martes. 16.04.2024
capitán lagarta

Tras una noche que era mejor olvidar, sonó el despertador para rescatar de los brazos de Morfeo a un tal Benito Suárez que en ese momento, las nueve y media, soñaba que era un cerdo que estaba comiendo huevos revueltos con lentejas. Tan fuerte era la resaca que, sincronizada con el tono habitual del despertador, llegó a escuchar una voz que repetía “se busca comercial”, “se busca comercial”... Tenía una entrevista a las 10. Se levantó como pudo. Al rasurar la barba de tres días, se dijo mirándose a los ojos: “espabila cabrón, que ya tienes 43 años; ánimo Benito, hoy puede ser un gran día”. Se echó un copioso chorro de agua de colonia de lavanda, se peinó y se puso el traje de las bodas. Se dio una buena ostia al tropezar con algo en el pasillo. Se levantó y tirando de la puerta, salió. Mientras se anudaba la corbata frente al espejo del ascensor, cayó en la cuenta de que se había dejado las llaves dentro de casa. Pensó volver al quinto y tirar de una patada la puta puerta y así poder coger las llaves del coche y la cartera. Pero, recapacitando, decidió mantener la calma; respiró, metió las manos en el bolsillo y encontró un arrugado billete de 20 euros. “Cambio de planes, se dijo, cogeré el autobús”. Y así fue que lo agarró de purito milagro. Colgaba como un simio de la barra del bus cuando se dio cuenta de que todo el mundo lo miraba; achacó el fenómeno a esas paranoias post-alcohólicas que nunca duran más de tres días. Pero la gente seguía mirando. Lo miraban de arriba a abajo, empezando en la cabeza y terminando en los pies. De reojo vio como dos chavalas, a risas, cuchicheaban señalándolo: en un primer momento Benito Suárez creyó lo que hubiera creído hace veinte años y ahora no podía ya creer pues se percató de que esas dos no lo señalaban a él, sino a sus zapatos. “¿Qué tienen mis zapatos?” se preguntó y fue entonces cuando mirándose a los pies, vio que calzaba zapatillas; las zapatillas que su madre le regaló por Reyes, tupiditas, calenticas, de cuadros, como las de los enfermos en los hospitales. Tampoco llevaba calcetines. Cerró los ojos y pensó: “si la sociedad fuese como debe de ser, nadie daría importancia a lo que no la tiene; yo soy Benito Suárez, con zapatos y con zapatillas...”. No tardó en darse cuenta de que esas filosofías apenas le estaban valiendo para soportar mejor el ridículo; entonces reaccionó trazando un plan más realista: iría a la entrevista pero tendría que disimular. Saltó como un gato del autobús y empezó a correr; volvió la vista atrás para ver si aún le miraban y vio como las dos chavalas le decían adiós desde la ventanilla trasera. Nº 324, Nº 326, aquí es. Cogió aire y entró. El hall era amplio, había cámaras, “eso no es problema, pensó, las cámaras no se fijan en el calzado de la gente”. Con fingido rostro serio y un paso firme sospechosamente exento de taconeo, se dirigió a la recepción. Seguro, aplomado, ajustándose la corbata para disimular, metió los pies debajo del mostrador; esto le dio una relativa seguridad momentánea. “Buenos días; soy Benito Suárez, tengo una cita a las diez”. La recepcionista mirando el reloj, eran las diez en punto, le respondió: “suba usted señor Suárez al décimo piso, despacho B, le están esperando. Allí enfrente tiene el ascensor”. Benito comprobó que el ascensor estaba en el otro extremo del hall: calculó la distancia, 20 pasos; “es demasiado y además  tendría que darle la espalda a esta”.  En un rápido vistazo buscó las escaleras y vio que estaban allí mismo, junto al mostrador: ella, aunque se aupase, nunca le vería los pies.“Prefiero las escaleras, dijo, soy deportista ¿sabe?”. Subió los diez pisos escalón a escalón, chancleteando. Se cruzó con cinco o seis personas a las que saludó con efusiva amabilidad, abriendo mucho los ojos para que, hipnotizadas, no pudiesen bajar la vista. Llamó a la puerta, entró como un fuego, como Speedy González, como el Correcaminos, MIC-MIC: “Buenos días, con permiso, Benito Suárez, comercial”. Ocupó la silla arrimándola bien a la mesa para ocultar los pies y dio un fuerte apretón de manos al directivo. “Buenos días señor Suárez, hemos visto su curriculum, bla, bla... como usted bien sabe esta es una multinacional, bla, bla....”