jueves. 28.03.2024
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Pedro L. AngostoOídas y vistas las sesudas tertulias radio-televisivas de los pasados días en torno al óbito del financiero cántabro Emilio Botín, no me queda más remedio que solicitar desde estas páginas su pronta subida a los altares para demostrar que las glorias y riquezas de este mundo que es el nuestro, en caso tan egregio y contradiciendo a Jorge Manrique, sí continúan allende las estrellas a la diestra de Dios-Padre Todopoderoso.

Hubo un tiempo en que salir con una bandera roja a la calle suponía arriesgar la vida de forma poco juiciosa y temeraria. El rojo se llamaba encarnado o colorado y su uso en la vía pública sólo estaba permitido a los nazarenos de Cartagena y otros cantones similares. Si bien Emilio Botín no fue el primero, que lo fue el señor Microsoft al llamar PC a los ordenadores personales, usurpando de ese modo las siglas al Partido Comunista, el banquero ahora fallecido se apropió del color rojo mientras el hasta ahora principal partido de la oposición de su Majestad Felipe VI iba desterrándolo de sus carteles hasta dejarlo en un rosa pálido, algo así como un rojo venido a menos de ropa china pasada cien veces por la centrifugadora, como sus ideas. El rojo era el color que simbolizaba las luchas de la clase trabajadora, y Botín, más trabajador que nadie, se dijo para lucha, para barricada la mía y asaltó el color sagrado de la izquierda para convertirlo en emblema de su negocio dinerario. Corbatas, tirantes, mostradores, escaparates, ferraris, alonsos, membretes, todo era rojo en el mundo de Botín, más rojo que la bandera que portaba Mao en la Larga Marcha, más rojo que el culo de un mandril, que mi cara al oír los disparates que un día tras otro sueltan los tertulianos pesebreros y analfabetos que circulan por los medios convencionales repartiendo idioteces sin el menor rubor: Recuerdo con gran emoción la primera vez que vi una bandera roja en la calle allá por 1975, poco antes de la muerte del sanguinario dictador que envenenó nuestras vidas y sueños; probablemente mis hijos, gracias al proceso de apolitización que venimos sufriendo desde hace veinte años y a la sagacidad de Emilio Botín, recuerden en el futuro sin emoción alguna que ese color lo fue de un banco y de una escudería automovilística que vendía autos a multimillonarios. Para cuando ellos lleguen a la edad de los recuerdos, espero que todo esto haya pasado como pasan las pesadillas turbulentas que nos asolan durante las noches interminables.

Entre los muchos disparates oídos en los medios en torno al magnate de las finanzas, hay una que me llama especialmente la atención: “Fue el creador –se dijo en los Desayunos de la Uno- de la famosa Doctrina Botín”, una forma legal consagrada en 2012 por el Tribunal Constitucional para escapar de la Justicia en casos de delito fiscal y que tuvo su origen en las cesiones de crédito que el Santander practicó durante la década de los ochenta. Promovida la demanda por la acción popular, el Supremo y luego el Constitucional concluyeron que dicha acción no es suficiente si no se persona la parte directamente afectada, en este caso el Estado, el mismo Estado que en 2011 indultó a su íntimo colaborador Alfredo Sanz, el mismo Estado que al conocerse por Falciani que Botín tenía dos mil millones en Suiza le permitió regularizarlos como si se hubiese tratado de calderilla mientras perseguía y persigue con toda dureza a menestrales que han olvidado declarar cien euros de IVA, el mismo Estado que no hizo nada –esto es el libre mercado- ante las preferentes, el caso Madoff o el asunto Lehman Brothers, uno de cuyos gestores ostenta todavía la cartera de Economía del Reino de España por la Gracia de Dios.

Sí, Emilio Botín fue persona hábil, muy hábil, de otra manera no habría conseguido que su banco, el séptimo de los siete grandes, se comiese a los tres primeros de la lista –Banesto, Central e Hispano- sin despeinarse y sin levantar demasiadas ampollas. Supo también ganarse el respeto de los jueces demostrando una vez más que la Justicia es ciega y de clase, que, como dijo Romero Robledo a finales del XIX, el Código Penal se hizo para los pobres y el Civil para los ricos, pero sobre todo, Botín supo bien pronto de la importancia que tiene el Boletín Oficial del Estado, quien lo escribe, dónde se escribe, por qué y para quién, hecho este de vital trascendencia para el normal desenvolvimiento de los eventos consuetudinarios que acontecen en el mundo del dinero: Si el Boletín Oficial del Estado está contra ti, si no puedes contar con él para que los vientos te sean propicios y te conduzcan pletórico hacia la Ítaca soñada, entonces sólo queda la conspiración y eso es algo a lo que sólo se recurre cuando Dios lo manda.

Empero, con ser increíble la trayectoria financiera y política de Emilio Botín, que como su colegas Escámez y Aguirre Gonzalo nunca dudó en afirmar que la banca no tenía ideología cuando es una institución profundamente política, más sorprendente todavía es que los medios lo hayan presentado como una especie de Mahatma Gandhi, como a un filántropo que hubiese dedicado toda su existencia a mejorar las condiciones de vida de los demás. Y en cierto modo lo fue, se lo pueden preguntar a sus consejeros Francisco Luzón, 56 millones de euros de pensión, Alfredo Sáenz, 97,7 millones, Matías Rodríguez Inciarte, 47,7 millones, Corcóstegui, 108 millones, Amusástegui, 43,8, todo eso en un país en el que la pensión media no supera los novecientos euros al mes. Del mismo modo que Botín logró apropiarse del rojo para convertirlo en el símbolo de su banco, los medios de comunicación del régimen quieren hacernos ver que personas como Emilio Botín o sus consejeros –todos firmes defensores de las teorías económicas más ultras y beligerantes con los derechos de los trabajadores- son los nuevos héroes del siglo XXI, héroes de verdad  de la buena no como Che Guevara, Bertrand Rusell, Juan Negrín, Salvador Allende, Leonardo Boff, Rosa Luxemburgo o Bertold Brecht, antiguallas herrumbrosas en este tiempo de metamorfosis suicida, analfabetismo creciente, obediencia al que te pisa y aniñamiento general de los individuos que componen una sociedad disociada. 

San Emilio Botín