jueves. 25.04.2024

Es el canallazgo, un régimen donde la libertad de ser mediocre, la dictadura del precariado intelectual y las ideologías jerarquizantes de la desigualdad y la dominación se dan la mano en un occidente que, con su falaz aserto “tenemos el sistema menos malo conocido”, cierra las puertas a un mundo verdaderamente justo

Estamos en manos de canallas. Es una variante de otra frase aún con menos certeza que pronunciaban nuestros mayores ante cualquier injusticia social televisada: ¡en manos de quién estamos! Hoy queremos ser capaces de acertar a señalar qué y quiénes son esos en cuyas manos estamos, en cuyas manos nos hemos puesto, a cuyas manos permitimos manosearnos, manejarnos, hacer y deshacer a su antojo, el antojo de unos límites que ellos han creado y que llaman ley (no todas las leyes, está claro, emanan de ese antojo), donde las dudas sobre la distancia entre lo ético y lo legal quedan despejadas.

Pienso en cada acto cotidiano: por ejemplo, ponerse delante de la tele, creer que en la gama de canales que se ofertan (se imponen) está el acto ingenuo de servicio público de información, de contar sin más lo que pasa, sin que medien aspectos de carácter político, entre los que se encuentran los económicos. Obviamente, político aquí no es partidista, aunque la consecución de ciertos fines, claro está, se materialice en los partidos, especialmente en aquellos en cuyo ideario y/o praxis podemos identificar ideologías de la desigualdad).

Canallas son gobernantes y hombres de poder xenófobos que luego se persignan, como canallas son esos –suelen ser los mismos- que se enriquecen a costa del empobrecimiento de los trabajadores. Canallas son también esos comentaristas de tres al cuarto, intelectualmente mediocres, que, por estar capitalizados simbólicamente en las destrezas discursivas que el mercado de intercambios lingüísticos sanciona como adecuadas (como explicara Bourdieu), pasan, en apariencia, por ser honestos y poseedores de la verdad y el conocimiento. Canallas son los que editan espacios televisivos o periodísticos, de consumo masivo, y que ponen a aquellos el micrófono en la boca y nos hablan de objetividad, imparcialidad, neutralidad, sin que los asistentes al espectáculo (des)informativo puedan, con certeza, acertar a dilucidar sus conceptos. La luz es difusa para identificar a los canallas.

El mundo es construido desde el atril del partido, desde la rueda de prensa, convenida en hora interiorizada en la útil agenda informativa que ordena el día; desde la televisión y el titular (limitado en su esencia misma) en las definiciones de los otros, partiendo del auto construido punto cero de la (falaz) neutralidad.

Nos han despojado de la filosofía de tal modo que es imposible que el ciudadano educado en la precariedad para el precariado pueda establecer la línea de continuidad de todo este sistema filosófico de las definiciones de los otros y la definición propia, en el ahora mismo del mediatizado mundo que 1) el cine de gran presupuesto y efectos especiales reproduce e inventa; 2) los articulistas y comentaristas y presentadores televisivos y radiofónicos de escrúpulos e intelectualidad a la altura  de un gusano –en algunos casos más que en otros, y excepciones hay- construyen, donde el género periodístico noticia (incluso la opinión misma) se confunde con el hecho mismo o, peor, con la invención de una realidad paralela intencionadamente edificada respecto de los intereses de un grupo social-económico-político específico; 3) el político profesionalizado, aspirante a cargo desde su adolescencia, defiende, porque el cargo actual y futuro le va en ello; 4) el maestro de corta y poca formación eleva a la altura adecuada que precisa el maniqueísmo jerarquizante de lo correcto y lo incorrecto, de lo bello y lo no bello, de lo superior y lo inferior, de lo universal y lo no universal, es decir, lo tuyo frente a lo del otro, tú que hablas una lengua, frente al otro que no llega, que habla en dialecto o, peor, como sostuviera Pidal, “jerigonzas de negros” (llámenle intelectual); tú que tienes historia frente al otro, al que –oh, un intelectual más dixit- ni historia tiene; tú que vives en un sistema y no un régimen; tú, demócrata y no populista; tú, hombre (blanco), no mujer (de cualquier aparente color). ¡Qué destino le depara al otro –piensas desde el sistema-mundo, construido a tu imagen y semejanza- sino la tutorización y el oenegeísmo!

