar a los demás o ser soportados. Imagínense que ante los diferentes estados anímicos por los que pasamos diariamente nos viéramos en la obligación o en la necesidad de transmitirlos de forma inmediata y sin filtro alguno, “sinceramente” a los demás. Sería de una  descomunal grosería y solo un gran zafio sin recursos sociales podría permitirse tales comportamientos.  Sin duda que estos personajes existen. Pero dudo que nadie los califique “sinceramente” de sinceros. No es mi caso, porque pienso, en definitiva, que no existe nada más falso e insincero que un “sincero”. 

Animales urbanos: el sincero