martes. 19.03.2024

Recuerdo una anécdota que viví en mi primer curso de periodismo allá por el año 1973, ó 1974. Fui a retirar unos apuntes a casa de un compañero que vivía en en la madrileña calle de Capitán Haya. Recuerdo de aquella visita dos imágenes que me llamaron poderosamente la atención: una enorme bandera rojigualda con el escudo franquista bordado en el centro, presidiendo el vestíbulo, y una cocina lujosa e inmensa, tan grande como todo el piso de protección oficial en la periferia de Madrid que yo compartía con mis padres y mis hermanos. El padre de mi amigo tenía un alto cargo en la administración franquista y el mundo en que aquella familia vivía era un mundo radicalmente distinto al mío. Mi compañero, al que perdí la pista al poco de terminar la carrera, había nacido, como yo, en la década de los cincuenta, pero había crecido en un ambiente y con una educación en las antípodas de la mía. En su familia nunca habían cuestionado el sistema: al contrario, vivían cómodamente a su sombra. La normalidad cotidiana se había cimentado con el “cara al sol” en el patio del colegio, la religión en el aula, la misa semanal, la ignorancia (inconsciente o buscada) respecto a la existencia de miles de presos políticos, la elusión de la falta de libertades, el mito de la pérfida Albión como fuente de todos los males y del robo de Gibraltar, la visión de la guerra civil como una cruzada necesaria contra una República que llevaba al país al desastre y toda una panoplia de aprendizajes bajo un Régimen que mimaba a sus afectos y servidores  y que se había convertido, en la mente de la mayoría silenciosa en algo parecido a la marcusiana “sobrerrepresión”, o autorrepresión convertida en parte de la conciencia propia a fuerza de miedo, resignación y voluntad de sobrevivir.

En ese ecosistema se formaron varias generaciones de ciudadanos. Y crecieron, maduraron y forjaron su educación sentimental quienes, nacidos en la década de los cincuenta y sesenta, tienen hoy responsabilidades de gobierno en el Partido Popular. Nunca fueron conscientes del todo de que aquella España carecía de toda legitimación democrática ante los organismos internacionales. Nunca se movilizaron contra la dictadura: aquella España representaba el “orden natural de las cosas”. Consideraban cualquier oposición al Régimen parte de una conspiración de rojos resentidos y comunistas.  El lema “España es diferente” que popularizó el entonces ministro Fraga Iribarne lo hacían suyo sin ambages y lo esencial era acabar la carrera, opositar a notarías, a registradores de la propiedad o al cuerpo de abogados del Estado y no meterse en líos.

Ese caldo de cultivo explica hoy la difícil homologación (real, profunda, no meramente jurídica) de ese partido con los partidos de la derecha democrática europea. Mantienen la apariencia, hacen declaraciones grandilocuentes sobre liberalismo, democracia, pluralismo y derechos humanos, pero el inconsciente sigue trabajando hasta convertirse en leyes, en declaraciones antidemocráticas, en silencios y omisiones, en complicidad de facto con el régimen anterior, en muletillas, gestos y actitudes que nos hablan de una realidad dura, difícilmente equiparable a la de cualquier país europeo: el partido que gobierna España al amparo de la Constitución de 1978 es el partido que no ha condenado la sublevación de 1936 contra la República; es el partido que avala cuando no apoya el vacío y la exclusión de cualquier acto institucional de las Brigadas Internacionales ante el estupor de las autoridades británicas, francesas o norteamericanas; el partido que bloquea o suspende de facto la aplicación de la Ley de la Memoria Histórica; el partido que mantiene cientos de calles con los nombres de personajes desterrados en la historia de Europa al cubo de los detritus de todas las dictaduras; el partido que avala a alcaldes capaces de reponer en una plaza el nombre de Franco (con o sin "generalïsmo" delante) para sustituir el de Miguel Hernández o el de Federico García Lorca que algún gobierno local de izquierdas se atrevió a colocar en tiempos mejores; el partido, en fin, que contribuye activamente a que ningún nuevo juez Garzón esté tentado de cuestionar la era de bondades que “presidió” el generalísimo y de devolver la dignidad democrática  y civil a tantos desaparecidos enterrados en las cunetas, junto a las tapias de cementerios perdidos o en caminos convertidos en heridas irrestañables sobre los cuales —¡todavía!— proyecta su sombra el miedo de los vencidos y de sus herederos.

Sólo en la ignorancia de lo que fue, en verdad el franquismo, puede un partido mantener o albergar en su interior tales actitudes y posiciones políticas en la Europa del siglo XXI. Porque si no fuera así, si esas actitudes fueran producto de una reflexión, de una opción meditada, tendríamos que pensar que estamos  gobernados por una versión aggiornada de lo que fuera el “movimiento nacional”. Es decir, por un partido que no ha superado el sustrato ideológico-político del franquismo y que, en buena parte, ha hecho suya su proteína.  Unas veces de manera consciente; otras, inconscientemente.

Sé que estas afirmaciones pueden sonar duras. O a exageración. Pero, mal que nos pese, son el fiel reflejo de lo que ocurre hoy en España.  Dejo, premeditadamente, de lado (y es mucho dejar, lo reconozco) el tratamiento que está dando el Partido Popular al caso Bárcenas  porque me interesa, ante todo,  poner al desnudo esa condición ideológico-política, y entro en el contenido de sus políticas.

