viernes. 26.04.2024

En su último libro, “La Tercera República”, Alberto Garzón habla de cómo se ha ido adaptando el régimen constitucional con mucha facilidad a los nuevos tiempos neoliberales. También Gerardo Pisarello en su artículo, “La Constitución española y las trampas del reformismo imaginario”, hacía una valoración de las actuaciones del Tribunal Constitucional el cual “ni siquiera ha sido capaz de desempeñar, en un contexto como el actual, la función de poner límites al poder, que sí han exhibido otras cortes constitucionales como la italiana o la portuguesa”.

La verdad es que nada ejemplifica mejor las dos referencias anteriores como la noticia de que el Tribunal Constitucional ha avalado algunos aspectos de la Reforma Laboral aprobada por el Gobierno en febrero de 2012. En primer lugar, legitima que la fórmula utilizada fuese el Real Decreto Ley. En este sentido, se desdice de lo que ya interpretó cuando el Gobierno de Aznar aprobó “el Decretazo”, dando vía libre para utilizar un mecanismo legislativo reservado para casos de "extraordinaria y urgente necesidad" y de esta manera evitar el debate parlamentario.

Uno de los aspectos que el TC ha avalado ha sido el del despido sin indemnización durante el primer año a través del contrato de apoyo a emprendedores. Desde que ese contrato tomó forma en el RDL 3/2012, las organizaciones sindicales no han dejado de denunciar el enorme vuelco que éste daría a las relaciones laborales. Por un lado, es un contrato que alardeaba de ser indefinido y, originalmente, a tiempo completo, pero que a la vez contiene una quiebra radical de los criterios de estabilidad en el empleo. Un aumento de la precariedad, de la desregulación, y una perversión del período de prueba.

La característica más llamativa de este contrato era el aumento del período de prueba a un año y, en ese sentido, la posibilidad de interrumpir por parte de la empresa unilateralmente la relación laboral sin mediar justificación ni indemnización. Lo que viene a ser el despido libre y gratuito durante un año. Esto deja en una total indefensión al trabajador, que durante un año vivirá con la espada de Damocles, sin apenas titubear por la amenaza del fulminante despido.

Esto también acaba de un plumazo con un sistema de relaciones laborales en las que el despido tiene que ser causal y revisable, como recoge la normativa española, pero también la normativa internacional en materia laboral. En concreto, el Convenio 158 de la OIT y el art. 30 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea.

Si bien ya se establecía en la normativa laboral la figura del periodo de prueba, éste se entendía compatible con el Convenio 158 de la OIT dada su duración razonable y razonada. Por lo general los convenios colectivos establecen esta duración en función de la categoría profesional y del sector, yendo, por lo general, de los quince días a los seis meses que establece como máximo el Estatuto de los Trabajadores. Es cierto que al aceptar un período de prueba estamos aceptando un “paréntesis” en la estabilidad del empleo, pero también es cierto que ese período debe estar sujeto a criterios claros, algo que no se da en el contrato de apoyo a emprendedores. De hecho, no se establece ningún criterio.

A todas luces, un año de prueba es del todo desmedido y más cuando es un contrato dirigido a empresas de menos de 50 trabajadores, en las que debería ser más fácil comprobar el desempeño laboral durante el período de prueba. Todo apunta a que el único objetivo que perseguía este “periodo de prueba extendido” era, y es, otro: el despido libre, sin causa, sin indemnización y sin intervención judicial.

Pero además de los elementos formales del contrato hay una serie de aspectos que, tras esta decisión del TC, legitiman un peligroso discurso que ambos partidos que se han alternado en el Gobierno en los últimos treinta años han utilizado. Ese discurso es el de identificar derechos y garantías de los trabajadores con barreras para la iniciativa empresarial, cuando estos tienen una incidencia limitada en comparación con otros factores como el acceso a la financiación, el tejido productivo, la capacidad de consumo, la formación etc., que condicionan mucho más. En este caso, si cabe, con una vuelta de tuerca más, introduciendo el término “emprendedor” en la normativa, un término que junto con innovación o autoempleo ha forma parte del marketing neocon.

Con esto el TC le da un nuevo empujón a una figura contractual que el Gobierno fue incapaz de vender a los empresarios, y cuyo uso, hasta ahora, era minoritario. Este aval del TC contribuye,  como ocurre con las “ideas felices” como el salario diferenciado para jóvenes, a alimentar las expectativas de nuevas desregulaciones y recortes en los costes laborales, retrasando la toma de decisiones de contratación por parte de empresarios que viven a expensas de que lleven “las rebajas”.

Si esta es la interpretación que el TC hace sobre esta cuestión, o bien hay que cambiar el TC o hay mucho que cambiar en la Constitución, o ambas cosas.


Por Paula Guisande y José María Ruiz

Un año en la cuerda floja… y sin red