martes. 19.03.2024

Dos de cada tres ciudadanos europeos piensan que su voto no cuenta en la UE

Aunque puede que a muchas personas no les suene mucho el nombre de Martin Schulz, lo van a oír con frecuencia en los próximos meses. De hecho, ya ha comenzado a hacerse un hueco en el abarrotado espacio de las noticias que reclaman la atención del lector en las páginas interiores de los diarios de referencia en su doble condición de Presidente del Parlamento Europeo y candidato por el Partido Socialista Europeo a presidir la Comisión Europea tras las próximas elecciones europeas que se celebrarán en los 28 Estados miembros de la Unión Europea (UE) entre el 22 y el 25 de mayo de 2014.

Tal y como establece el vigente Tratado de Lisboa, el nuevo Presidente de la Comisión Europea será propuesto por mayoría cualificada del Consejo Europeo, “teniendo en cuenta el resultado de las elecciones al Parlamento Europeo y tras mantener las consultas apropiadas”, pero será el Parlamento el que “elegirá al candidato por mayoría de los miembros que lo componen”. Si la persona propuesta no obtiene el respaldo mayoritario de la Eurocámara, el Consejo Europeo deberá proponer en el plazo de un mes, otra vez por mayoría cualificada, un nuevo aspirante que deberá someterse posteriormente a idéntico procedimiento y superarlo (Artículo 17.7 del Tratado de la Unión Europea)

Lo más probable es que el Partido Popular Europeo en el que se agrupa buena parte de la derecha conservadora vuelva a ser el más votado en estas elecciones (al igual que en las tres últimas de 1999, 2004 y 2009). Sin embargo, a poco que los resultados no sean un desastre para la socialdemocracia, Schulz podría convertirse en el candidato con más posibilidades de concitar los apoyos necesarios en el Parlamento que emergerá tras las próximas elecciones europeas de mayo de 2014. Un Parlamento que reflejará el mayor grado de fragmentación y polarización de todos los constituidos hasta la fecha y la mayor presencia de corrientes euroescépticas y eurohostiles.

Al margen de lo que suceda con una abstención que podría rondar máximos históricos, las dos grandes corrientes políticas europeas sufrirán el desgaste provocado por su compromiso con una gestión de la crisis centrada en la austeridad que sigue concitando el apoyo de los grandes grupos de poder económico y financiero, pero que no contenta, por razones bien diferentes, ni a las ciudadanías de los países del norte de la eurozona ni a las del sur. Lo normal y, en mi opinión, lo más conveniente para la salud democrática del proyecto europeo es que ambas agrupaciones políticas europeas paguen por sus errores y por su apoyo consciente a los intereses de los grandes grupos económicos y de una minoritaria elite social que están aprovechando la crisis para obtener mayores rentas, patrimonios, privilegios, nuevos espacios de negocio y prebendas varias a costa de los bienes públicos, los derechos de las clases trabajadoras y el sufrimiento que ocasionan sus políticas en amplios sectores sociales.

No es razonable banalizar las consecuencias del posible fortalecimiento de corrientes antieuropeas de carácter ultranacionalista y reaccionario que en varios casos defienden una descarada xenofobia, pero sería difícil encontrar algún aspecto positivo en el intento de movilizar el voto del miedo y ahogar así la libre y democrática expresión ciudadana en contra de una estrategia de salida de la crisis basada en los recortes que una parte notable de la izquierda social valora como manifiestamente injusta e ineficaz. Por otro lado, esa estrategia conservadora se ha aplicado rehuyendo los procedimientos democráticos de control y consulta que eran reclamados por una parte sustancial de la ciudadanía y eran fácilmente realizables.

Los verdaderos enemigos de Europa no son los partidos euroescépticos ni, menos aún, los ciudadanos que han manifestado con enorme templanza su indignación y rechazo a los recortes, la austeridad, la corrupción y el saqueo al que se han visto sometidos bienes y dineros públicos. Los verdaderos enemigos de Europa han sido las autoridades nacionales y comunitarias que han realizado una gestión de la crisis escasamente democrática, sin explicar sus decisiones y los potenciales impactos de éstas ni recabar la opinión de la ciudadanía, porque temían que la mayoría social rechazara una estrategia de austeridad que ha afectado de forma extremadamente injusta y desequilibrada a los países del sur de la eurozona y a amplios sectores de las clases trabajadoras, sin que las ventajas obtenidas por las economías del norte de la eurozona fueran significativas ni beneficiaran a la mayoría de sus poblaciones.

