sábado. 20.04.2024
LIBROS

Nada detendrá lo que no es

Juan Carlos Mestre | Alejandro Tarantino ha escrito un libro ineludible, o sea un bien necesario. El bien procede de lo inmanente a su poesía, una posesión sin beneficio, un canto sin ventaja, la revelación como fortuna, y lo necesario de su carácter útil en cuanto error del habla, en cuanto proyección disímil y presencia de lo salvífico. 

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En los bosques de signos de la noche las palabras crecen como semillas de luz. Nadie sabe, amigas, amigos, qué piensan en las raíces de la tierra las voluntades que desean ser árboles, orígenes y principio de algo que aún careciendo de nombre vamos a llamar, provisionalmente, anhelo de la conciencia. Sí, la poesía como conciencia de algo de lo que no podemos tener conocimiento de ninguna otra manera. Nada detendrá lo que no es, escribe Alejandro Tarantino, en las primeras páginas de su libro, Los árboles solitarios, y esa inicial emancipación de la voluntad realista será también la primera conquista, en términos de incautación de los territorios de la nada, de su pensamiento poético, de su inteligencia en el razonar que contra la pragmática del entender es la poesía, al menos lo que yo entiendo por poesía, la voz desacostumbrada que amplía los horizontes significativos del porvenir, la voz dual prolongada hacia las interferencias de otro distinto del yo, la voz indagatoria y averiguadora de los grandes relatos intuitivos, es decir, las poéticas ficcionales del imaginario y las catarsis órficas de la filosofía y el psicoanálisis.

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No teman, tienen ustedes alguna pequeña razón para inquietarse pero no para sentir desasosiego ante mis palabras. Seré breve. Lo que quiero decirles hace tiempo que forma parte de una reflexión expulsada de la meditación sobre el quehacer poético, del concepto de la poesía como vínculo y diálogo con lo sagrado, con las especies de cuanto desconocido imanta con su radical misterio al conjunto de la existencia. Un poema, amigas/os, no es un conjunto de banalidades bien entonadas escritas en la mitad de una página, ni ya la elocuencia dudosamente persuasiva de un registro lingüístico anclado en el prestigio de las palabras bellas, agraciadas en el sorteo de lo precioso. La belleza, como el conjunto de las utopías de la personalidad yoísta ha muerto de aburrimiento en los anaqueles de la vieja retórica. Es otro, es otra, el lugar y la articulación crítica de la voz poética en la sociedad que revisa la gran estafa de lo majestuoso y contemplativo, el gran escándalo de la mansedumbre frente a los sistemas de dominación y la persistente soberbia de los dialectos del poder para mentir.

Si tiempo y eternidad ocupan un común lugar en los balizamientos de las obsesiones del yo, lenguaje y resistencia han de desalojar de la edad de la vida el temor metafísico a la duración y la muerte que llega como obsesiones predominantes de lo trascendente. Operan en esa zona de peligro las herramientas del idioma y los lenguajes de alternancia y variación. Todo los demás, aún cuando nos guste tanto como la música mala, va camino de convertirse en inocua materia de una aún más inútil docencia y en didáctica de la obviedad.

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Es necesario decir estas cosas para hablar de lo que por alterno es perdurable, del árbol solitario, de alguien de regreso a la casa única de los donantes de saber, el poeta, el amante, los profetas ciegos por la noche sin daño de las promesas. Ahí radica, creo yo, la voluntad contemporánea por regenerar un discurso de la otredad, una voz que haciéndose cargo del desafío del otro, de lo otro, la persona y su figura simbólica, la estatua sensitiva de lo humano en la inmovilidad del paisaje, dé cuenta del relato de las semejanzas, establezca conducta en las palabras, redima, es decir libere, perdone, ejerza justicia, sobre las heridas de lo humano. Simpatía y gracia, el don de la afinidad con lo clausurado a los encantamientos de la cordialidad colectiva, la socialización de los bienes espirituales sobre los baldíos del mundo. Árboles y palabras unidos en el destino común de lo perennemente emboscado en el tiempo de lo irredento.

