jueves. 28.03.2024
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Los historiadores españoles José Antonio Pérez Pérez y Raúl López Romo defienden, con una honestidad a la que la sociedad civil española tiene muchísimo que agradecer, la importancia de su oficio. Y lo vienen haciendo ante y en un escenario complicado, nuclear para el futuro de la convivencia futura de la democracia española: el País Vasco. En las conclusiones a su impecable texto “La memoria histórica del franquismo y la Transición” (contenido en José Antonio Pérez Pérez y Fernando Molina Aparicio (editores): El peso de la identidad: mitos y ritos de la historia vasca, Marcial Pons Historia/Instituto de Historia Social Valentín de Foronda, 2015), cualquiera que tenga una mínima sensibilidad y afecto por el oficio de cuantos nos dedicamos a escribir Historia puede detectar un monumento a la reivindicación de nuestra tarea, la tarea de los historiadores.

He disfrutado de la lectura del libro editado-coordinado por Pérez y Molina, y quiero poner este capítulo, dedicado al franquismo y a la Transición, como ejemplo paradigmático de la emocionante profesión (a la que asimismo yo dedico buena parte de mi tiempo) que es esta disciplina que sirve para explicarle a la sociedad civil cómo ha llegado hasta aquí.

vascoConsidero imprescindible reseñar de ese magnífico capítulo cuanto a continuación destaco, obtenido de las conclusiones del mismo, y he querido resaltar todo aquello que la auténtica Historia opone a la problemática memoria histórica, tomando como ejemplo el asunto central del texto escrito por José Antonio Pérez y Raúl López, que es en cualquier caso el conocimiento de lo que pasó en el País Vasco durante el franquismo y la Transición.

Es habitual que se acuda al pasado para hallar en él lo que interesa, algo muy habitual en los nacionalismos a lo que el vasco no es ajeno, por supuesto, capaz como ha sido y sigue siendo de hallar en lo pretérito, en lo más pretérito, incluso, los orígenes nada menos que del pueblo vasco. Pérez y López lo explican así:

“El recurso a ciertos acontecimientos pretéritos para legitimar demandas del presente es una práctica secular. Desde antiguo, poderes públicos han hecho discursos sobre su pasado imaginario. Las culturas políticas modernas también suelen integrar una visión de sus orígenes con el fin de potenciar su cohesión interna.”

La labor de los historiadores es fundamental porque le permite a la sociedad civil develar las falacias que resultan de inventar una tradición o imaginar algo fulgurante que justifique determinadas acciones del presente:

“Hay personas y organizaciones que pueden recurrir al pasado para conseguir un titular impactante (uso de la Historia como herramienta de prestigio), o para idealizar determinados episodios en cuya tradición gustan de verse inscritos, frente a sus adversarios, a los que insertan en otra herencia menos luminosa. Es parte del trabajo de los historiadores señalar y analizar estas deformaciones, puesto que la memoria es siempre parcial y subjetiva, olvida tanto como lo que recuerda, mientras que la historiografía se pretende plural y compleja, proclive a no ocultar acontecimientos que resulten incómodos, y está sometida al escrutinio de la comunidad de profesionales.

[…] Hay otros agentes sociales que recurren a políticas de la memoria con el fin de justificar comportamientos inciviles. En estos casos, el papel de los historiadores no sólo consiste en desmontar las falacias de los constructos seudohistóricos, sino en evitar su equiparación con otras formas de tergiversación que, aun careciendo de rigor, no sirven para poner en cuestión las bases de la convivencia de una sociedad”.

También existen las “iniciativas bienintencionadas”. Yo les matizo a los autores, aparentemente bienintencionadas, según mi criterio. Y es que el Instituto de la Memoria del País Vasco, creado en 2015 con el nombre de Instituto de la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos (Gogora) reúne “en torno a un mismo centro la memoria de las víctimas de las diferentes formas de violencia política que se han vivido en el País Vasco durante los últimos cien años desde la Guerra Civil y la represión franquista, pasando por el terrorismo y los abusos policiales que se produjeron hasta bien entrada la Transición”. Algo que “tiene un peligro evidente”.

A cuantos sembraron el terror en España desde el País Vasco, y especialmente en ese territorio que decían defender, les sobraba memoria. En realidad, les faltaba memoria, pues lo que les sobraba, a ellos y a quienes ahora les reescriben sus fechorías, es memoria, memoria desalmada, memoria inventada, memoria tergiversada. Falsa memoria. Memoria asesina. José Antonio Pérez Pérez y Raúl López Romo representan a los historiadores que han sabido detectar dónde está el meollo de la bestialidad del nacionalismo radical vasco: en una memoria que coloca a sus héroes en un lugar desde el cual autorizarles a ellos sus matanzas:

“El imaginario del nacionalismo vasco radical ligado a ETA está, desde sus orígenes en la década de 1960, sazonado con memoria. Memoria, primero, de los gudaris muertos en la Guerra Civil, en cuyo nombre se proclamaba la continuidad de la contienda. Y luego, memoria de los etarras que fueron perdiendo la vida en su enfrentamiento contra las fuerzas de seguridad del Estado.”

Durante la Transición, habría parecido lógico que ETA hubiera dejado de matar dado que se había creado para combatir una dictadura, aparentemente, pero lo que ocurrió fue más bien la demostración de que ETA nació bajo el franquismo pero se enquistó en la sociedad vasca por medio du su política de la muerte, la culminación del desprecio hacia lo español del nacionalismo vasco sin escrúpulos, ese lado oscuro del nacionalismo vasco donde se posó el odio basado en el absoluto desconocimiento del verdadero pasado:

“Las políticas de la muerte son, al mismo tiempo, políticas de la memoria porque, al traer al presente a alguien que ya no está se establece de forma implícita una comunidad entre los vivos y los muertos, que formarían parte de un mismo grupo y que serían, por tanto, de los nuestros. La Transición fue un momento particularmente intenso en la dinámica de creación de acontecimientos mnemónicos, porque se presentó como una etapa clave para el renacimiento de la nación (para otros la nacionalidad) vasca.”

Y ahí es donde resplandece la importancia de la labor de cuantos nos dedicamos a la Historia, algo que Pérez y López determinan a la perfección:

Es tarea de los historiadores analizar cómo y por qué dichas prácticas pudieron prender con fuerza y, en este sentido, su labor se habrá de alejar de simplificaciones para el consumo de los convencidos de antemano, partiendo de la idea de que en la Historia nada es inevitable sino el fruto de una compleja interacción de factores contextuales y decisiones individuales.”

¿Qué relación hay pues entre memoria e Historia?

Historia y memoria no son antagónicas. La primera puede integrar a la segunda como una fuente rica para estudiar el pasado a través de las mentalidades, siempre que se emplee un método exigente, que vaya más allá de la superposición de testimonios. Al mismo tiempo, la Historia está entrecruzada por las experiencias y los recuerdos de quienes la escriben, seres humanos a fin de cuentas, con sus preocupaciones y sus anhelos, relacionados con la época que les ha tocado vivir”.

Dicho todo esto, ambos autores cierran su acertado texto mostrando su ambición como los historiadores que son, una ambición dirigida a “que cada vez crezca más, también en el País Vasco, el número de aquellos que se acercan al pasado para tomar conciencia de su complejidad y no para reforzar un relato poco crítico que ensalza, a conveniencia de prejuicios ideológicos actuales, determinados hechos pretéritos mientras hunde en el olvido otros pasajes llenos de sombras.”

Palabra de historiador(es).

La memoria y la historia: el terror y el País Vasco