martes. 16.04.2024

A estas alturas, ante los insólitos resultados de la presión eclesiástica sobre el Estado, es menester recordar cómo se renovó el Concordato con el Vaticano de 1953 en los Acuerdos con la Santa Sede de 1979, que son uno de los legados más pesados de la Transición.

Como efecto del Concilio Vaticano II (1962-1965), y siguiendo también la presión de la Iglesia de base, más sensible a las reclamaciones ciudadanas, en la etapa tardía de la dictadura una parte de la Curia se fue distanciando del régimen franquista. El llamado caso Añoveros, o las declaraciones del abad Escarré o de monseñor Cirarda, son ejemplos de los desencuentros de una parte de la jerarquía con el Gobierno, de modo, que tras la muerte del dictador en 1975, el sector eclesiástico más influido por el espíritu reformista del Concilio encabezado por el cardenal Tarancón, apoyó la reforma de la dictadura con el deseo de favorecer la reconciliación entre españoles. Aunque tan loable propósito no evitaba la secreta intención de conservar en el nuevo régimen los privilegios de la Iglesia en el antiguo.

Con una conducta muy similar a la del rey Hassán II de Marruecos, que, aprovechando la situación de debilidad por la que atravesaba el Gobierno español, con Franco agonizando, organizó la multitudinaria marcha verde para invadir el territorio del Sahara bajo administración española, la Curia aprovechó las mismas circunstancias y con idéntico oportunismo hizo una sigilosa marcha púrpura negociando clandestinamente unos acuerdos con el Gobierno de Unión de Centro Democrático, mientras se elaboraba y se sometía a refrendo popular la Constitución, en la que tienen difícil cabida.

El ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja, miembro de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, y el secretario de Estado del Vaticano, monseñor Jean Villot, firmaron, el día 3 de enero de 1979, en Roma, los Acuerdos entre España y la Santa Sede, que reemplazaban al Concordato de 1953, establecido con el régimen de Franco.

La firma en esa fecha fue la escenificación pública de una negociación iniciada en 1976 y concretada en secreto, mientras se discutía y aprobaba la Carta Magna, pues cuesta creer que, en el plazo que transcurre entre la publicación y entrada en vigor de la Constitución, el 29 de diciembre de 1978, y el día 3 de enero de 1979, en que se firman los Acuerdos, el cardenal Villot y Marcelino Oreja pudieran negociar cuatro acuerdos (Asuntos Jurídicos, Enseñanza y Asuntos Culturales, Asistencia Religiosa y Asuntos Económicos) y varios anexos, con más de un centenar de puntillosas disposiciones que recogen de manera pormenorizada las aspiraciones eclesiásticas.

En tanto que gobierno provisional desde el momento en que se aprobó la Ley de Reforma Política en el referéndum de 1976, la legitimidad del Gobierno de Suárez para llegar a tal pacto con un Estado extranjero era más que dudosa. Y por la influencia que los Acuerdos iban a ejercer sobre la sociedad española -ese era el común objetivo de los negociadores-, hubiera sido necesario un referéndum que los ratificase. Que, como en el caso de la restauración de la monarquía, no se produjo.

De aquel insólito compromiso surgió un equilibrio precario entre la Iglesia y el Estado. En el futuro, la Iglesia perdería privilegios políticos que tuvo en la dictadura, pero conservaría otros, como reservarse el magisterio moral, no directamente institucional, pues el Estado ya no era confesional, pero no por ello menos efectivo sobre ciudadanos y gobiernos, financiarse en buena parte con fondos públicos, obtener apoyo estatal para conservar el patrimonio histórico y artístico, retener a los ciudadanos bautizados en un privado censo administrativo, dada la dificultad de darse de baja en él (apostatar), realizar actividades doctrinales, comerciales y sociales (enseñanza en todos los grados, beneficencia, edición, catequesis y radiodifusión), prestar servicios por cuenta del Estado (en cuarteles, cárceles, hospitales) y disfrutar de un régimen de exención de impuestos, propio de un paraíso fiscal. Así quedó reemplazada antigua la alianza del sable y el altar por la más moderna alianza del mercado y el altar. Y a ella seguimos amarrados.

El Concordato sigue vigente