viernes. 29.03.2024
rosa1

A medida que se lee la nueva novela de Rosa Montero El peso del corazón apetece cada vez más desempolvar Blade Runner, esa gran película futurista que derrocha melancolía por cada uno de los surcos del disco. Qué puede haber más tremendo que echar de menos lo que no eres, lo que nunca serás, y saber que el tiempo corre indefectiblemente.

Recientemente Robert Juan-Casavella nos recordaba que “en Alicia en el país de las maravillas ya estaba la ley de la relatividad”. Cosas de la fantasía, que tiene a veces la costumbre de adelantarse a la ciencia en las febriles mentes de los creadores de fábulas. En el apéndice documental que cierra la novela habla Rosa Montero de Eugene Polizik, que en 2006 consiguió ya teletransportar un objeto. De ahí recoge ella el testigo y se lanza a crear una historia de un futuro escalofriante con algún punto de luz capaz de ayudarnos a seguir viviendo. Como la vida misma.

El mundo de El peso del corazón, a menos de un siglo vista, es un auténtico caos. El aire se ha privatizado y prohibido la energía nuclear; la teleportación ha creado nuevas generaciones de exploradores estelares y guerras coloniales y, como siempre, dictaduras religiosas o democracias aberrantes azotan la existencia de los hombres, aunque, también como siempre, con mayor saña la de las mujeres. Parece que Rosa Montero hubiese subido el fuego a la bola de cristal para ver nuestro infecto mundo consagrarse como la pesadilla que se adivina cuando uno ve tres informativos seguidos en la tele. No puede ser más verosímil.

Como no había leído su anterior Lágrimas en la lluvia no había descubierto a su protagonista Bruna Husky, una replicante, perdón, tecnohumana, imponente por su altura, de musculatura magra, cráneo rasurado y una línea tatuada que le da la vuelta al cuerpo verticalmente pasando por un párpado y la planta de un pie. Y además diseñada para luchar. El sueño futurista del Bitch manifesto de 1968 de no ser por su inclinación romántica, pero romántica además de los que le tienen miedo al amor. Nada más conmovedor.

Bruna Husky caduca en tres años, diez meses y unos días que se van descontando a lo largo de las páginas. Le obsesiona esa cuenta diaria de enfermo terminal perfectamente sano. Como si no lo fuéramos todos. La única diferencia es que ella lo lleva escrito en su diseño como un yogurt en la tapa. No hay nada más humano.

La narración y su engranaje se comportan como si la tinta simplemente se derramara sobre un papel, así, dando forma a Bruna y su mundo como si tal cosa. Rosa Montero, con esa cuerda imaginaria que es su prosa extremadamente natural, logra conectar con ambos extremos del relato, lector y tecnohumana. O a esa niña rusa que ata las cosas para que no se alejen de su vida con aquellos que se animen a leer esta estupenda parábola del mundo en el que vivimos.

“El peso del corazón”, el sueño futurista de Rosa Montero