El proyecto de unidad europea no se puede construir de espaldas a la ciudadanía ni con políticas que promueven la pobreza, el miedo y la desigualdad y destruyen la cohesión económica, social y territorial. Y que, precisamente por ello, por los costes que ocasionan, no pueden responder a los intereses de la mayoría ni contar con su respaldo.

En los últimos dos años, sucesivos Eurobarómetros han mostrado que dos de cada tres ciudadanos europeos piensan que su voto no cuenta en la UE. Ese porcentaje se dispara en los países del sur de la eurozona hasta el 80% en España, el 86% en Grecia y Chipre y el 79% en Italia y Portugal (datos del EB 80, último Eurobarómetro de otoño, publicado en diciembre de 2013). La confianza que inspiran las instituciones europeas es muy escasa (un 67% de los encuestados en España muestra su desconfianza en el Parlamento Europeo y porcentajes parecidos respecto a la Comisión y el BCE) y también una amplia mayoría del 57% piensa que en la UE las cosas van en la mala dirección, frente al 24% que, por el contrario, cree que van en buena dirección. Pese a todo, ni ese escepticismo de la ciudadanía respecto a la UE y al rumbo que sigue Europa ni la desconfianza que inspira la acción política de las instituciones comunitarias impiden que la mayoría social de nuestro país (el 56%) se manifieste a favor del euro y de una unión económica y monetaria o que una mayoría aún más amplia (el 69%) se siga sintiendo ciudadano europeo.

Parece claro que el euroescepticismo de la ciudadanía se refiere más al rumbo que sigue la UE y a las políticas que desarrollan las instituciones comunitarias que al proyecto de unidad europea que encarna la UE. O dicho de otra forma, el euroescepticismo de la ciudadanía que han alentado las instituciones y las políticas comunitarias solo ha socavado marginalmente el sentimiento de sentirse ciudadano europeo y el apoyo que aún concita el proyecto de unidad europea. Al menos, por ahora.   

No hay mayor riesgo moral ni mayor insuficiencia de los mecanismos democráticos de control y delegación de poder que el que los votantes no ejerzan su derecho a reprobar y reemplazar a los gobernantes que no han hecho nada por escuchar su opinión ni por defender sus intereses. O quizás sí, porque aún sería peor que los gobernantes se acostumbraran a no asumir responsabilidades o a no pagar por lo que han hecho manifiestamente mal, a veces en contra de su propio ideario o programa y frecuentemente de espaldas a los propios electores y a la ciudadanía. En el núcleo duro de la democracia reside la capacidad que tiene la ciudadanía de juzgar la labor que realizan los gobernantes y de sancionar su actuación, autorizándola o reprobándola, tanto en las plazas públicas como en las urnas, tanto en el momento de depositar su voto como cuando la fecha de una nueva cita electoral está aún muy lejana.   

En democracia siempre es la hora de la ciudadanía y nada hay mejor para la democracia que el ciudadano exprese cuando lo considere oportuno su opinión, manifieste sus críticas, defienda sus derechos e intereses y, si toca, deposite su voto, si desea utilizarlo, como mejor entienda.  

Pero volvamos a Schulz y a su papel en el conflicto abierto entre diferentes instituciones comunitarias a propósito de la unión bancaria y las negociaciones en curso que él mismo protagoniza en el intento de modificar el alcance, el ritmo y los contenidos del Mecanismo Único de Resolución y el Fondo Único de Resolución (ambos conforman el segundo pilar de la unión bancaria) que fueron decididos por los ministros de Economía y Finanzas de los Estados miembros el pasado 17 de diciembre y ratificados por el último Consejo Europeo celebrado posteriormente, el 18 y 19 de diciembre de 2013.  

