viernes. 29.03.2024

Hasta no hace mucho éramos gente normal, diría que decente, que ni nos metíamos con nadie, ni nadie lo hacía con nosotros. Total, gente de izquierda que soñaba con una sociedad más justa, laica, responsable con el medio ambiente y comprometida con la libertad y la igualdad. Casi nada. No íbamos a misa los domingos (por cierto, como casi nadie) pero tampoco salíamos un día sí y otro también a la calle con mirada torva de quema conventos. No es que pretendiéramos clausurar, desacralizar y convertir los lugares de culto en salas de exposiciones. Nos cruzábamos en las cercanías de las iglesias con los feligreses: ellos de bautizo, comunión o misa dominical, nosotros camino del parque con nuestros hijos o nietos. Y no es que nos miráramos con desconfianza: ellos iban a lo suyo y nosotros a lo nuestro. Convivíamos aunque nosotros pensáramos que aquello era una antigualla en cierto modo reflejo del consumismo desbordado de la sociedad. Una de las muchas antiguallas que proliferaban por doquier y que solo levantaban sonrisas y cierto desdén en la gente maja que nunca nos sentíamos identificados con los gobiernos de turno pero que tampoco éramos excesivamente follonera. Con la razón teníamos bastante; con la razón y las batallitas ideológicas que nos montábamos cada fin de semana, de mes o de año. Quedaban atrás elecciones nacionales, autonómicas y locales sin afectarnos demasiado a la piel, solo un rictus de incomodidad con las primeras encuestas a pie de urna para finiquitar el asunto con un gesto de desdén a la una o las dos de la madrugada. Total, teníamos la razón y el tiempo nos la daría. La Humanidad se alejaba de aquellos gobernantes que a pesar de ser unos inútiles seguían contando con la confianza de los temerosos y de los arcaicos de toda la vida. Y nosotros a lo nuestro, a sentirnos incómodos con la realidad política pero a no permitir que nos desvariaran demasiado nuestros quehaceres y opiniones cotidianas.

Por entonces éramos buena gente para los que cortan realmente el bacalao. Un poco idealistas y utópicos pero gente seria, de palabra y poco propensa a la agitación pública. Laicos, sí pero visitantes asiduos de las grandes catedrales barrocas y de las más modestas iglesias románicas de las tierras palentinas. Enemigos del maltrato animal, sí pero nada amigos de encararnos con los asiduos boteros a las plazas de toros, encierros y demás formas lúdicas de tortura animal. Con aquello acabaría el tiempo y sobre todo la educación. Contrarios también a la potenciación de la educación privada pero nada beligerantes con la táctica del salami que empleaban las consejerías de educación con la enseñanza pública y, por supuesto, sufridos conductores cuando coincidíamos con los atascos que se producen a la salidas de los colegios concertados. Amigos también de otras culturas y de otras lenguas, nada dados a abroncar a un español que se dirigiera a nosotros en su lengua materna si esta era distinta a la nuestra.

Los domingos leíamos El País, y también algún que otro día entre semana. Muchos de nosotros no compartíamos su línea editorial en lo referente a la política nacional, pero lo considerábamos un periódico con información de calidad, reportajes de investigación, opiniones de gente a la que leíamos y respetábamos. Cuando nos enfadábamos con el periódico, buscábamos alternativas. El Liberación de los años ochenta, El Independiente, Le Monde Diplomatique…. Pero finalmente regresábamos a El País porque en realidad seguíamos creyendo en la profunda honestidad de sus periodistas y en el respeto a la independencia de sus propietarios a pesar, ya lo he dicho, de su línea editorial que no nos gustaba en demasía.

Realmente vivíamos en un mundo amable. Éramos mediterráneos y teníamos un país mejorable pero decente. Y nosotros a lo nuestro: crianza, ocio, conversaciones más o menos sesudas sobre la teoría y la práctica y el convencimiento de que el futuro nos daría la razón. No sabemos cuándo todo eso se rompió, cuándo dejamos de ser majos para convertirnos en indeseables, tampoco cuándo se nos dejó de tolerar opiniones propias sin la obligación de condenar para ser buenos españoles. Pero sí, todo aquello se quebró. Posiblemente algo tenga que ver el 15M y la reordenación de las cuotas electorales dentro de la izquierda política, o que haya una impugnación de las presupuestos de la Transición, o que la vieja clase gobernante ande asustadiza ante la posibilidad de ser fagocitada por gente nueva. Pero todas esos cambios de la realidad forman parte del juego político, ¿o no? Lo cierto es que desde hace un tiempo la gente normal, diría que decente, debemos medir mucho nuestras palabras que verbalizan nuestros pensamientos. Y eso que somos como siempre: vamos a lo nuestro y no nos metemos excesivamente en berenjenales ajenos. Tampoco es que esa cierta superioridad moral que creemos tener (al igual que la tienen los (auto)denominados liberales) sea ahora más pública o transcienda con poses corporales más agresivos. ¡Qué va! ¡Pero resulta todo tan ridículo! ¡Qué tengamos que comulgar con la supuesta sacralidad eterna e infinita de una constitución política!, ¡por Dios! ¡Qué tengamos que condenar al Parlamento Catalán por haber abolido las corridas de toros porque supuestamente sobrepasa las competencias exclusivas del Estado!, ¡que tengamos que soportar estoicamente que ciertos gobernantes llamen a eso patrimonio cultural inmaterial o Bien de Interés Cultural!, ¡que se nos intente convencer, con independencia de nuestra posición personal sobre el separatismo y los separatistas, que para que se escinda una parte del territorio nacional tienen que votar todos los nacionales tomándonos por tontos iletrados que desconocemos la historia de Europa en los dos últimos siglos!, ¡qué un periódico ponga y quite secretarios generales de partidos políticos insultándolos de un manera soez y cretina!, ¡qué El País haya llegado a avergonzarnos a sus antiguos y actuales lectores!, ¡qué nos vendan que lo menos malo es el gobierno de Alí Babá y los cuarenta ladrones….!..., ¡qué todo ello vaya acompañado de insultos, descalificaciones y epítetos tipo bolivariano, chavista, populista, demagogo…!. ¡A nosotros que siempre hemos ido a lo nuestro!

Con seguridad, este país de pandereta y charanga, de clase política tercermundista, de medios de comunicación vergonzosos no es el nuestro. Perdonad si hablo en plural pensando que alguien puede estar de acuerdo conmigo. Y no es nuestro país porque una clase política impone el yo condeno por motivos exclusivamente ideológicos. Y todos saben cual es uno de los posibles finales para este tipo de país: la fractura social, el desmembramiento, la ruina. Sobre todo cuando la jauría política y sus secuaces mediáticos se lanzan a la yugular cuando ven peligrar su status y llevan al código penal problemas políticos, o cuando convierten en fósil la teoría política, incluida la que dicen defender los nuevos liberales.

Yo condeno