Alejandro Tarantino ha escrito un libro ineludible, o sea un bien necesario. El bien procede de lo inmanente a su poesía, una posesión sin beneficio, un canto sin ventaja, la revelación como fortuna, y lo necesario de su carácter útil en cuanto error del habla, en cuanto proyección disímil y presencia de lo salvífico. Estos árboles son cuerpos bajo la intemperie de las estrellas, son personas extrañadas en la soledad, seres, individuos, sujetos con motivo de razón, radicales simbólicos, criaturas, en lo difícil de lo viviente, sí, pero seres también en la celebración amorosa de la tierra y el aire. Estas figuras erectas sobre la ceniza del Eros y la ceniza del Tánatos, son el deseo fulgente de cuanto se anhela y forma parte del gran desafío humano: la perduración del proyecto común y sostenible de la esperanza. He dicho esperanza, también debería haber dicho piedad y misericordia, también debería añadir bienestar y bonanza y colocarlo en el testimonio junto a infortunio y sufrimiento.

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Hay algo conmovedor en este libro, algo que proviene de su arte hermenéutico, de su capacidad de interpretar el mundo como texto y universalizar una teoría de la verdad desde la concreción de su habla. Hay algo que vincula profundamente las raíces de la letra con las narraciones de la cultura, un elogio saintjohnpersiano de la plenitud del mundo a través de sus árboles, de su vibrante frondosidad y su, permítanme, soledad sonora ante lo arcano y lo cósmico..

La melancolía es el verdadero ángel entre los escombros y las ruinas, escribe  en un memorable verso Tarantino, la tendencia triste del árbol a la inmovilidad, un ser por sí mismo, oculto en la trasparencia de lo paradójico, religiosamente social y solitariamente ético. Eso alcanzo yo a comprender de estos árboles bajo los que Hamlet y Kierkegaard aguardan, acaso, la resolución del enigma, la ironía de lo agotable y lo infinito.

Un árbol es un misántropo, un bosque una asamblea de solitarios, pero más allá de su metáfora, de su traslación de significados está la mudanza de las funciones significativas del idioma, porque existiendo árboles hay navíos que justifiquen el mar y las razones sumergidas del invierno, y sin duda,  para decirlo con sus propias palabras, la propia tierra de tu paraíso.

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Alejandro Tarantino es un poeta que ha asumido los desafíos de la modernidad desde los presupuestos más heterodoxos y eclécticos del pensamiento crítico contemporáneo. Sus árboles son esa realidad absoluta de la que nos habla Eliade, en la que todo se difumina a favor del concepto de la vida sin muerte, lo que la brillante lucidez de Cirlot visualizaba simbólicamente con el árbol recto que conduce una vida subterránea hasta el cielo. En efecto, tema de doctorado habrá de ser este libro desafiante en su asamblea de significados, en sus analogías filosóficas, en su excavación en los límites del conocimiento racional. Árboles, vuelvo a Cirlot, en el paralelismo del ser y el conocer, árbol de vida y árbol de ciencia, la dualidad que asocia los misterios esenciales de la existencia y de la verdad, el árbol como eje del mundo, la palabra como voz y alma del mundo, el acto y la cifra, una misma acción sobre los surcos de la escritura cuando plantar el árbol de los filósofos equivale a poner en marcha la imaginación creadora.

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Como una hermenéutica del amor y los árboles subtitula Tarantino su libro, un arte de la interpretación del deseo como invariable origen del mundo, un proyecto teórico que contra los hábitos mentales -que han acabado por esclerotizar con sus costumbres discursivas el ámbito de lo poético-, no cabe duda restauran la ilusión y restituyen los encantamientos significantes a nuestro horizonte estético.

Termino, si la madera simboliza por excelencia a la madre, y la madera quemada a la sabiduría y la muerte, entonces, estos poemas, estos árboles vivísimos, chopos, sauces, tejos, cerezos, naranjos, tamarindos, arces, tilos o alisos, representan el universo más sentido de lo humano, los anillos fonéticos del habla, la circularidad de cuanto contiene en su cifra la poesía que nunca muere, presencia y vestigio de cuanto aún de sagrado permanece en la palabra y el árbol, la voz del sol, los meteoros y la luminosa estrella que en medio de la noche es este hermoso y radicalmente necesario libro de nuestro buen amigo, de nuestro tan honrado como magnífico poeta, Alejandro Tarantino.

Nada detendrá lo que no es