sábado. 20.04.2024

La gigantesca energía emocional y política que impulsa el Procés catalán no tiene su origen en una conspiración de las élites políticas catalanas

La gigantesca energía emocional y política que impulsa el Procés catalán no tiene su origen en una conspiración de las élites políticas catalanas como erróneamente afirman los analistas de la capital de España. Muy al contrario, es la respuesta espontánea de un segmento amplísimo de la población de Cataluña a la agresión contra las instituciones catalanas, llevada a cabo por el PP con la ayuda de varios medios de comunicación y tolerada cuando no aplaudida por el PSOE y la intelligentsia madrileña de izquierdas. Es cierto no obstante, que su enormidad y virulencia es inexplicable si no se incluye la crisis económica en el análisis. La caída radical de la prosperidad y la desaparición del ascensor social ha crispado a las clases medias de Cataluña, acusadas encima de haber estirado más el brazo que la manga por quienes han dilapidado los caudales públicos y han tolerado la corrupción. Por otro lado, la oligarquía madrileña, percibida como origen de la agresión, vive un vergonzoso declive en medio de escándalos, quiebras y juicios cuando hace pocos años aparecía como la armada invencible que iba a reconquistar América Latina. Su instrumento, el Estado Español, sufre una fuerte deslegitimación por la pérdida de liderazgo social de los partidos que hicieron la Transición y que permitieron esa instrumentalización.

Este conjunto de factores provocaron la tormenta perfecta que Mas desató inadvertidamente cuando pujoleaba, proponiendo al gobierno central cosas que sabía que no le aceptarían para cosechar votos en Cataluña. Como un personaje de la película Gigante, Mas encontró sin buscarlo un pozo de petróleo gigantesco. Nada que ver pues, con la idea de un Mas acosado que se inventa un slogan por la independencia y lo promueve a través de su dominio institucional sobornando a la intelectualidad catalana.

La nube de periodistas, intelectuales y opinadores que zumba alrededor de esa energía no es su inductora, como podría parecer, sino una industria político-cultural montada ex-post. En la parte política encontramos al propio Mas que es quien más se ha esforzado en utilizar ese valioso recurso natural. Piensa que si él lo desencadenó, a él le pertenece. Lo cierto es que, a pesar de sus brillantes maniobras y su extrema profesionalidad como político, hasta hace poco no había tenido demasiado éxito porque es más un ganadero que un petrolero, por seguir con la metáfora. Junqueras en cambio, saca provecho sin esfuerzo porque carece de las inhibiciones propias de un político responsable y está dispuesto a cualquier cosa por media página en la enciclopedia.

No sólo los políticos intentan aprovecharse de la veta sino que una mayoría de los intelectuales de Cataluña se han lanzado a ofrecer también sus servicios. Los periodistas afilan sus plumas para escribir en directo sobre una demiurgia nacional que no se ve más que de "siglo en siglo". Los economistas hacen economía ficción de la nueva "Holanda del Mediterráneo" (E. Paluzie) que tendrá "16 000 millones más de euros" (Dra. Bosch et al) para hacer tantas cosas que da vértigo enumerarlas. Los novelistas escriben sobre guerra de sitio en el siglo XVIII hablando con toda naturalidad de baluartes, cortinas y revellines. Los historiadores reinterpretan el advenimiento del absolutismo que deja de ser el precursor del estado moderno para convertirse en una neurosis borbónica, mientras que el modelo imperial de los Austrias de clara raíz medieval pasa a ser un prodigio de democracia y modernidad. Lluís Llach también ofrece sus servicios de manera insistente y pone música de piano a la solemne lectura pública de una resolución del Parlament en la plaza de Cataluña de Barcelona.

Todo esta actividad intelectual viste y estructura la energía primigenia que emana de la masa y ha hecho posible la ficción de que ese sentimiento tenía una base racional desde el principio. Según este relato, la ciudadanía de Cataluña evaluó cuidadosamente las diferentes opciones que tenía el país y llegó a la conclusión inequívoca de la imposibilidad lógica de nada que no fuere la independencia. La realidad es justo la contraria. La justificación histórico-política se ha construido ex-post para dar una vestimenta adecuada a la explosión de indignación primigenia.

La primera manifestación donde afloró esa energía que alimenta el Procés fue la de Julio de 2010, convocada para rechazar la indignante sentencia del TC contra un Estatuto aprobado por el Parlamento catalán y por las Cortes españolas y refrendado por un referéndum, boicoteado por cierto por CIU y ERC. La leyenda del Procés dice que aquella gente había entendido que Cataluña no tenía encaje en España. Como participante puedo confesar que yo le estaba gritando a la cara a Alfonso Guerra por su discurso del "cepillo del Estatut" y a Jose María Aznar por su burla -entre otras lindezas- de las “chapas" con que puso fin al debate de matrículas con el escudo de la comunidad. 

Es importante reconocer los hechos tal y como se producen para no dejar que nos hagan trampas. La gente que se manifiesta siente en esos momentos una sensación muy agradable, conocida por todos los que vivimos la Transición desde la calle. Es un sentimiento atávico que te trasciende como individuo y que te identifica con los cientos de miles que te rodean. Proviene directamente de las capas más internas del cerebro y disfrazarlo de producto de la corteza cerebral es dar gato por liebre. Lo que convoca a millones en la calle no es la reductio ab absurdum de que "no hay nadie con quien federarse" sino la búsqueda de una pertenencia a algo que te hace invulnerable y que te quita el miedo individual a la irrelevancia y la finitud.

Millones de personas gritaron individualmente un desesperado "basta ya" a la agresión liberal-nacionalista del PP y crearon una sinergia masiva que los arrastró a todos. Tan solo el independentismo tuvo la temeridad de darles una bandera y aplaudir su desinhibición. El riesgo de un final dramático es enorme y resulta imprevisible saber hacia dónde puede derivar esta inmensa energía que recorre ansiosa las calles de Cataluña cada vez que se la convoca. Hace falta una relegitimación democrática (un referéndum) de la relación de Cataluña con el Estado Español. Si no llega pronto, el daño será irreparable durante muchas generaciones.


Román CeanoEconomista | Miembro del Grupo Derecho a Decidir y Cultura Federal de ICV

Historia natural del ‘Procés’ catalán