jueves. 28.03.2024
pobreza480

En 1929 el mundo se vio estremecido por la quiebra de la economía norteamericana. Miles de bancos, fábricas y pequeños negocios cerraron en cascada ante el dramático hundimiento de una Bolsa neoyorquina en la que había acampado durante años la especulación salvaje sin que los sucesivos gobiernos osasen intervenir para atajar lo que algunos economistas venían anunciando con certeza. El paro, la miseria, el hambre y el miedo se apoderaron del país ante la inoperancia del Gobierno Hoover, incapaz de aquilatar la verdadera dimensión del desastre y de tomar medidas que intentasen paliarlo. En 1932, cuando el paro alcanzaba al 24,5% de los trabajadores yanquis, se celebraron las elecciones que dieron el triunfo a Roosevelt con un programa que combatía el pesimismo y prometía atajar la crisis desde sus raíces. En una de sus más célebres frases, el recién elegido Presidente de Estados Unidos, diría: “Las prácticas de los cambistas sin escrúpulos son acusadas en la corte de la opinión pública”. Acto seguido, en una decisión sin precedentes en la historia de la República,  fueron cerrados todos los bancos  y suspendidas todas las transacciones hasta conocer qué entidades habían actuado de manera fraudulenta guiadas por la codicia desmesurada, el afán de lucro a cualquier precio y la especulación. Cientos de funcionarios federales se lanzaron a una frenética carrera para separar el polvo de la paja, eliminando del sistema a aquellas entidades que habían abusado, estafado o engañado. A los tres días, los bancos yanquis abrieron de nuevo sus puertas. Roosevelt no sabía bien qué hacer ante la magnitud de la tragedia, pero rodeado de un buen grupo de asesores decidió que el paro era el primer objetivo a combatir porque –son sus palabras- una nación con un la cuarta parte de su fuerza laboral en paro era una nación muerta. “Si las empresas que tanto ganaron durante los años veinte no son capaces en este momento triste de cumplir con su deber histórico y patriótico, acabaremos con el paro aunque tengamos que poner a la mitad de los americanos a enterrar botellas de cocacola y a la otra mitad a desenterrarlas”.

Los años anteriores a la Gran Depresión habían estado marcados por el “laissez faire” más impúdico. El Estado no intervenía en casi ninguna parcela de la economía, los organismo regulatorios habían desaparecido y los grandes capitalistas actuaban a sus anchas sin ningún tipo de control mientras creaban una tremenda burbuja económica que al estallar, como si fuese un gigantesco tsunami, arrasó la economía yanqui y traspasó los océanos hasta llegar a Europa. Roosevelt y sus asesores concluyeron que el libre mercado no servía para satisfacer las demandas de la mayoría de la población porque se basaba en el abuso y en prácticas inhumanas, era preciso por tanto crear Agencias y Comisiones que supervisasen la actividad económica en su totalidad, imponiendo códigos de buenas prácticas imposibles de soslayar. Se dijo que Roosevelt era un socialista, que actuaba influido por el modelo planificador de la URSS, que Keynes marcó el camino de su política económica, sin embargo nada más lejos de la realidad, aunque varios de sus asesores viajaron a la URSS y en 1934 se entrevistó con Keynes, sus decisiones son anteriores y respondían a una sola razón: La necesidad de acabar con el paro y las malas prácticas económicas capitalistas empleando todos los medios que el Estado tenía a su alcance dado que la iniciativa privada, fracasada por su codicia sin límites, era incapaz de sacar al país del marasmo. Roosevelt puso las bases para la salida del país del hundimiento; la II Guerra Mundial haría el resto.

Han pasado ochenta y cinco años desde la Gran Depresión. Gracias a las nuevas tecnología que nos entretienen y amansan, el mundo se ha convertido en una pequeña aldea al servicio del capital, que hoy tiene su dinero aquí, mañana en Bangladesh y pasado en Corea, según convenga. Al igual que en los años veinte del pasado siglo, los organismos reguladores de la actividad económica han desaparecido, han quedado obsoletos o simplemente no sirven dada la dimensión que han adquirido las grandes corporaciones mundiales y el servilismo de los poderes públicos estatales, casi todos muy escorados hacia la derecha y enemigos de lo público. La ciudadanía, atónita, asiste al funeral de sus derechos básicos incapaz de tomar las riendas de su porvenir, adormecida por los efluvios narcotizantes que a diario emanan desde las pantallas de las televisiones, buscando la felicidad entre las redes de una portería de fútbol. El miedo y el conformismo han pasado a formar parte del ADN de una sociedad que ha admitido sin apenas moverse del sillón que no hay salida, que todos son iguales, como si esto fuese un castigo divino que hay que acatar y llevar con resignación cristiana. Entre tanto, Mariano Rajoy, su gobierno y los poderes económicos han decidido hacer justo lo contrario de lo que hizo Roosevelt cuando llegó al poder en Estados Unidos. Aquí el paro no es del 24,5% sino que está próximo al 26, hecho que por sí sólo, sin tener en cuenta otros factores gravísimos como la lo corrupción impune, la deuda pública y privada o la disminución drástica de salarios, habría exigido emplear todos los recursos que fuesen menester para achicarlo y posibilitar la inserción social de millones de personas que navegan en la más absoluta de las desesperaciones. Lejos de ello, el Gobierno ha gastado lo que no tenía en salvar a la banca para que ésta –agradecida- se dedique a especular con la deuda pública en vez de dar créditos a quienes los necesitan y pueden crear trabajo; a diezmar las inspecciones de Hacienda y Trabajo auspiciando el fraude fiscal y la economía sumergida; a proteger a los causantes de esta situación y a seguir las directrices de los organismos europeos y mundiales que han sembrado la miseria en todos aquellos países que han sido obedientes. Ni un solo plan de empleo, ni una sola acción contundente contra la precarización laboral, ni una sola dimisión ante unas cifras que escandalizarían a la persona menos decente, menos sensible, menos persona. Todas las decisiones gubernamentales se han dirigido a traspasar rentas del trabajo al capital, todas a aumentar el margen de beneficios de los empresarios y banqueros, todas a disminuir los derechos de los trabajadores para incrementar los de la casta y la oligarquía siguiendo aquel aserto de Milton Friedman que aseguraba que cuando los ricos tengan tanto dinero que no sepan dónde guardarlo, entonces crearán empleo.

Como dijo Carlos Marx, el capitalismo necesita de un inmenso ejército de parados para poder explotar con la máxima eficacia. Es posible que un día los medios afines –todos lo son- nos sorprendan con la noticia de que la crisis ha terminado, pero será una mentira, habremos entrado en un mundo que ya pasó donde el paro, la necesidad y la ignorancia serán endémicos, dónde ni siquiera quienes trabajen tengan ingresos suficientes para cubrir las necesidades fundamentales. Habremos retrocedido doscientos años gracias a unas políticas ultras que no han tenido nunca en cuenta al ser humano, que han convertido el derecho al trabajo en un lujo y el paro en un endemismo criminal que está matando a millones de personas. 

El paro, crimen de lesa humanidad