Las masas piden a sus gobernantes neoliberales, colocados en sus puestos por el pensamiento neoliberal de los votos de las masas, algún atisbo de humanidad: ¡piden, a las ideologías de la desigualdad, ideología de la igualdad!

Es la contradicción de nuestro tiempo, donde la tasa de alfabetización y comodidades están a años luz del ayer. La línea de continuidad no contrapone aquella dureza con la felicidad, aquel analfabetismo con la intelectualidad generalizada, aquella sinrazón con el haber aprendido de los errores, como los discursos de la mediocridad vienen construyendo desde hace décadas. La línea de continuidad es la del canallazgo, ese sistema de la indolencia edificado desde la construcción del otro como inferior, para someterlo, para arrebatarle su tierra, su cultura, su historia, su vida y su familia, para esclavizarlo, (pseudo) argumentando sobre su no humanidad, su condición de inferior, para descubrirlo, para conquistarlo, para interiorizarlo sin solución posible para él/ella. Un sistema construido sobre las bases de la ideología de la desigualdad encargado de expoliar hasta el último suspiro, incluyendo el conocimiento, cada hallazgo humano de los inferiorizados, para autodesignarse la luz y la razón que ilumina el mundo, sobre el que ya no es preciso ni discutir el auto asumido derecho –supremo, como no puede ser de otro modo- de apropiación, llamando a esto la civilización frente al salvaje.

Es el sistema del canallazgo. Construyendo una realidad sobre la que ideologizar a las masas de uno y otro lado de la línea, a través de eso que llaman conocimiento y que no es más que la continua exaltación de lo falazmente superior ante el falazmente inferior, ideologizando por doquier y con todos los medios, con más poca vergüenza que otra cosa, en que lo europeo, lo occidental, es el bien, luz, cultura, museo, belleza, orden, ciencia, libro, lo universal: en definitiva, la superioridad misma.

¿Cómo asombrarnos de la indolencia, de la indiferencia, de la misma institucionalidad de la desigualdad, del racismo, del machismo, de la discriminación y la violencia, de la normalidad con que un fabricante de vallas hace su negocio a cuenta de la sangre ajena?

Las masas gritan despavoridas ante las fotografías que muestran los horrores de nuestra propia vergüenza, los efectos de nuestra miseria interior. Las masas piden a sus gobernantes neoliberales, colocados en sus puestos por el pensamiento neoliberal de los votos de las masas –cualquiera que sea el color de la papeleta-, algún atisbo de humanidad: ¡piden, a las ideologías de la desigualdad, ideología de la igualdad! ¿Y no es como pedir peras al olmo?

Las masas encenderán la televisión, escucharán al iluminado de la gomina, al fantoche de los dientes como marfil y al otro, el del flequillo, en cuya mordida de gafas aparenta el saber; los escuchan porque el espacio televisivo los presenta como opción posible, como punto de vista posible, como ideología posible, porque la ideología de la desigualdad no sólo puede, está: es consustancial a esta indolencia.

Las masas en la línea de continuidad del canallazgo preservarán el sistema canalla en la urna y volver a la serie de televisión pseudohistórica para que siga alimentando la falsa superioridad del yo frente al otro, al tiempo que dilucidar si el hijo de la Pantoja anda flojo del vientre ante las muchachas; volverán al informativo que nombra sistema al yo y régimen al otro, que llama pirata al marinero desposeído de su mar, de su sustento; que busca la anécdota del otro frente a la certeza de los propios, a los que amenazan avalanchas humanas (he ahí las maravillosas metáforas periodísticas), de las que, en la procesión, la misa y la romería, nos protegen las benditas concertinas.

Es el canallazgo, un régimen donde la libertad de ser mediocre, la dictadura del precariado intelectual y las ideologías jerarquizantes de la desigualdad y la dominación se dan la mano en un occidente que, con su falaz aserto “tenemos el sistema menos malo conocido”, cierra las puertas a un mundo verdaderamente justo.


Ígor Rodríguez Iglesias | Investigador en la Universidad de Huelva y la UAM.
Área: sociolingüística crítica y análisis crítico del discurso.

El canallazgo