jueves. 25.04.2024
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Miguel Hernández y Arthur Rimbaud

Nuestro Rimbaud, así es como te nombro, así te llamo yo cuando algún pasajero despistado me pregunta por ti, se interesa por ti, cuando no te conocen. Y me dirás por qué, qué tienes tú que ver con ese rubio de imposibles maneras, con ese francesito caprichoso, con ese niño loco de costumbres extrañas. Déjame que te cuente, Miguelito, déjame que te cuente, ya verás.

Oleza y Charleville, tan parecidas. Vuestra visión primera fue la misma: un compendio de pájaros y huerta, un extenso paisaje de ríos y montañas. Dos pequeñas ciudades de provincias, lugares indicados en el mapa con minúsculas letras. Y también parecida mansedumbre, la misma burguesía aletargada y falsa, el mismo olor a incienso por doquiera. En un ambiente tal, cómo no confundirse, cómo no concebirse superior, como no imaginarse príncipe de las letras.

Aunque surge, temprana, la carencia. En aquellos vergeles de naranjas y sueño, ¿dónde encontrar certeras referencias? ¿A qué mano acudir, adónde hallar las lecturas precisas? Ni en tu casa ni en casa de Rimbaud habitaba el saber. Difícil vislumbrar un alma hermana. Y si acaso algún libro generoso llegaba a vuestras manos, si alguna tarde triste esbozabais un verso sobre un monte de arena, entonces el rechazo: la bronca virulenta de tu padre, el recelo total de su madre severa.

En el colegio, igual: alumnos exquisitos. Los primeros triunfos, el primer referente, al fin algún timón capaz de orientar a dos almas inquietas. ¿Cómo no comparar al padre Almarcha con aquel Izambard barbilampiño? Por supuesto que pronto les pasasteis, pero esas dos personas advirtieron vuestra gran diferencia, os dotaron de libros atrevidos, os mostraron un mundo que hasta entonces os estaba vedado. En tu morral humilde reposaba –qué curioso– un volumen de Verlaine. 

Y llegaron también los amigos afines, los Sijé, Delahaye, Poveda, Labarrière. Llegó una adolescencia repleta de ilusiones, pero también llegaron, como un trueno, las ansias por huir. Era tanta la fe que en vosotros teníais, era tal la confianza en vuestro genio, que Oleza y Charleville no eran más que prisiones. Era fácil intuir vuestro objetivo: las respectivas grandes capitales, el París y el Madrid en donde florecían las rosas más perfectas de las letras, allí donde la gloria os esperaba como la novia espera a su soldado. Adelante, dijisteis, un sinfín de laureles nos aguardan allí.

Pero es duro pastar en esos páramos: si la suerte no surge, si no hay apoyo alguno ni resuenan los níqueles, imposible triunfar. Al contrario: la cárcel os dio la bienvenida, con un tren por testigo en ambos casos. Qué humillación pasasteis, qué mal recibimiento el del jergón. Enorme decepción la gran ciudad, la derrota primera, la oscura soledad, el primer aguijón de vuestras vidas.

Vuelta a casa, por tanto. Infinito el ahogo, pues el aire de la inmensa ciudad, con toda su inmundicia, se os hace más afín y más amable que el de vuestro lugar originario. No es tiempo de llorar, es cuestión de tomar algunas fuerzas y reanudar la marcha, sin miedo a reclamar alguna ayuda, apoyo material o un simple abrazo: es muy fuerte el dragón para brazos tan cándidos. Hay que ser incisivo con las cartas, Juan Ramón o Banville, Bergamín o Verlaine, en el fondo es igual, todas las cartas son la misma carta. Todas ruegan un poco de atención, un mínimo de tacto, un rayo de esa estrella que tanto les alumbra. Todas con humildad, pero con la humildad del que se sabe grande, del que se sabe hermano.

(Y por supuesto el mar, el mar, el mar como su nombre hermoso, el agua como lema, no importa cuál, el agua de la lluvia que alienta la cosecha o el agua de la charca por la que se desboca un barco ebrio, el Segura o el Mosa, el agua como vida. Qué sensación idéntica tuvisteis, tú cuando viste el mar por vez primera,

¡Qué inmenso y grandioso es el mar, cómo se junta con el cielo!

y en los místicos ojos de Rimbaud:

Elle est retrouvée.
Quoi? - L'Eternité.
C'est la mer allée
avec le soleil.

(Ha sido encontrada.
Qué? La Eternidad.
Es el mar ido
junto con el sol.
)

Y de nuevo otro viaje a la ciudad, y por cada dos pasos adelante, once pasos atrás, la semilla del sexo sembrada con dolor en vuestros cuerpos, herederos aún del crucifijo. Es el tiempo del ir y del volver, del meditado exceso, de la errancia, pero siempre la inercia convertida en materia poética, descubriendo belleza entre las telarañas. Es el tiempo jovial del vagabundo.

Pero cayó la vida en una inmensa tregua. La guerra para ti, para Rimbaud el África lejana. Era infame habitar en esas latitudes, pero no claudicasteis, no os dejasteis cubrir por la marea. Idéntica pasión os embargaba, la misma compasión hacia la raza humana. En la pura contienda, qué poco te importaba regalar la chaqueta, cubrir de besos y palabras dulces al más necesitado, al más sediento. Así como Rimbaud levantaba del suelo al mendigo borracho de París o de Londres, así como era tierno con el niño africano que con tanta sorpresa le miraba.

Fue toda vuestra vida un calvario magnífico de versos. Siempre ingenuos los dos, siempre esperando un gran golpe de suerte que os librara de tanta excitación, de tanto sufrimiento sin sentido. Nunca pobló el metal vuestros bolsillos, nunca llegó la calma a vuestra orilla. Apenas una fe, una fe ciega, una fe repetida hasta el extremo, descendiente directa de una imaginación desmesurada: tú soñando con una mano amiga que te llevara al reino de los libres, él con locos proyectos de próspero negocio. Y tan poco quisisteis afrontar lo evidente, tan duro era asumir que la vida es un dulce con especias amargas, que ni siquiera visteis la llegada de la zarpa final.

Porque os vino la muerte en la treintena, aunque nunca supierais aceptarla. Hasta el último aliento, hasta el instante mismo de subir a la barca de la que no se vuelve, no dejasteis de elucubrar proyectos, de pensar en un tiempo venidero y mejor. Y así llegaron Átropos y Láquesis, disfrazadas de pus y miembros amputados, y os llevaron por siempre a su ciego dominio. Como un fiero león la oscuridad se impuso. Pero mientras los versos de los dos nos sigan provocando pinchazos en el pecho, mientras los ojos puros de los hombres se cubran de una pátina de llanto cada vez que el azar evoque vuestros nombres, nunca se hará de noche en vuestras tumbas, será el amor sincero y no la muerte quien vencerá este duelo de fronteras difusas.

Miguel Hernández, nuestro Rimbaud