viernes. 29.03.2024

Nadie lo expresó mejor que Frédéric Lordon en su artículo del pasado mes de septiembre en Le Monde Diplomatique : “La igualdad y la democracia real no pueden ser efectivas cuando la sociedad es abandonada al dominio sin límites del capital, comprendido como lógica social y como grupo de interés”. En estos términos se sitúa hoy la gran división de la socialdemocracia francesa.

Un domingo de enero en 2012 de pre-campaña electoral a apenas 100 días de las presidenciales, François Hollande ofrecía su primer gran discurso público frente a varios miles de simpatizantes titubeantes y carentes de entusiasmo. Vencedor en los penaltis de unas primarias socialistas en la que nunca hubiera triunfado si Dominique Strauss Kahn no hubiera sido “víctima” de sus arrebatos venéreos, la confianza o el respecto hacia el que sería nombrado presidente meses más tarde era ante todo fruto del hartazgo mayoritario del pueblo francés con el reinado republicano de Nicolas Sarkozy. En pleno discurso, Hollande anunció que su “verdadero adversario”, sin rostro ni partido, era “el mundo de la finanza”. De repente, la expectación vacilante de una gran mayoría de la izquierda se convirtió en júbilo. El simpático y calculador apparatchik del partido había dado el salto al liderazgo político.

Y llegaron las elecciones, el triunfo, La vie en rose en la Plaza de la Bastilla, el adiós de Sarkozy que sonaba ya entonces a un efímero “hasta luego”, el trámite victorioso de las legislativas, la composición del nuevo gobierno... y la realidad. Hollande debía elegir - en un contexto de desempleo creciente, de déficit inquietante y de deuda pública en torno al 90 por ciento del PIB - entre un socialismo de la oferta o un socialismo de la demanda; entre orientar el foco sobre el bienestar de los hogares o sobre el hambre de rentabilidad que anhela la esfera empresarial.

La imposición sobre las transacciones financieras y el tramo impositivo del 75 por ciento previsto para los ingresos superiores a un millón de euros quedaron como proyectos quiméricos que la realidad económica no permitía llevar a cabo. El inmovilismo del primer año y medio de mandato se tradujeron en un Pacto de Responsabilidad que, no solamente no incrementó el prestigio del presidente entre la opinión pública, sino que comenzó a fraguar la gran fractura en el seno del Partido Socialista francés (PS).

Este pacto, que tenía la vocación de simplificar ciertos procedimientos administrativos, abogaba por la reducción de las cotizaciones sociales asumidas por el sector privado con el objetivo de crear un millón de empleos en el plazo de cinco años. El principio era claro: para reactivar la economía, el crecimiento no debía asentarse en el incremento del poder adquisitivo de las familias sino en la reducción del coste del trabajo. El importe ahorrado por cada empresa - y asumido en buen parte por el Estado de manera indirecta - debía así repercutir en la creación de nuevos empleos.

El resultado fue indiscutible: el desempleo progresó un 5 por ciento a lo largo del año 2014 mientras los dividendos ofrecidos por las empresas francesas crecían hasta un 30 por ciento en el segundo trimestre de 2014. Las exoneraciones fiscales ofrecidas al sector privado se convertían en una transferencia de fondos del Estado a los accionistas de las empresas; el que otrora se vanagloriaba de ser el gran adversario de la finanza comenzaba a disfrazarse de cómplice de los grandes especuladores.

La contestación contra el giro liberal del gobierno

En este clima nacieron los frondeurs, término que puede traducirse por protestatarios, y que agrupa al ala más progresista del Parido Socialista francés. Claros opositores al Pacto de Responsabilidad, los contestatarios temían una debilitación del modelo social francés y han buscado estos últimos meses un acercamiento con el Front de Gauche de Jean-Luc Mélenchon y otros movimientos a la izquierda del PS.

El que fuera ministro de Economía, Arnaud Montebourg, criticó duramente cuando todavía ocupaba el cargo las medidas económicas impulsadas por el presidente, pidiendo soluciones alternativas a la austeridad, a la reducción forzada del déficit y a los regalos fiscales otorgados al entramado patronal.  Hollande decidió forzar una crisis de gobierno en la que desaparecieron todas las voces críticas: una purga por la preservación de una línea socio-liberal que cada día se desprende un poco más de su lado social. Montebourg fue así reemplazado en la cartera de Economía por el joven y ambicioso Emmanuel Macron, un ex-asesor con pasado de banquero en la banca Rothschild cuyo discurso podría muy a menudo identificarse con la derecha liberal de la UMP de Sarkozy. 

Dos meses más tarde, los Presupuestos del Estado para 2015 fueron votados con 39 abstenciones de diputados socialistas, contrarios a una política de reducción del gasto público. Finalmente, hace unos días, la controvertida Ley Macron, que pretende, entre otras medidas, liberalizar el trabajo dominical  y flexibilizar el acceso a las profesiones liberales, fue rechazada por los diputados contestatarios socialistas, obligando al gobierno de Manuel Valls a aprobarla por decreto, recurriendo a un controvertido artículo de la Constitución francesa. En esta última votación, hubo 25 frondeurs que se abstuvieron y 31 que votaron contra la ley impulsada por el nuevo ministro de Economía. (El total de diputados socialistas en la Asamblea Nacional es de 288.)  Los contestatarios indicaron que en ningún caso deseaban la caída del gobierno sino un giro completo de su política económica.

Parece evidente que la socialdemocracia en el Hexágono se fragmenta en dos corrientes cada día más irreconciliables. La deriva estalinista del PS pretende asegurar un final de mandato sin ningún atisbo de disidencia o de discordia, con el binomio Valls-Macron encabezando la firme defensa de una política económica que, desde la derecha, se considera como pragmática aunque insuficiente, mientras que desde la izquierda se concibe como una traición al electorado progresista de 2012.

La crisis económica que vive Francia y la falta de carisma de su presidente han convertido a François Hollande en un digno sucesor de la política liberal de su predecesor Nicolas Sarkozy. Los más de 18 millones de franceses que votaron por su programa en la segunda vuelta de las elecciones de 2012 anhelaban un país más igualitario, menos sometido al poder de unos mercados cada día más incontrolables. La socialdemocracia tenía la oportunidad de reivindicar su espacio en un contexto de necesaria regulación. Sin embargo, la mimetización de las medidas socialistas con las políticas conservadoras de los diez años precedentes han reforzado la idea extendida por el Frente Nacional del “todos iguales”, de ese juego de palabras llamado “UMPS” en el que socialdemócratas y conservadores forman parte de la misma realidad. Los frondeurs tienen hoy la oportunidad de dibujar una alternativa política al reduccionismo retórico de la extrema derecha y a la amnesia de un presidente que olvidó quién era su adversario.

Cronología de una fractura