martes. 16.04.2024
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El mes pasado nos hicimos eco del porcentaje de lectores que hay en España. Eran datos alarmantes por lo que atañe a la cultura y maneras de pasar el tiempo de los españoles. Más de la mitad no abre un libro en la vida, según datos ofrecidos por el barómetro del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) a tenor de una encuesta realizada hace unos meses. El mayor número de lectores está en la capital, Madrid, donde un 63 % dice leer habitualmente, mientras que en Cantabria el porcentaje de lectores desciende al 25 %. La media de individuos que no leen nunca, sube más del 40%. No interesan tanto los datos cuanto las razones que aducen para no leer. Quizá tengan razón en no leer nada cuando en elecciones se llenan calles y buzones de panfletos y publicidad. Antes que leer eso, mejor que no lean, así no se contagian. Visto de esa manera, quizá fuera positivo el alto porcentaje de no lectores. Pero no lo es en cuanto a las razones esgrimidas por los encuestados para no leer, ni siquiera la prensa: Porque no les gusta leer; porque no les interesa lo que dicen los libros, y porque no tienen tiempo. Razones que dejan mucho que desear del conocimiento y la mentalidad españoles; luego pasa lo que pasa.

Me he atrevido, en lo que me afecta por ser dado a este oficio, a comentar las mismas, no porque esté en desacuerdo, que también creo que a veces es mejor no leer nada, sino porque son razones y argumentos sin fundamento. Se entiende que hayan surgido de la emoción y no tanto de la razón. No se sostienen aunque se expliquen y se comprendan. Pero una cosa es la razón y otra el conocimiento o en su caso, el mismo sentimiento. Trataré de rebatir tales motivos con pequeños argumentos para los que no es necesario ir a Salamanca. Son, simplemente, deseos de que la lectura no sea un lujo sino una necesidad. Trataré de impulsar la inclinación a la lectura,  consciente de que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Y sin ver no se puede leer. Sería un triunfo que acabe aceptando gran parte de la opinión pública que leer es un placer. Se supera el tiempo si uno quiere dejarse llevar por esos mundos que nos pintan los artistas. Disfrutar aprendiendo, eso es. Para ambas cosas, siempre hay tiempo. Como todo eso lo doy por supuesto, de otro modo no hubiera llegado el lector hasta aquí, me dirijo, a través de tu lectura, que agradezco, a ese alto porcentaje de los que no leen, dándoles la razón en algunos casos y quitándosela en otros, sin ánimo de ofender ni de compensar.

1. EL GUSTO

Al español no le gusta leer. La razón de menos peso. Gusto y tiempo son los dos motivos o argumentos mayoritarios, y no le falta razón. “No me gusta” es la respuesta más inmediata que a uno le viene a la cabeza, así se evita más preguntas, pues sobre gustos, dice el refrán, no hay nada escrito. El gusto, el placer es el argumento mayor, pero no el más justificable. Cierto es que esta sociedad se mueve por el dinero y por el placer, y como el libro no se lo ofrece,  carece de motivación. Primera falacia.

La historia del ser humano ha ido progresando a medida que se ha ido ampliando la evolución del placer. Cuando su cerebro era semejante al de los demás animales, el único placer que encontraba era la cópula, a la que se veía inclinado con mayor frecuencia que el resto de animales. Al contrario de éstos, si en un principio, igual que sucedía en el reino animal, comenzó a guiarle el instinto, cuando sintió el placer, llegó un momento en que quedó relegado el instinto a un segundo término, dando paso al placer.  La búsqueda del gusto se convierte en su única guía, el motivo ya no es otro que el placer. Ya no podía distinguir si estaba o no en celo, algo le movía constantemente; había separado inconscientemente su comportamiento del de los animales. Todavía no era consciente de las consecuencias, y menos como para asumir esas consecuencias que posteriormente se han dado en llamar la “paternidad responsable”. Pero eso es otro tema. Al placer se enganchó como el adicto a la droga. Fue evolucionando y descubrió que también había otros placeres; ocurrió con el descubrimiento del fuego, el instinto de alimentarse se tornó en nuevo placer, el placer del humo y la leña en la comida asada, y así sucesivamente fue descubriendo a medida que iba evolucionando: la fabricación de armas y utensilios que le facilitaban la vida le llenaba de orgullo y satisfacción, incluso el placer del poder, el gusto por el juego y la invención, el cultivo de la tierra, el vestido y el adorno... Etapas que, como apuntó Freud, va superando el individuo pasando de una a la otra y descubriendo otras nuevas hasta sentirse bien con otro tipo de placer, el que va más allá del instinto o del simple placer físico: el psíquico, entre ellos, la música y la lectura. Leer es pues, síntoma de evolución. 

