jueves. 18.04.2024

El 17 de junio de 1972, un grupo de asalariados de Richard Nixon, inquilino de la Casa Blanca por la gracia de Dios, asaltaba la sede del Partido Demócrata en el complejo Watergate de Washington. El país vivía uno de los periodos de protestas políticas más efervescentes de su historia, tanto a favor de los derechos civiles como en contra de la masacre que su ejército estaba llevando a cabo en Vietnam. Conviene no olvidar que Nixon ha sido el Presidente de cualquier país que más bombas ha arrojado sobre otro. Tras muchos desmentidos y dilaciones, las investigaciones de los periodistas Bernstein y Woodwort –estupendamente interpretados por Robert Redford y Dustin Hoffman en Todos los hombres del Presidente- obligaron a intervenir en el caso a la Corte Suprema, el Senado y la Cámara de Representantes, concluyendo con la dimisión de Nixon y el posterior indulto que para todos los delitos que pudiese haber cometido durante su mandato le concedió su sucesor Gerald Ford. Al lado de lo que estamos viendo de un tiempo esta parte, el escándalo Watergate fue un juego de niños, una trastada irrelevante también comparada con el asesinato de cientos de miles de vietnamitas que probablemente no sabían ni de qué lugar del planeta venían aquellos hombres cargados de muerte. Pero, al fin y al cabo, Nixon, como Al Capone, tuvo que dimitir aunque fuese por un delito infinitamente menor y las protestas ciudadanas lograron que Estados Unidos abandonase el país asiático al que nunca habían declarado la guerra oficialmente.

Desaparecida la URSS, Estados Unidos quedó como única potencia hegemónica y decidió globalizar su sistema político y económico sin que nadie osase levantar la voz. Habían llegado ya Thacher y Reagan, las protestas civiles se habían evaporado como por encantamiento y la agresión a la democracia y a los derechos que le son consustanciales había comenzado una carrera imparable que nos ha llevado hasta lo que hoy sufrimos globalmente. Estados Unidos jamás tuvo un sistema de protección social, ni seguridad social pública, ni derechos laborales, ni otro valor diferente al tanto tienes, tanto vales. Valga un ejemplo para tratar de explicar cómo funciona actualmente un planeta en el que, siguiendo el modo de vida norteamericano, todo gira alrededor del dinero: En 1929 Alexander Fleming comunicó a la comunidad científica que había descubierto la penicilina. En los años siguientes su uso se extendió a todo el mundo para salvar millones de vidas sin que nadie pusiese ningún tipo de cortapisas políticas ni económicas a su uso global. Actualmente, los laboratorios farmacéuticos yanquis, británicos, franceses o suizos gastan miles de millones en investigar para curar enfermedades que muchas veces ellos mismos han creado, sin embargo las patentes están arruinando a los sistemas de seguridad social de los países que los tienen y los convierten en inaccesibles para aquellos que no los tienen: No investigan para sanar a quienes padecen graves enfermedades, lo hacen simplemente para enriquecerse, y de ello son tan responsables quienes mandan como los científicos que se pliegan gustosamente a un sistema manifiestamente repugnante.

Si la degradación de la democracia comenzó a notarse de forma alarmante con la llegada Reagan y Thacher al poder y su empeño en dejar libre de toda atadura al capitalismo y los capitalistas, en nuestros días ha llegado a extremos difícilmente imaginables por aquellos días. Entre los partidos que en todo el mundo pueden llegar al poder gracias a su influencia mediática, no hay uno solo que exija el control de las transacciones financieras por parte del Estado democrático; ni uno que pida la globalización de los derechos políticos, laborales y sociales; nadie que hable –como se hacía en los años veinte- de prohibir la guerra, la explotación, la pobreza; ni un solo dirigente que abandere de forma seria la abolición de los paraísos fiscales que controlan la City londinense, y esos dos modélicos países llamados Suiza y Luxemburgo; nadie que hable de la necesidad de regular el comercio hasta hacerlo justo ni de combatir de forma seria y contundente el progresivo deterioro que está sufriendo el planeta que nos permite vivir. Nunca –otros lo harán, yo no- compararé a Zapatero, con todos sus defectos, con Rajoy, el primero quiso ampliar derechos y si hubiera dimitido aquel fatídico mayo de 2010 habría pasado a la historia con mayúsculas, pero para el segundo su único objetivo es destruir todo lo conseguido hasta la fecha como derechos inherentes al ser humano, y que nadie se llame a engaño, no es por la crisis, es sencillamente por ideología. Pero Zapatero no tuvo el valor de presentar su dimisión aquel día en que le obligaron a decidir contra su presunta ideología y desde entonces el descrédito de la casta política no ha hecho más que crecer al calor del no hay otro camino y de la impunidad de los delincuentes que medran en ella.

Llegó Obama al poder. Bien. Muchos nos alegramos. Era un negro en la Casa Blanca, o al menos eso parecía. Una persona a la que presentaron como educada y comprometida con los derechos civiles, delgado, bien trajeado, hábil, buen orador, y punto. Ni una sola de sus promesas electorales ha sido cumplida. El campo de exterminio de Guantánamo sigue abierto, un tercio de los ciudadanos, o lo que sean, yanquis no tienen derecho a la asistencia sanitaria, más de cincuenta millones de yanquis viven en la más absoluta de las exclusiones sociales y la guerra preventiva sigue siendo el instrumento más usado por la Casa Blanca. En efecto, da igual que sea blanco o negro, lo importante es que cace ratones, y a nadie sorprenda que en los próximos años, si cumple con los requisitos previamente diseñados por los asesores por los verdaderos dueños del poder, podamos ver en la Presidencia de ese país a un chicano o un biznieto de aquellos chinos que llegaron hace ciento cincuenta años para construir el ferrocarril.

A nadie importa que los trescientos millones de norteamericanos estén siendo espiados telefónicamente por su policía, que te puedan crear en una fracción de segundo un historial delictivo y ordenen tu detención inmediata a la Interpol o a quien sea; a nadie que miles de inocentes mueran en primaveras que son cruentísimos inviernos y que sólo persiguen controlar militarmente los lugares donde están las materias primas del futuro; a nadie que se torture sistemáticamente en cualquier lugar del planeta, que las policías tengan patente de corso, que los banqueros que trajeron esta inmensa estafa den clases magistrales de ética, que un tercio de nuestros conciudadanos no tengan para comer, que la Representación se haya convertido para muchos en una forma de enriquecimiento, que la inmunidad en impunidad. Lo que de verdad importa a esta democracia putrefacta es que Snowden, Manning, Assange o los cientos de personas que protestan cada día contra el capitalismo salvaje, contra los desahucios y lanzamientos, contra la explotación y la impunidad, contra la destrucción de los derechos humanos más elementales, sigan en libertad porque son las únicas voces que se alzan contra un orden mundial que ya destruyó dos veces el mundo en el siglo pasado aunque ahora usen otro disfraz.

Conviene no olvidar que el mismo año que el nazi-fascismo católico destruía España, en 1936, se celebraron en Berlín, pese a las advertencias de los Snowden, Manning, Sampedro, Chomsky, Oliveres y Assange de entonces, las Olimpiadas de verano con la asistencia entusiasta de todas las grandes democracias del planeta. Cuando los poderosos para salir a las calles tienen que ir rodeados de guardias pretorianas, de esbirros y lacayos, la democracia ha dejado de existir. Toca limpiar la casa y comenzar de nuevo desde abajo, sin contemplaciones y sin dilaciones. Esto se ha acabado.

Enciclopedia del Holocausto

La imparable putrefacción de la democracia