martes. 23.04.2024
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Su verdadero nombre era Samuel Langhorne Clemens. Nació en Florida-Misuri, 1835, y murió en Redding-Connecticut, en 1910.

Adoptó el seudónimo de Mark Twain, cuyo significado –marca dos-, no es el momento de describir.

De Mark Twain es habitual citar sus obras más famosas como Las aventuras de Tom Sawyer, Las aventuras de Huckleberry Finn, El príncipe y el mendigo y Un yanqui en la corte del rey Arturo. Gracias a estas obras, en especial a la segunda, fue considerado como “padre de la literatura norteamericana” por dos autores que no tenían nada en común, literariamente hablando, Hemingway y Faulkner.

Es paradójico, pero no inusual, que ciertos escritores hayan pasado a la posteridad por un determinado conjunto de obras consideradas mayores y que en la actualidad, sin embargo, no las lea ni su editor. Por el contrario, aquellas otras tenidas como menores sean, precisamente, las que en la actualidad gocen del aplauso lector.

Lo más curioso, en el caso de las obras de Mark Twain, es que las que gozan hoy del beneplácito lector sean aquellas que fueron censuradas tanto en vida del autor como después de su muerte, acaecida en 1910.

Me refiero, por ejemplo, a Oración de guerra, Cartas desde la tierra, Los escritos irreverentes, Diarios de Adán y Eva, El forastero misterioso y La pequeña Bessie.

Ciertamente, el alegato a favor de la paz, titulado Oración de guerra, es una joya del pacifismo. Twain defendía la incompatibilidad del humanismo y el amor que predicaba la religión cristiana con la guerra. En los momentos en que lo escribió, año 1905, EEUU., recién salido de una guerra contra España, se enzarzaba en otra contra Filipinas. El texto lo remitió Twain a la revista Harper´s Bazaar –donde colaboraba-, pero no lo publicó, aduciendo que “no era adecuado hacerlo en una revista para mujeres”. Twain escribió a un amigo: “no creo que la oración se publique en mi tiempo. Solo a los muertos se les permite decir la verdad”.

Cierto. El texto permaneció inédito hasta 1923. Recuperado en los años sesenta se utilizó como alegato contra la guerra en Vietnam, y en España, alcanzaría la categoría de honorable panfleto, repartiéndose entre la ciudadanía cuando los socialistas intentaban meter al país a traición en la OTAN, cosa que consiguieron con el apoyo de apesebrados intelectuales.

CENSURA FAMILIAR

Sin embargo, la peor censura que sufriría la obra de Mark Twain la ejercería su propia familia, especialmente la ejecutada por su hija Clara (1874.-1962). Tras la muerte del padre, Clara se dedicará a expurgar de su obra – ¡a él que tanto había denunciado la censura y la autocensura!-, aquellos pasajes que consideró irreligiosos o irreverentes. En este sentido, extraña que no quemara su obra entera, pues toda ella es un alegato irreverente y sarcástico contra la estupidez humana.

Especialmente, la censura familiar se obsesionó con la religión y con aquellas obras que ponían de chúpame dómine el cristianismo. Su libro Cartas desde la tierra no se editaría hasta que su hija Clara cambiara de opinión, que lo hizo por presiones ideológicas y políticas. La buena mujer cayó en la cuenta de que constituía una contradicción escandalosa mantener públicamente la imagen de un escritor como adalid de la libertad de expresión y censurar sus obras cuando estas constituían una defensa permanente de dicha libertad.

Lo mismo sucedería con la novela El forastero misterioso. No se publicaría hasta 1916, debido a su supuesto contenido antirreligioso, cuando se trata de una apología de la autonomía ilustrada frente a una metafísica trasnochada y supersticiosa. Es, precisamente, Satanás, el forastero misterioso, quien enfrentará al ser humano con su propio destino, haciéndole ver que este era ajeno a cualquier tipo de veleidad transcendental. Es un sarcasmo inaudito que sea el demonio quien haga consciente al ser humano de la servidumbre en que está sumido por culpa de un cielo inexistente. Nadie sabe como el diablo que el reino de los cielos es pura entelequia.