2. EL INTERÉS 

Que no le interesa es otra razón banal. No vale. Como dijo el filósofo “nada humano me es ajeno”. Y no puede serlo porque formamos sociedad, no solamente conjunto de individuos, sino el resultado de convivir, pensar e interactuar unos con otros. Lo dijo Aristóteles, el hombre es animal social, no puede vivir en soledad, esto no quiere decir que sea gregario, que aquí y ahora no es cuestión de estudiar, sino la intersubjetividad de la que hablaba Ortega y otros pensadores que se traduce en enriquecimiento mutuo entre los diferentes seres, aportando cada cual su grano para hacer granero, que no es sino colaborar al progreso de la misma.

Es cierto que la información (la lectura es eso), sólo interesa cuando el individuo ha satisfecho sus necesidades vitales, alimento, vivienda, vestido, por ser la información una necesidad de segundo orden. No puede emplear el tiempo si antes no tiene satisfechas sus necesidades primarias y vitales en buscar información o interesarse por algo que no sea comida y bebida. Le preocupa vivir, no leer. Testigo y protagonista a su vez de la crisis que la sociedad está sufriendo, a la que de un modo u otro no es ajeno,  no es de extrañar que responda en la encuesta que no le interesa lo que ponen los libros. Según está el país, con un 33 % de familias al borde de la pobreza, es lógico que sobrevivir sea su mayor preocupación. Su interés radica en comer ese día y dar de comer a quienes dependan de él, pagar la vivienda cada mes, y esperar entre calamidades que los tiempos cambien, aunque no sepa qué hacer para cambiar al menos su estado. Confía en otros que quizá lo sepan, sin saber que esos pueden ser tan ignorantes como él pero se han buscado la vida de otra manera, a costa de los demás (como apuntaba don Pío Baroja en nuestro anterior artículo). 

Sin bienestar no hay lectura, y sin lectura no hay bienestar, una pescadilla que se muerde la cola, a la que deberían hincar el diente nuestros representantes, esos que nos gobiernan y que tampoco tienen especial interés en los libros. Ni aunque aparezcan ellos, ocupados en otros menesteres a su servicio.

No hay dedicación más provechosa que la lectura una vez que la persona tiene asegurado el alimento y el bienestar, y no tiene que preocuparse por qué y cuándo va a comer, qué ropa se va a poner o dónde va a vivir. Necesidades que un correcto Estado administrado según intereses comunes debe proporcionar desde que la madre comienza la gestación y el individuo nace, y debe asegurárselas a lo largo de su crecimiento y durante toda su vida. Esa es la finalidad de todo gobierno, o del buen gobierno. De aquí que sea primordial respetar y promocionar el derecho a vivir dignamente y en paz, el más importante de los derechos fundamentales de los ciudadanos, para que luego puedan alcanzar la segunda etapa, fomentar y tener a su alcance las necesidades secundarias, como el acceso a la lectura, o el fomento del placer a través de las virtudes morales y el comportamiento ético, tanto individual como colectivamente. Es decir, facilitar el acceso a la cultura y promocionar el interés por ella. Para alcanzar la cultura el mejor acceso es sin lugar a dudas el libro, en ese arca se atesoran todos los saberes. Si no interesa ninguno es que se ha perdido la virtud de la curiosidad, el placer de la sorpresa, el afán del descubrimiento. El individuo que actúa ajeno al libro tiene anquilosado el cerebro, es incapaz de estimularse, o lo hace con los mismos parámetros de siempre, sin evolucionar, sin abrirse nuevos horizontes. No dejará de ser un molusco.

3. EL TIEMPO 

La falta de tiempo es otra de las razones que los entrevistados daban; no tenían tiempo para leer. Quizá sea esta la de mayor peso. El tiempo. Vivimos a contratiempo, o lo que es lo mismo, a contrarreloj, como si estuviéramos encadenados a hacer esto y lo otro en un límite de tiempo, como el ciclista, cubrir kilómetros pedaleando fuerte sin parar para no quedar atrás. Creyendo que así se ganan etapas. El tiempo nos mata en esta sociedad de las prisas, de la acción, del movimiento. No tenemos tiempo para nada, solamente para trabajar. Y no es verdad. Nos sobra más tiempo en esta sociedad mecanizada que antes, cuando la razón de vivir era la supervivencia. La mecanización ha evitado el trabajo duro y constante; la técnica nos está haciendo la vida más fácil, hay mayor cantidad de producción en menor tiempo, y con la mitad de mano de obra, las dos obsesiones de la sociedad contemporánea. 