Schulz parece haber decidido que su campaña electoral va a estar centrada en dotar de verdaderos contenidos comunes o únicos al mecanismo y al fondo de resolución y, de paso, agilizar la puesta en marcha de la unión bancaria. Propósito tan limitado como importante que enmarca en el objetivo más amplio de intentar equilibrar la capacidad de decisión de las instituciones europeas e impedir que la deriva intergubernamental que ha tomado la UE vaya a más y acabe en la práctica anulando el método comunitario y consolidando la posición subordinada de otras instituciones comunitarias. Más concretamente, su objetivo es que el poder de decisión en los asuntos comunitarios de las cumbres de Jefes de Estado y de Gobierno disminuya y el de las otras instituciones europeas (la Comisión y el Parlamento, principalmente) aumente. En realidad, se trata de frenar la escalada de poder del Gobierno alemán y sus aliados del norte de Europa, pero hay que entender que Schulz concurre a estas elecciones como cabeza de la lista del Partido Socialdemócrata Alemán y que tiene que acomodar su mensaje a las preocupaciones y peculiaridades del electorado alemán y a su condición de representante de un partido que comparte el Gobierno con la derecha alemana.  

En los últimos cuatro años, el Gobierno presidido por Merkel, arropado por los Gobiernos de los otros países del norte de la eurozona, ha marcado la agenda de la UE, ha impuesto las reformas estructurales y las políticas de austeridad que ha considerado pertinentes y ha marcado los límites de lo que estimaba aceptable o inaceptable para sus intereses nacionales, al margen de los impactos económicos negativos y sufrimientos sociales que sus decisiones pudieran ocasionar en los países del sur de la eurozona que han requerido o podían requerir el apoyo financiero de la UE.     

Con enorme inteligencia, Schulz ha decidido que la diferenciación de la candidatura socialdemócrata respecto a la de la derecha europea no se centre en demasía en los escabrosos temas de los recortes, la austeridad, la inacabable presión para reducir los salarios, la creciente insolidaridad entre los socios del proyecto europeo que presuponen esas políticas y la consiguiente intensificación de la desigualdad y la fragmentación económica, financiera, productiva, social y territorial que provocan. Su campaña, en consecuencia, va a tratar de colocar en un segundo plano la dicotomía entre izquierda y derecha en torno a la estrategia conservadora de salida de la crisis que se ha impuesto hasta ahora y que han decidido mantener viva, incorporando algunas correcciones, en los próximos años.

La pretensión de Schulz, si mi interpretación no es demasiado errónea, consistiría en centrar su campaña electoral en la negociación en curso entre el Parlamento y el Consejo Europeo en torno a la unión bancaria con el objetivo de comunitarizar los desvaídos rasgos de los recientemente aprobados mecanismo y fondo de resolución que requieren para su aprobación definitiva del voto de un Parlamento Europeo que ya ha expresado su rechazo a las propuestas ratificadas por el Consejo Europeo en la última cumbre de diciembre. Negociación en la que resultará difícil que los desencuentros políticos alcancen demasiada intensidad o se conviertan en trending topics y en los que es más fácil que Schulz pueda lograr algunos éxitos parciales.

El enfrentamiento institucional a propósito de la unión bancaria se sustenta en propuestas y argumentos inevitablemente marcados por cierta complejidad técnica, poco propicios para interesar a la opinión pública o despertar crispación social. El objetivo de Schulz no es protagonizar un conflicto en el que tendría enfrente al poderoso ministro de Finanzas de Merkel, Wolfgang Schäuble, sino concitar un apoyo lo más amplio posible entre los miembros de las instituciones europeas (el Parlamento y la Comisión en primer lugar, pero también en el seno del BCE) que permitiera rescatar el método comunitario de decisión y el papel protagonista del conjunto de las instituciones europeas en la definición de las políticas comunitarias. Y, finalmente, sin llegar a torcer la mano de Schäuble, conseguir antes de las elecciones de mayo un acuerdo que le permita presentarse como vencedor parcial de la disputa y presentar el resultado obtenido como una reafirmación del método comunitario y un paso adelante en un reparto más equilibrado de los poderes y funciones de las instituciones comunitarias.    

En ese contexto, los debates electorales entre las dos grandes corrientes políticas europeas podrían desarrollarse con formas no demasiado agrias o desestabilizadoras para el curso que ha seguido en los últimos años la UE y que, en sus líneas fundamentales, va a seguir transitando en los próximos años. Y al margen de algunas diferencias etéreas y generales sobre lo que pretenden hacer con la UE que separan a la derecha y a la socialdemocracia europeas, ambas corrientes parecen estar de acuerdo en que la orientación que sigue la UE es la buena y que las correcciones que sea necesario hacer, de mayor o menor envergadura sobre la intensidad de los ritmos o el alcance de algunas reformas en marcha, no deben cambiar el rumbo que las dos grandes corrientes políticas que se disputan la gestión de los asunto europeos han marcado a la UE.

