viernes. 29.03.2024

"En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas" (Jn. 1:1-3).

Sí, al principio fue el verbo, y habitó entre nosotros, y armó la de dios es cristo. Después vino el caos. Y el hombre, envuelto en un océano de acechanzas quiso poner orden, organizarse, vivir. Todo estaba desregulado, no había leyes, no existía el Estado, no había justicia, y la libertad era un término por acuñar. Mandaba el más fuerte, y el más fuerte tenía tanto miedo como el que no lo era pero tenía la fuerza. Temerosos del rayo, de las riadas, del huracán, del terremoto, de las fieras, de los demás, el hombre comenzó a preguntarse cosas sin importancia, por qué la noche, por qué el día, por qué la luna, por qué el sol, por qué el frío, por qué el calor, de dónde la vida, a dónde la muerte, de dónde el árbol que da frutos, de dónde el que da sombra. ¿Y el fuego? ¿Y la rueda? ¿Y las verduras y los rebaños? No había leyes, todo estaba desregulado, sólo la ley del más fuerte. Fue hace mucho tiempo, poco después de que al principio fuera el verbo.

Y sí, el ser humano comenzó a cavilar, y se agrupó en tribus, en poblados, en organizaciones más complejas. Y llegó a sembrar imitando a la naturaleza, incluso a dominar a los animales más dóciles para su alimento y vestido. Y, observando, se dio cuenta de que los ríos crecían por leyes naturales y puso reglas para aprovechar las aguas y para repartirlas, por lo menos desde las civilizaciones más antiguas del mundo, aquellas que surgieron en esos lugares surcados por el Tigris y el Eúfrates y que tuvieron la desgracia de esconder bajo su suelo toneladas de oro negro. China la milenaria, Mesopotamia, Egipto, Mohenjo-Daro, Harappa, las culturas Azteca, Maya, Inca, Persa, Cretense, Griega y Romana. El mundo fue avanzando, lentamente, sobre la miseria de los más, pero avanzando a base de regulaciones, de leyes escritas o no que pretendían hacer posible la existencia de los hombres con las furias de la naturaleza y las de los hombres que sólo miraban por ellos. Una civilización moría, la siguiente se abría más y sus conquistas alcanzaban a más conforme las leyes que las regían eran elaboradas por más gente. Así a los imperios míticos de Mesopotamia y Egipto, dónde los sacerdotes sometían a la población al esclavismo porque conocían la astronomía y los fenómenos meteorológicos, porque a partir de ahí inventaron la religión tal como hoy la conocemos, y el infierno, y el cielo, sucedió Grecia, la Grecia clásica, que vivía también sobre un montón de esclavos, pero dónde el hombre comenzó a pensar en plural, a hablar de derechos y a regularlos por primera vez en la historia de la Humanidad. Roma imitó el modelo griego y tras su derrumbe, llegó de nuevo la oscuridad de la mano del cristianismo erigido en religión de un imperio dividido que no era ni sombra de lo que fue.

Y tras más de mil años de tinieblas, de pensamientos baldíos, de escolástica represora y risible, vía Córdoba, surgió el Renacimiento, y trajo el Estado de los Reyes Católicos y de Maquiavelo, con sus muchísimos errores, un avance gigantesco respecto a los periodos anteriores: El poder de los nobles fue sometido, aunque perduró para nuestra desgracia el de la Iglesia. Y las luces del Renacimiento parieron a las de la Ilustración, y éstas trajeron la revolución francesa, madre a su vez de todas las ocurridas en el siglo XIX y, también, de la que posibilitó la existencia del Estado del bienestar en Europa tras la II Guerra Mundial: La Revolución Rusa, que fue un salto evolutivo sin precedentes en nuestra historia pero que quizá no surgió ni en el lugar ni en el tiempo adecuado. Todos, absolutamente todos los avances de la Humanidad, se han hecho a base de regulaciones, jamás desregulando como se hace ahora, cuando de nuevo los imperios parecen tambalearse y las luces de las tinieblas nos amenazan como si la aldea global fuese sólo uno de los miles de pueblos bíblicos a los que el Dios de Abraham asolaba cada vez que se encontraba aburrido o se le ponía en gana.

Al capitalismo jamás le gustó la democracia. Ésta le fue impuesta por el movimiento obrero, pero sobre todo por el temor de los capitalistas al contagio de la Revolución Rusa. Desde que acabó la II Guerra Mundial, el objetivo de las principales potencias Occidentales fue asfixiar a la Unión Soviética por el medio que fuese. Los dueños del capital pensaban que nada se podría hacer en Europa, por entonces y todavía hoy principal potencia comercial del mundo, si la URSS seguía en pié. Thatcher y Reagan, representando a la oligarquía mundial antidemocrática, culminaron la guerra santa contra la URSS y al final cayó el muro, y se nos cayó encima. Decían que había acabado la guerra fría, que era el fin de la historia –qué estupidez– y que comenzaba otro tiempo. Ya lo creo que comenzaba, de inmediato, sin la amenaza soviética, todos los Estados democráticos del mundo que habían conseguido cierto bienestar para su población, comenzaron a imitar las políticas de la llamada “Dama de Hierro” –de la Edad del Hierro, diría yo– y del actor que nunca lo fue hasta que fue Presidente de la nación más poderosa y desaprensiva de la Tierra.