Sobra tiempo sin que la producción se resienta, pero, debido también a la técnica, no sabemos repartirlo o lo repartimos de mala manera, sin obtener ni provecho ni resultados. Eso lo saben gobiernos y empresarios, y se idean mil maneras de intervenir en el tiempo de ocio. Desde que la sociedad se mecanizó y de la industria pasamos a la sociedad de consumo, el ocio ha sido otro de los objetivos del manejo del poder. Apenas si el ciudadano medio cae en la cuenta, está planificado para evitar su consciencia, utilizando las técnicas de manera sutil. Que no se entere que le damos gato por liebre. Y el televidente o público en general, se lo traga, incluso pensando que se está imbuyendo de cultura, de sabiduría, de felicidad.

¿Cómo se interviene el tiempo de ocio? Se preguntará el lector avispado, creyendo que ese tiempo le pertenece al individuo y con él puede hacer lo que quiera, emplearlo en lo que le guste; en fin, hacer de su capa un sayo.

Se trata de una manipulación realizada, desde el gobierno a los medios de comunicación, con tal precisión que el ciudadano medio no cae en la cuenta de ese manejo. No sólo le dan reglada la jornada laboral, sino que también el ocio se lo dan reglado, y el individuo parece sentirse culpable si no sigue esos parámetros marcados por intereses y fuerzas ajenos a él. Manejo semejante al de la publicidad, hecho de tal manera “subliminal”, que va dirigido a la emoción, aunque no lo parezca y piense el receptor que se trata de consejos que amablemente le ofrecen para ayudarle a aprovechar su ocio. De ahí se deducen comportamientos en los que el espíritu crítico brilla por su ausencia. Hace lo que le marcan: verbi gratia, días del florecimiento de los cerezos en el valle del Tiétar, pues allá van todos los que quieren aprovechar el corto “puente” del que disponen. Es que además le han dicho en la tele que como hace buen tiempo hay que moverse. Y lo hace, sin ton ni son, a la misma hora por si se escapan los cerezos o se les cae la flor cuando llegue. Marcados por una pantalla, en ese “puente” salen todos corriendo, diputados y diputadas (esta vez voy a usar el femenino, no por la tontería del sexismo, sino porque haberlas haylas, incluso se enfadan porque su chófer no está con el coche dispuesto), salen, digo, como almas que lleva el diablo, todos de todas partes, también los diputados del Congreso, algunos/algunas -se ve que para dar ejemplo-, a esa misma hora, el mismo día y con las mismas miras, y se amontonan a millares en la carretera, en esa zona, hasta entonces vacía sin otras almas que los lugareños. Y los cerezos, que yo sepa por los lugareños, están ahí desde la eternidad, y florecen cada año siempre en la misma época. Pero hasta que no lo dijo alguien en la tele, nadie se acercaba a ver ese espectáculo fascinante de la naturaleza. Preferían ver una peli o dormitar tumbado en el sofá. (No sé después de todo si la tele hizo bien o hizo mal. Quizá lo segundo, por su inconsciente influencia).

El aprendizaje es la mayor satisfacción que una persona puede experimentar a lo largo de su vida. Solamente se adquiere la sabiduría leyendo y observando la naturaleza. Con otras actividades, viendo reportajes, programas de televisión, viajando por rutas turísticas, vacaciones programadas, etc., se pueden ampliar saberes, aumentar la erudición, dónde está el Cabo de Gata, en qué ciudad las calles son de agua, por qué y cómo surgen las fumatas en Azerbayán (Tierra de fuego), cuántos litros por segundo caen en las cataratas del Niágara y qué hizo allí Marylin Monroe... Conocimientos, no sapiencia. La sabiduría es otra cosa. La auténtica sabiduría, esa que eleva el espíritu hasta categorías inconmensurables, se encuentra en los libros. Ellos son el arca donde se guarda, se conserva y se propaga el conocimiento en su sentido profundo.

Hay que aprovechar ese tiempo de ocio, tan importante como el otro, porque en él podremos retomar fuerzas que nos ayuden a vencer las dificultades diarias. Sucede, sin embargo, que el español medio prefiere dedicarlo a otros asuntos que no son precisamente los libros, con mayor motivo en un ambiente rodeado de maquinitas de juegos, imágenes de entretenimiento o salidas con el coche para olvidarse del ajetreo de la ciudad. Busca el descanso, aunque al final, a su regreso, esté más cansado. No ha planificado su ocio, no lo ha aprovechado, y así le ha ido, con la tarjeta -que no será negra- tiritando y el atasco más largo que el viaje. Ha seguido la planificación que le han marcado otros. Si al menos hubiera agarrado un libro, hojeado en el pueblo para informarse de cómo era y es ese lugar... Hubiera aprovechado el viaje. Hay caminos, querido Sancho, que te llevan a do quieras ir, y otros, que no van a parte alguna.

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