La reforma educativa está llena de guiños al tiempo de la adolescencia de los muchachos arriba citados (entre los que, seguro, estaba el ministro Wert): la reválida, la introducción de la religión (católica, por supuesto) en los programas educativos, el reforzamiento de la red de centros privados y concertados de confesión religiosa, la laminación de Educación para la Ciudadanía, el reforzamiento de la “autoridad” del profesorado con un enfoque esencialmente disciplinario, la desconfianza hacia las lenguas cooficiales, la apuesta por las universidades privadas…. Todo ello conforma un abanico de tributos a la “edad de oro” de su juventud, lo que lleva aparejado el retroceso para la mayoría a tiempos funestos: los anteriores  al Estado democrático y social de derecho que, al menos en teoría, ampara  la Constitución.

En esa dirección apunta la reforma de la justicia impulsada por Ruiz-Gallardón, que no solo agrieta la independencia judicial, sino que convierte las tasas judiciales en barreras o instrumentos para diluir la igualdad de oportunidades en el acceso a un servicio esencial; o el anuncio de un retroceso de 25 años en la legislación sobre aborto, siguiendo los consejos de la Conferencia Episcopal más integrista de Europa y con el consiguiente desprecio a los derechos de las muejres; o el brutal incremento de las tasas universitarias, que está  expulsando a decenas de miles de jóvenes del acceso a estudios superiores (como cuando ellos eran jóvenes opositores de una universidad para minorías); el recorte y el endurecimiento de las condiciones para acceder a una beca por razones económicas, de falta de recursos familiares..

Todo ello se complementa con el desprecio hacia la política (“no te metas en política” era el lema oficial de aquellos años), condenando a parlamentos enteros  como el de Castilla La Mancha a funcionar, de facto, sin oposición al tiempo que se mantienen las diputaciones provinciales, auténticos  reductos clientelares no directamente elegidos y heredados del franquismo , y con el desdén hacia la cultura y hacia sus representantes, a los que se descalifica permanentemente o se intenta ridiculizar.

Es una derecha de la que ha desaparecido cualquier sombra de humanismo, de compasión y solidaridad hacia los más humildes  (dependientes, parados —“¡que se jodan!”—, estudiantes sin medios, inmigrantes y enfermos, niños desnutridos o jóvenes doctores que no son expulsados del país, sino beneficiarios de la “movilidad exterior”) y que ha crecido sobre las cenizas del último intento de forjar un centro político civilizado, europeo y dialogante como fue UCD. Una derecha que, contraviniendo los principios democráticos que han cimentado la Europa moderna, es capaz de destinar ingentes recursos para rehabilitar el Valle de los Caídos —que es, en el fondo y en la forma, un permanente homenaje al dictador y una herida de dimensiones inabarcables en la conciencia de los vencidos y de la Europa posterior a los fascismos—  y negarse a convertirlo en lugar de reconciliación y homenaje a todas las víctimas; una derecha que, en fin, es incapaz de expulsar de sus filas de manera inmediata a un alcalde que afirma que los ejecutados por el franquismo se lo merecían o de desautorizar a alcaldes que se niegan a retirar placas ofensivas para la democracia. Esa derecha, por mucho que se autoproclame democrática, no está a la hora de Europa. Sigue funcionando con un pie en un régimen desaparecido hace más de treinta años y, cuando se descuida (o no), se ve superada por el inconsciente: ¿por su verdadero perfil? O por la nostalgia del tiempo perdido de una juventud acomodada al estado dictatorial, un juventud que jamás quiso saber de compromiso, de lucha por las libertades, que vivió a espaldas a una dura realidad hecha de exilios, cárceles, tribunal de orden público, fusilamientos (los últimos, en septiembre de 1975), censura y ausencia de sindicatos, de partidos y de los más elementales derechos colectivos.

Desde esa perspectiva, no es difícil entender que el intento de Adolfo Suárez (hace más de 35 años) de abrir paso a una derecha centrada que rompiera de manera tajante con el franquismo y se comprometiera, sin eufemismos, con la democracia, fuera considerado por aquellos jóvenes de AP, hoy gobernantes  del Partido Popular, un atrevimiento intolerable, un paso que ponía patas arriba el mundo “inmutable” en que habían crecido. Suárez, Landelino Lavilla, Fernández Ordóñez, Martín Villa, Rodríguez de Miñón, los líderes de aquel partido que se la jugaron (como pudimos comprobar el 23-F) descolgándose del franquismo, han sido, al cabo del tiempo, ideológicamente derrotados. Lo que se  ha impuesto en la derecha española, con algunas décadas de retraso, es, en gran medida,  el corpus político e ideológico que representaba la vieja Coalición Democrática que, a finales de los setenta, abanderaban los “siete magníficos”, encabezados por Silva Muñoz, Fernández de la Mora o Ricardo de la Cierva, que se convertiría en AP para abstenerse en el Referéndum Constitucional y que nunca reconocería al franquismo como la negación radical de la democracia.  Sólo faltaba, para completar el cuadro y hacer aún más visible la sombra del franquismo, el inevitable “Gibraltar español”.

Todo lo hasta aquí expuesto nos lleva, entre otras muchas conclusiones, a una que me parece esencial: no es por casualidad la inexistencia en nuestro país de una extrema derecha con cierto peso electoral como ocurre en otros países europeos. La razón es muy sencilla: está en el PP impartiendo doctrina. 

La sombra del franquismo y el Partido Popular