jueves. 25.04.2024
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La vista. Veo la plaza donde jugábamos de chavales desde mi ventana, la misma ventana desde la que miraba antes de bajar para comprobar si ya estaba abajo alguno de mis amigos, con peones o con chapas o con una pelota, o sin nada, sólo con su presencia de niño para el juego.

El oído. Me despierta esta mañana de verano sobrevenido el ruido de los cantos o lo que sean que emiten las golondrinas cuando ya están hartas de primavera, y sé que esa es la señal para ponerme en marcha y encender en mí las ganas de bajar abajo a la calle a jugar, al fútbol por ejemplo.

El olfato. El humo del cigarrillo del chaval que pasea a su perro, tan pronto, bajo mi ventana pasa desapercibido porque lo que sí que entra por ella, abierta por el calor nocturno de mediados de julio, es el olor a rubio americano que desprende el cigarrillo que fuma.

unnamed8El gusto. De pan y chocolate, respondíamos muchas veces cuando llegábamos a la plaza con nuestra merienda y alguien nos preguntaba, a medias entre un periodista anodino y un pequeño cotilla en pantalones cortos, aquello de “¿dequéeselbocadillo?”. El mío aquella tarde era de pan y chocolate, chocolate La Campana de Elgorriaga. Y sabía a gloria.

El tacto. Mi tío Joaquín, que en paz descanse, me compró de crío una muleta de torero, más muletilla que otra cosa, que yo manejaba con cierto arte pese a mi bisoñez en todos los otros lances que la vida me iba mostrando. Me la robaron en la plaza de debajo de mi ventana los malos malotes del barrio. Nunca fui torero. Menos mal. Tampoco recuerdo lo que sentía mi piel cuando la rozaba, lo que le llegaba a mi mano cuando toreaba con ella.

Sentidos