jueves. 28.03.2024

Cuando un albañil se cae del andamio, no almuerza…”. | César Vallejo.

A mediados de enero de 1987 llegué a Alicante procedente de un pueblo del Noroeste murciano llamado Caravaca, un pueblo muy hermoso al que arrancaban su belleza natural a dentelladas. Alicante, sufría todavía los devastadores efectos de la crisis de 1973, pero comenzaba a salir de ella gracias a tener uno de los tejidos productivos más diversificados de España: Cada ciudad, cada pueblo, cada aldea de Alicante tenía una especialidad manufacturera. En Ibi, Castalla y Onil, juguetes y puertas; en Alcoy, siderurgia, textil y papel; en Elche, calzado y qúimicas; en Orihuela, productos hortofrutícolas y derivados; en Crevillente, alfombras; en Almoradí, muebles; en Elda, zapatos y en Benidorm, por no seguir enumerando, turismo barato.  En mi pueblo, Caravaca, se había recuperado la tradicional industria alpargatera y surgía con fuerza la de la piedra, dedicada casi exclusivamente a la exportación de materiales a Alemania, Francia, Holanda o Reino Unido. Casi dos mil personas vivían de una industria que había hecho multimillonarios a sus patanes dueños a base de sueldos bajos y de jornadas interminables.

Dentro de lo que cabe y para venir de dónde veníamos, parecía que la cosa comenzaba a marchar discretamente bien. Hasta el punto que a finales de los ochenta, el nivel de paro real en ambas poblaciones era muy pequeño. Fue durante esa década cuando por primera vez en cuarenta años se regresó a planeamientos urbanísticos medianamente racionales y a plantar árboles en cualquier rincón que lo permitiese. El empleo y la subida paulatina de los salarios potenciaron la construcción, pero en 1987 todavía se podía comprar en Alicante un piso de noventa metros cuadrados por cuatro millones de pesetas en pleno centro. En aquellos años, para intentar cambiar nuestro tercermundista modelo de desarrollo, el gobierno decidió construir en Alicante una de las más bellas universidades de España, un ejemplo arquitectónico y urbanístico de lo que debería ser la ciudad ideal. Ahí sigue de momento para quién quiera comprobarlo. Pero aquella idea no gustó mucho a nuestros reaccionarios, que insistían en que eso era tirar el dinero, que había otras prioridades, como por ejemplo, dar miles de millones a los colegios concertados para que maleducaran a nuestros hijos.

En 1995, Eduardo Zaplana Hernández-Soro, hoy delgado multimillonario para Europa de Telefónica por la gracia de Dios –no hay más méritos-, ganó las elecciones autonómicas valencianas y decidió convertir a Valencia y su Comunidad en la California de Europa. Para conseguir sus propósitos, boicoteó a la Universidad de Alicante porque estaba llena de rojos, impidiendo que se pusiese en marcha el parque científico y tecnológico que tanto bien habría hecho, incrementó de modo brutal los conciertos con colegios católicos mientras abandonaba a su suerte a los públicos. No contento, en su afán emprendedor, comenzó a planear barbaridades, enormes edificios inservibles, parques temáticos, proyectos megalómanos, aunque, justo es decirlo, sufrió lo indecible porque la Administración central, todavía en manos del malvado González, no le daba todo el dinero que necesitaba. Pero como no hay mal que cien años dure, González se fue, y en eso llegó Aznar, un joseantoniano de pura cepa extraordinariamente dotado para la estupidez. Aznar López, de acuerdo con su ministro Rato y la gran banca, liberalizó el suelo con su ley de 1998 y declaró urbanizable casi todo el suelo patrio, salvo el que estuviese especialmente protegido por una norma específica. Desregulados los controles sobre los movimientos de capital y las finanzas, con España hecha un solar, de inmediato los emprendedores vieron que se ganaba muchísimo más en el negocio inmobiliario que fabricando zapatos y cultivando naranjas. El crédito fluyó como si saliese de un inagotable manantial, de las fuentes del Amazonas. España, pero sobre todo el Mediterráneo español crecía como los espárragos en primavera, cuanto más se construía, más valían los pisos y más y mayores créditos daba la banca sin tener en cuenta la solvencia de sus clientes. No bastó el dinero nacional para aquella gran juerga, y la banca española recurrió al dinero de la francesa y la alemana, que solicitas acudieron al festín. Desde Figueras a Algeciras, pero sobre todo en la Comunidad valenciana, España era una fiesta.

El fabuloso negocio inmobiliario, que llevó a España a construir más viviendas que Gran Bretaña, Francia y Alemania juntas, llenó las arcas de las distintas administraciones y se desató la locura. Se abandonó la agricultura, la industria y la investigación, todos los recursos, todo el crecimiento giraba en torno a la construcción de pisos, dúplex y chaletes. Miles de personas vinieron desde todos los lugares del mundo en busca de la felicidad, miles de jóvenes abandonaron la ESO para poder comprarse una moto, tirar de consola y dejar el garrafón. Audiotorio por aquí, otro a diez kilómetros; autopistas a sitios inverosímiles, ciudades de las artes y las ciencias que no servían ni para el arte ni para la ciencia, naturaleza esquilmada, basura, toneladas de basura, descampados, eriales donde antes crecían las mejores alcachofas del mundo, ricos de la noche a la mañana, jaguars, mercedes, ferraris, bugattis, recalificaciones a la carta, externalizaciones y privatizaciones para amiguetes. Sodoma fue un juego de niños. Pero de pronto, aunque se veía venir desde el principio, alguien miró hacia atrás y se convirtió en estatua de sal: La construcción se paró porque lo que se construía no hacía falta, era sólo una ficción especulativa. Desaparecieron las grúas, los tempranos almuerzos de los albañiles, los albañiles, las inmobiliarias, los ingresos de las administraciones, y apareció el paro puro y duro, incrementando los gastos del Estado para cubrir las prestaciones por desempleo y mantener a una banca manirrota que había jugado al póquer con los ahorros de millones de personas honradas. El tejido agrícola e industrial se había esfumado, no había posibilidad de recolocación para los desahuciados y el déficit público comenzó a crecer sin que lo público tuviese la más mínima responsabilidad en el desastre que Aznar, Rato, Pujol, Zaplana, Camps, Valcárcel, Botín y los banqueros de éste y otros países europeos como Francia y Alemania habían provocado.

Ahora, cuando se cumplen cinco años de crisis, Botín pide una contrarreforma laboral como dios manda, la señora Merkel igual, y Mariano Rajoy, que formó parte de los gobiernos del desastre, anuncia que va a ser el alumno más aventajado de la clase haciendo deberes sobre las espaldas de los españoles. Sin embargo, ni su contrarreforma, ni la entrega de miles de millones de euros a los bancos por parte de los Estados y del BCE para tapar agujeros, ni la bajada del mismísimo Espíritu Santo, sacará del retraimiento a una economía a la que no llega el crédito porque su banca sigue atrapada por los activos derivados de la burbuja inmobiliaria. Ya pueden poner velas a Santa Rita, seguir recortando hasta que del árbol no quede ni una hoja, pero aquí mientras el dinero no vaya a la economía productiva, no crea trabajo ni Dios.

Aznar, Botín, Camps, la crisis y el paro