La derecha conservadora y la izquierda socialdemócrata no son lo mismo, ni da lo mismo cual de las dos gane las próximas elecciones europeas; pero me inclino a pensar que gane una u otra la trascendencia de estas elecciones va a ser más bien escasa y va a cambiar en poco el curso que sigue la UE.

Hay en nuestra país, es cierto, mucha ebullición política en algunas pequeñas franjas formadas por activistas indignados y militantes de diferentes corrientes de izquierdas. No resulta raro escuchar ensoñaciones sobre las posibilidades que las elecciones europeas ofrecen a fuerzas políticas y coaliciones emergentes. Las esperanzas en que la ciudadanía exprese con su voto el cabreo, el miedo y el rechazo que con tanta insistencia se han trabajado los dos grandes partidos que desde el Gobierno han gestionado con nefastos resultados la crisis me parecen desmedidas. Al igual que me parece sobreactuación el temor que muestran las direcciones del PP y del PSOE por el alcance de sus pérdidas electorales y por el destino de esos votos. No obstante, tras las elecciones europeas, el aumento de la fragmentación y la mayor irregularidad del paisaje político van a ser, en gran medida, inevitables. Lo cual añade dosis de dramatismo a una compleja situación que, a poco que el Gobierno de Rajoy siga desatendiendo los problemas o, en algunos casos, agravándolos, podría conducir a una situación muy delicada y derivar en grave crisis social e institucional.

Aunque aún queda algún tiempo para oficializar las diferentes candidaturas y coaliciones, lo más probable es que las izquierdas vuelvan a presentarse en orden disperso y defiendan sus programas electorales en clave nacional, sin prestar demasiada atención a los debates en torno a la UE, al imprescindible desarrollo de las propuestas para cambiar las instituciones comunitarias y a la concreción de las políticas económicas europeas que se necesitarían para impulsar la salida de la crisis, minimizar los costes económicos y sociales y rescatar del destierro al principio comunitario de cohesión. Los perfectamente prescindibles llamamientos a la unidad electoral de la izquierda solo van a ser un pobre e increíble argumento para justificar la multiplicación de las ofertas electorales y su presencia en la contienda electoral.

Según las encuestas, será IU el principal beneficiario del desgaste electoral del PSOE. Lo cual no sería un mal resultado si la dirección de IU entendiera que su avance electoral bebe menos en los méritos propios que en los deméritos acumulados por el PSOE. Y que su buen resultado se va a sustentar, sobre todo, en el trabajo a pie de obra de los intereses de la mayoría que una ciudadanía viva, activa y solidaria ha llevado a cabo, con todas las insuficiencias y carencias que es fácil suponer, tomando en sus manos la defensa de sus viviendas, hospitales, escuelas, barrios, ahorros, puestos de trabajo y derechos.

El irregular y menguado paisaje político de las izquierdas saldrá, en todo caso, algo más fragmentado que el actual pero no más débil. Esa mayor fragmentación política no será, de entrada, ni mejor ni peor que el panorama actual. Y la menor debilidad electoral de las izquierdas será a todas luces positiva, moderadamente positiva.

Lo que resulta verdaderamente preocupante no es tanto esa fragmentación como la incapacidad que muestran nuestros partidos de izquierdas para valorar la importancia decisiva que tendría su unidad de acción en torno a la defensa de un programa progresista común o unas medidas básicas para generar empleos netos, defender los bienes públicos, minimizar los costes económicos y sociales y garantizar protección social a los sectores excluidos o en riesgo de exclusión.

Y más preocupante aún es la deteriorada conexión de los partidos de izquierdas con las luchas y la resistencia que día a día mantiene la ciudadanía aunque, como sucede en el 99% de los casos, no aparezcan en los medios de comunicación. Es ahí, en ese trabajo diario y poco vistoso que se desarrolla antes y después de los periodos electorales, donde la izquierda se la juega y donde se van a multiplicar o disipar las posibilidades de que se fortalezca la resistencia popular a los recortes, emerja un programa común de la izquierda y, en último término, fórmulas más o menos extensas y complejas de coalición electoral. Pero no será en las próximas elecciones europeas. Habrá que esperar un poco más y, sin duda, trabajar por ello un poco más.

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