Cumplido el objetivo de derrotar a la URSS, nunca más hubo una estrategia bien planificada sino que los poderes mundiales actuaban sobre la marcha, a ver qué pasa. Y no pasaba nada, sólo que ya no había muros que derribar y el terreno a conquistar aparecía expedito, libre de defensas. Aquél éxito inesperado provocó un regreso al pasado no imaginado por sus promotores, y supuso el sometimiento de la democracia –que comenzó a dejar de serlo– a la oligarquía global. Con la ayuda casi incondicional de los medios, se comenzó por privatizar pequeñas empresas estatales, por desregular tal o cual actividad sin que la respuesta ciudadana fuese nunca lo suficientemente drástica o siquiera visible. Iban ensayando, como un biólogo en su laboratorio, para no dar pasos en falso. Sin embargo, el nuevo mundo –viejo, el más viejo de todos– que vislumbraban los del pasado no podía ser del todo, hacía falta algo que terminase por demostrar a los ciudadanos de los países europeos más desarrollados que sus derechos habían caducado. Derrotada la URSS, se trataba de acabar con su hijo bastardo: el modelo político y económico europeo. Dudaron, no mucho más que cuando arrojaron las bombas atómicas sobre Japón, pero dudaron, hasta que se decidieron a apretar el botón. El 11 de diciembre de 2001, China, un gigantesco y pobladísimo país que todavía se decía comunista, entraba en la Organización Mundial del Comercio ante el alborozo de los dueños de todo. Los mandatarios chinos presentaron aquello como una versión actualizada de la NEP de Lenin pero a lo bestia; los mandarines de Occidente, que llevaban años explotando allí, como una victoria de la libertad.

Con la URSS desaparecida y China convertida a la religión capitalista-esclavista, el bastión europeo era pan comido. El aburguesamiento de los dirigentes y militantes de los partidos de izquierda, el individualismo indolente de la población y un hedonismo muy mal entendido y propiciado por los medios, permitieron que varios caballos de Troya se colasen en el interior de Europa. El primero fue el Reino Unido, qué como siempre sostuvo De Gaulle –de quien no comparto casi nada– nunca debió entrar en Europa porque no creía en ella. Al Reino Unido se le puso alfombra roja y se le dio cuanto pidió por su boca y un poco más. En pago a esa generosidad europea, Gran Bretaña se convirtió en el vigilante de los intereses norteamericanos en el viejo continente, por lo que recibió patente de corso para crear decenas de paraísos fiscales a dónde los ricos de todo el mundo llevarían sus ahorrillos, eso sí, siempre dirigidos desde la City. Otro Caballo de Troya fue la creación del Euro y del Banco Central Europeo a imagen y semejanza de Alemania, bajo sus estrictas órdenes y a merced de sus intereses exclusivos. La cesión de soberanía de los países miembros de la UE y su ampliación hacia el Este fueron la culminación del desarme físico y moral de una Europa que había renunciado a sus sueños metiéndose en la boca más oscura de lobo más fiero. ¿Qué podía ofrecer a partir de entonces Europa al mundo? ¿Tecnología alemana, sol y playas, turismo cultural, mantequilla, diseño, museos? ¿Libertades,  Estado del bienestar y derechos exportables? No, ni mucho menos, eso estaba fuera de sitio, de contexto y de tiempo. No habían hecho la contrarrevolución global para favorecer al enemigo. Europa, como el resto del mundo, podía ofrecer desregulación y pobres, mano de obra barata y el inmenso botín –tal vez el mayor del mundo– que custodiaba para el sostenimiento de la Sanidad, la Educación, la vejez, y las prestaciones sociales públicas y universales. Desregulación, privatización y empobrecimiento fueron sustituyendo poco a poco a Libertad, Igualdad y Fraternidad, y los gobiernos europeos, sometidos al poder financiero, pusieron en la aplicación de esas nuevas máximas su máximo empeño hasta llevarnos a dónde hoy estamos, al borde del naufragio general de un continente que durante siglos explotó al mundo de forma cruel, que no ha querido aprender de su terrible siglo XX y que, incapaz de cualquier gesto solidario interestatal, se apresta a desprenderse de lo mejor que de sí mismo pudo dar al mundo: La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano y el Estado del Bienestar.

Las siglas UE nada tienen que ver hoy en día con una pretendida unión europea que ha sido dinamitada por los cuatro puntos cardinales; por el contrario, si podría definir a una unión de estafadores, de malhechores, de rufianes, de malnacidos dedicados a destruir todo lo que se edificó durante siglos de luchas y a dejar la palabra democracia reducida sólo a eso, a una palabra  vacua, sin contenido, ajena por completo al interés general, incluso a su origen etimológico. Y no es que exista una desafección de los europeos conscientes hacia la política ni hacia Europa, es que los personajillos que desde hace años dirigen Europa –inmensamente mediocres sean de la nacionalidad que sean- son desafectos a los europeos, lo que inevitablemente –si queremos sobrevivir- nos llevará a otra nueva revolución que barra la casa común de parásitos, mequetrefes, correveidiles y mediocres que no son capaces de ver más allá del cristal de sus gafas.

UE: Unión de Estafadores