. Aunque ponía cara de hacerlo, Benito no escuchaba nada más que el latido de sus propias sienes. “Bien, Benito, dígame, ¿a qué aspira usted?”. “A dar con la cabeza en un pesebre” pensó Benito, pero respondió de modo más adaptativo: “Si me pregunta usted sobre mis metas le diré con toda sinceridad que mi aspiración no es otra que cumplir con los objetivos del departamento de ventas”. Benito entendió en el inusitado brillo de los ojos de aquel señor de bigote, que la respuesta había gustado. “Bien señor Suárez, veo en su curriculum que ha trabajado para muchas empresas, ¿no será usted culo de mal asiento?”. Con gusto habría mandado al carajo a aquel prepotente que ahora se respaldaba en su sillón, en actitud de regocijo,  entrecruzando los dedos en espera de una cagada por respuesta; pero decidió utilizar la diplomacia: “Usted sabe, como yo, que los vientos del mercado son cambiantes y los vendedores aguardamos, al pairo, para ver por dónde soplan”. “Bien, dígame sus puntos fuertes”. Benito pensó que le gustaba la jarana, la piltra y el fútbol, pero decidió responder con la vieja treta del acrónimo COSTRA que siempre le había deparado éxito en las entrevistas: “Verá, soy una persona Comunicativa, Organizada, Seria, Trabajadora, Resolutiva y Amigable”. El bigotes anotó estas cualidades y después preguntó “¿Sabe inglés?”. “Nivel medio”, respondió Benito. “¿Podría llevar una conversación conmigo en inglés?.Podría”, respondió Benito; y no mentía, podría llevarla si supiera inglés. Se hizo un silencio. “Well, if you are a seller, tell me when your vocation begin?”. Benito, que era todo voluntad, respondió a lo que le parecía una pregunta, con casi todo lo que sabía: un “YES IT IS” tan firme, seguro y escueto, que le provocó un espasmo en la pierna e hizo escapar a considerable distancia la zapatilla del pie derecho; ¿cómo haría para recogerla?, ya pensaría algo; ahora había que hablar: “Inglés, ¿para qué?”. “Aquí no hablamos inglés. Mire, dijo sacando el móvil del bolsillo, ahora es posible hablarle al móvil en español, darle a una tecla y al momento repitirá lo mismo pero en inglés. Dirán los puristas que es método burdo, pero para los que confunden I AM con la una de la mañana, es perfecto. En fin, que la tecnología a veces vale para algo; claro que esto es mala noticia para las academias... permítame a este respecto que le cuente un chiste: va uno a una academia y pregunta ¿es aquí donde dan las clases de inglés tan baratas?; le respondieron en perfecto inglés: If, if, between, between”. El entrevistador no esbozó ni la más mínima sonrisa. Entonces Benito, para recuperar su zapatilla, tiró el móvil debajo de la mesa, como al descuido, y se agachó para cogerlo. Ahí estaba su zapatilla, junto a un lustroso zapato del directivo. Se calzó la zapatilla, recuperó el móvil, se dio un coscorrón con la mesa, dijo disculpe y siguió hablando, tenía que seguir hablando. “Siéndole totalmente sincero le diré con toda franqueza que mi nivel de francés es mejor. Fíjese, el idioma francés es parecido al castellano: los franceses llaman al agua Ó, y al vino VIN, y al pan PEN; pero tampoco es tan sencillo como parece pues al queso, que bien se sabe que es queso y que huele a queso y que bien se ve que es queso, le llaman FROMAGE...”. El entrevistador cortó a Benito: “Mire, señor Suárez, usted no tiene ni puta idea de inglés ni de francés, pero acaba de demostrarme uno de sus puntos fuertes; es usted una persona bastante comunicativa. Dígame algo ahora para convencerme de que también es, como dijo, resolutivo, y el trabajo es suyo”. Benito Suárez cogió las zapatillas y las puso encima de la mesa diciendo: “Vine en zapatillas y nadie se dio cuenta”. “Bienvenido al equipo, empieza usted mañana”.

Entrevista a las 10