jueves. 28.03.2024
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lecturassumergidas.com | @lecturass | por Emma Rodríguez | “Viajar por África era mi manera de oponerme a la velocidad cada vez mayor de la tecnología, de resistirme y de retroceder, aprender a tener paciencia y estudiar el mundo así”. Quien lo dice es Paul Theroux en El último tren a la zona verde (Alfaguara), un libro de viajes que se convierte en las memorias de un viajero veterano que, con toda su experiencia a cuestas, decide, a sus 70 años, ponerse a prueba y emprender nuevamente el camino hacia lo desconocido, hacia la libertad de quien decide marcharse lejos para desconectarse, para no sentir la premura de contestar correos electrónicos, de ceñirse a plazos, de vivir las servidumbres de la vida moderna.

Ese fue el punto de partida de un itinerario que condujo a Theroux (el viaje lo realizó en 2011) a una parte del continente africano que no conocía y con el que intentaba completar su mapa particular, resultado de otro trayecto del que dejó constancia en una obra anterior, El safari de la estrella negra. En esa ocasión había partido de El Cairo y avanzado hasta Ciudad del Cabo; ahora le tocaba retomar el rumbo donde lo había dejado, en Ciudad del Cabo, y viajar hacia el norte desde el lado izquierdo, a través de Sudáfrica y Namibia, poniendo punto final al recorrido en Angola, un país poco frecuentado, apartado de las rutas turísticas, símbolo de lo peor que pueden ofrecernos las sociedades capitalistas.

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En esta ocasión, Theroux acaba conquistándonos con esa vulnerabildad, con la sinceridad con la que nos habla de sus temores y desnuda sus emociones y sentimientos. Al principio, somos testigos de la excitación del viaje, de las ansias renovadas de libertad (“viajar desconectado, fuera del alcance y la mirada de todos, es pura felicidad”, señala), pero, poco a poco, a medida que surgen las dificultades y el autor se va enfrentando a las geografías de la miseria y de la desolación de un África que nada tiene que ver con sus ideas románticas y sí, mucho, con la construcción de un parque temático para turistas y con el abandono de culturas y tradiciones para abrazar con desesperación los valores y las creencias de Occidente, empieza a preguntarse qué diablos pinta él ahí, qué ha ido a buscar.

Dejar constancia del cambio, de las transformaciones, de las posibles mejoras experimentadas en Ciudad del Cabo, diez años después, diez años sin la dureza del apartheid, fue uno de sus objetivos. Y se encontró con barrios de chabolas que habían prosperado, con  jóvenes estudiantes ilusionados con el progreso, pero también con un futuro de desesperanza para una gran parte de la población hacinada en villas miseria (townships), que son explotadas como recorridos turísticos para visitantes que se convierten en voyeurs de la desgracia ajena.

Hay un momento, ya al final del recorrido, en el que Theroux expone: “Mi viajero ideal es la persona que se adentra a la manera esforzada y tradicional en lo desconocido, y en esa convicción se basan mis viajes. Quiero ver las cosas tal como son, verme a mí mismo tal como soy. Soy un hombre de setenta años como un mochilero por Angola, y los únicos extranjeros que veo, -siete u ocho- son hombres de negocios que tratan de sacar provecho de los recursos del país. Tal vez yo soy también así, otro tipo de hombre de negocios, otro tipo de charlatán, alguien que aspira a vivir de estar aquí y escribir lo que ve”.

Del lujo a la miseria, del aparente paraíso a la pesadilla, apenas hay un paso en África, una frontera, una valla, un muro de separación. El viajero se aloja en ocasiones en grandes hoteles y es invitado a un safari exclusivo en el que turistas millonarios pagan cuatro mil dólares diarios por montar a lomos de elefante por la sabana, conocer lugares y emociones sólo al alcance de unos pocos y ser tratados con todo tipo de comodidades en medio de un entorno exótico, de ensueño. Pero la mayor parte de las veces viaja en autobuses por carreteras destartaladas, en siniestros trenes que le conducen a aldeas perdidas donde conseguir agua y comida se convierte en el reto de cada día.

Al llegar a Angola, un país tan difícil de recorrer, tan peligroso y alejado de las primeras páginas de las noticias, el viaje adquiere sus tonos más negros y Theroux, que ya en la frontera detecta “un mundo de mal karma, cercano a la anarquía y oportunista”, no puede dejar de preguntarse cómo un país tan rico en petróleo y diamantes puede estar tan sumido en la miseria, en manos de gobernantes corruptos y de multinacionales cuya única ley es sacar el máximo de beneficios…

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Paul Theroux retrata un África entre el lujo, el parque temático y la miseria