jueves. 25.04.2024

La degradación medioambiental, con catástrofes como el vertido de crudo de BP en el Golfo de México o el accidente nuclear de Fukushima, llega a cotas antes insospechadas. Uno diría que lo más sensato es prescindir del petróleo y la energía nuclear y apostar decididamente por energías renovables. Nada de eso; aunque es una opción el capitalismo no lo hará, al menos de modo inmediato. La explicación se llama peak oil. Se ha debatido y se debate acerca del peak oil, pues no se trata más que de una teoría. No obstante, es una teoría con crecientes visos de ser cierta. Empieza a tenérsela por verosímil en todos los círculos de decisión, a escala mundial. Compañías petroleras de dimensiones respetables, como Repsol, la esgrimen como doctrina oficiosa.

Hasta hace unas décadas, se creía que el descubrimiento de nuevas reservas de crudo permitiría, una vez alcanzado el máximo de producción, un decrecimiento suave de la oferta, de forma que diera tiempo a buscar sustitutivos gradualmente. Hoy se tiende a pensar que no será así. Apenas alcanzado el máximo de producción mundial, es probable que la producción decaiga bruscamente, sin tiempo para buscar nuevas fuentes antes de que se produzca una especie de colapso energético. En eso consiste el peak oil.

El peak oil parece una teoría geofísica, pero en realidad es una teoría económica. Lo que nos dice no es que, de pronto, no habrá más reservas de petróleo, sino que, de pronto, dejará de ser rentable invertir en buscarlas. Obsérvese el argumento de Repsol para no invertir en YPF, que aparentemente determinó la expropiación de la mayoría de las acciones de ésta. Lo que Repsol viene a decir es que no invirtió en los últimos años porque Argentina había alcanzado su peak oil local y ya cualquier inversión en aumentar su producción de petróleo sería ruinosa. Los argentinos dicen otra cosa, como que, invirtiendo más, se puede producir más. Me temo que Repsol tiene razón, en un sentido, y los argentinos la tienen en otro: se podrá producir más invirtiendo más, pero la producción será antieconómica; tendrá que estar subvencionada. Algo así como lo que hizo durante años Franco, enterrando dinero en un páramo de Burgos para extraer cuatro barriles de petróleo. Cuando del plano local argentino se pasa al global, la idea del peak oil es que las grandes compañías petroleras irán abandonando escenario local tras escenario local, en el sentido de no invertir más en la búsqueda de reservas en ellos. Esto está pasando ya en el Mar del Norte, por ejemplo, hace pocos lustros una boyante región petrolífera. Los contrarios al peak oil sostienen que el descubrimiento de nuevos yacimientos en otras regiones del planeta puede compensar la disminución de la producción, de modo que el resultado, ante un intenso crecimiento de la demanda como el que soportan los países emergentes, sería únicamente una suave subida de los precios, que facilitaría la transición gradual a otras fuentes. No es menos verosímil, ciertamente, aunque el precio será perforar el Ártico, como ya empiezan a hacer Rusia y Noruega, y después la Antártida. La probabilidad de que haya que enfrentarse a un escenario poco idílico, de una manera u otra, empieza a ser digna de consideración. Al menos, así opina un número creciente de gobiernos.

Las estrategias frente al peak oil van desde la apuesta por las energías renovables, combinada con un uso cada vez menor del automóvil, que propugnan los ecologistas, a la energía nuclear pura y dura, pasando por los biocombustibles. Para el capitalismo, siempre necesitado de grandes dosis de control, las renovables –con su dispersión característica– siempre serán menos atractivas que el petróleo (controlado por un puñado de grandes petroleras) y, desde luego, que la energía nuclear. Los biocombustibles son la apuesta de países emergentes como Brasil y Colombia, que los producen, y otros, como China, que no; también, hasta cierto punto, de alguno desarrollado, como Alemania, Suecia y ciertos Estados de Norteamérica. Se trata de buscar productos de origen vegetal que puedan funcionar como derivados del petróleo. La transición mediante los biocombustibles sería relativamente gradual, a través de los vehículos llamados «híbridos». Algunos fabricantes mundiales de automóviles, como Toyota, apuestan también por ello.

La mayoría de los países, y desde luego la mayoría de los desarrollados (incluida Alemania, que no pone todos sus huevos en la misma canasta), apuesta por el automóvil cien por cien eléctrico. España se encontraba en esa opción con el tándem Zapatero-Sebastián. Ahora no parece que estemos en nada, como en el resto de cosas. La pachorra de Rajoy parece decirnos que no hay peak oil que valga. En la óptica del automóvil cien por cien eléctrico, sin embargo, se impone un requisito insoslayable: una central nuclear de tamaño medio por cada dos millones de vehículos circulando habitualmente (mi estimación). En España hay alrededor de treinta millones de vehículos. Renovar el parque automovilístico, pasándolo de combustible de origen fósil a cien por cien eléctrico, requeriría, así pues, la friolera de quince nuevas centrales nucleares, sólo para la cotidiana recarga de baterías.

Mi apuesta personal iría por los biocombustibles, que tampoco se obtienen gratis: el aumento de su producción está presionando al alza en el mercado mundial de alimentos. Pero la perspectiva del peak oil explica de modo bastante claro el interés simbólico de este y el anterior gobiernos por prolongar la vida de Garoña. Lo malo es que a paso de tortuga, en un mundo de rápidos cambios, no vamos a ninguna parte. Es así como la perspectiva del peak oil arroja nueva luz sobre la incompetencia de quienes nos gobiernan.

Peak oil: La incompetencia de quienes nos gobiernan