martes. 19.03.2024
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Las metrópolis occidentales han devenido el escenario privilegiado de esa transición “de la ética del trabajo a la estética del consumo” de la que habla Bauman y que otorga a las personas un nuevo rol social y una identidad de acuerdo con sus capacidades culturales y económicas de consumo

Por Alan Quaglieri Dominguez | Hay pocas dudas de que el 2016 ha sido un año turísticamente caliente y no solamente por las temperaturas. España en general, y Barcelona en particular, han registrado nuevos hitos históricos por lo que se refiere a la demanda turística. Al mismo tiempo, la ciudad condal ha sido testigo de un crescendo del malestar, cuando no antagonismo, ciudadano respecto al fenómeno turístico. En este sentido cabe señalar el aumento de un cierto sentimiento turismofóbico cuya manifestación más visible y mediatizada se refleja, con tonos más o menos bélicos, en muchos de los muros de la capital catalana.

Expresiones de intolerancia con los que posiblemente no coincidan, por lo menos en los tonos y en las formas, la mayoría de los ciudadanos pero que parecen proceder de una visión exótica del turismo que está, en cambio, bastante difundida. Según ésta, el turismo vendría a ser un corpus extraño llamado a alterar los equilibrios y las dinámicas naturales del territorio para satisfacer los deseos y las necesidades de un “otro” antropológicamente opuesto al residente por lo que se refiere al uso de la ciudad. El turista, en otras palabras, lo sería a partir de las prácticas que realiza en el destino; unas prácticas ajenas a la cotidianidad de sus habitantes.

Sin embargo, parece cada vez más evidente que la visión de las poblaciones locales y de los turistas como dos monolitos contrapuestos no permite describir ni entender satisfactoriamente la complejidad del fenómeno turístico, sobretodo en entornos urbanos. No solamente ha cambiado la forma de hacer turismo, sino que han cambiado las ciudades y la relación de éstas con sus ciudadanos. Las metrópolis occidentales han devenido el escenario privilegiado de esa transición “de la ética del trabajo a la estética del consumo” de la que habla Bauman y que otorga a las personas un nuevo rol social y una identidad de acuerdo con sus capacidades culturales y económicas de consumo. De aquí las diferentes expectativas y necesidades de ciudad, de aquí el conflicto.

El desarrollo de la vocación turística de una ciudad responde, por lo tanto, a la necesidad de proveer a la nueva economía urbana con distintos contingentes de consumidores llamados a integrar segmentos de la demanda, más que a exigir una oferta diferenciada. En este sentido, el fenómeno de las terrazas es posiblemente el que mejor escenifica el conflicto y la confluencia entre segmentos de la demanda local y la turística. Basta con darse un paseo por las plazas del Born, el Raval o Gràcia para ver plásticamente representada la convergencia en el uso del espacio público por parte de poblaciones diferentes, al mismo tiempo que la exclusión de otras. Son estos los barrios cuyo atractivo turístico reside principalmente en el dinamismo de su oferta comercial y en la calidad e intensidad de sus paisajes de consumo. O sea, los mismos activos que han estimulado una nueva demanda de residencialidad representada tanto por jóvenes exponentes de las clases medias autóctonas, como por miembros de la creciente comunidad expat de la ciudad.

El actual fermento del mercado inmobiliario en estos barrios confirma la creciente integración de diferentes demandas frente a una oferta limitada, desregulada y socialmente relevante como la relativa a la vivienda. El auge del fenómeno de los pisos turísticos en estos entornos se acompaña y se retroalimenta del cambio de perfil socioeconómico y cultural de la población residente.

Finalmente, el turismo, en el marco de una sociedad cada vez más desigual y culturalmente heterogénea, no viene a crear el conflicto sino que lo alimenta y, de alguna forma, lo hace más visible. Dicho de otra manera, se muestra como un síntoma de las contradicciones de la ciudad neoliberal. Sin embargo, las causas no se pueden resolver en el plano de las políticas turísticas, sino que para ello habría que cambiar el enfoque: el problema no es el turismo, sino el mercado.


Alan Quaglieri Dominguez, GRATET – U. Rovira i Virgili

El turismo, el síntoma