Mucho peor lo pasaría La pequeña Bessie, en la que se ridiculizaba el cristianismo de un modo feroz, y que vería la luz de la edición en 1972, diez años después de la muerte de la hija de Twain. Alguno de sus nietos aprendió la lección que nunca dictó el abuelo, y, asesinándolo por la espalda, siguió ejerciendo de higiénico Torquemada en sus textos.

No es la primera vez que los hijos intentan modificar el legado del padre. En el caso de Twain, su hija Clara, que adoraba a su padre, ¡faltaría más!, aun iría más lejos en su cristianísimo afán por poner en la cabeza de su progenitor lo que ella albergaba en su corazón. Y así, una vez muerto Twain –así cualquiera-, comentaría que su padre “a veces creía que la muerte lo acababa todo, pero la mayor parte del tiempo estaba seguro de una vida más allá”.

Una imagen que difícilmente podremos dibujar en nuestra mente si leemos lo que Twain escribió en sus últimas novelas. No obstante, no tenemos ningún problema en aceptar tal confesión filial. Ello no nos impedirá imaginar al propio Mark Twain echándose a temblar por considerar que otra vez tendría que vérselas con la condición humana, ¡y esta vez revestida de naturaleza celestial! Solo con oírlo, hubiera saltado de su tumba y como la célebre rana saltarina de su relato se habría echado a correr gritando como un loco: “¡Socorro, Satanás ayúdame!”.

Satanás será, precisamente, el protagonista del siguiente texto, que os invito a leer con santa unción –competencia lectora, en términos laicos-, que exige la atmósfera teatral de estos días. Seguro que, al hacerlo, sentiréis un gran alivio gracias a la ironía y sarcasmo del incombustible Mark Twain.

Y, si podéis y lo deseáis, pasad a continuación al salón de las páginas de El forastero misterioso –lo podéis, incluso bajad gratis de internet-, y que, aunque publicado bajo la consideración de “literatura juvenil”, es una narración muy adulta y muy adecuada para mitigar estos días tan tristes y tan negros. Nada como una carcajada abierta y sincera para soportar el espectáculo de invasión abrasiva de lo público por parte de la confesionalidad militante y excluyente de los católicos.

Cartas desde la tierra

Carta II

“Nada les he dicho sobre el hombre que no sea cierto” Deben perdonarme si repito esta observación de vez en cuando en mis cartas; quiero que tomen en serio lo que les cuento y siento que si yo estuviera en el lugar de ustedes y ustedes en el mío, necesitaría este recordatorio cada tanto para evitar que flaqueara mi credulidad. Porque no hay nada en el hombre que no resulte extraño para un inmortal.

No ve nada como lo vemos nosotros, su sentido de las proporciones es completamente distinto y su sentido de los valores diverge tanto que, a pesar de nuestra gran capacidad intelectual, es improbable que aun el mejor dotado de nosotros pueda nunca llegar a entenderlo.

Tomen, por ejemplo, esta muestra: Ha imaginado un Paraíso y deja fuera del mismo el supremo de los deleites, el éxtasis único que ocupa el primerísimo lugar en el corazón de todos los individuos de su raza –y de la nuestra-: ¡el contacto sexual! Es como si a un agonizante, perdido en un desierto abrasador, le permitiese un eventual salvador poseer todo aquello largamente deseado, exceptuando un anhelo, y éste escogiera eliminar el agua.

Su Cielo se le asemeja: extraño, interesante, asombroso, grotesco. Les doy mi palabra. No posee una sola característica que él realmente valore. Consiste –entera y completamente- en diversiones que no le atraen en absoluto aquí en la Tierra, pero que está seguro de que le gustaran en el Cielo. ¿No es extraño? ¿No es interesante? No deben pensar que exagero, porque no es así. Les daré detalles.

La mayor parte de los hombres no cantan, no saben hacerlo, ni se quedan donde otros cantan si el canto se prolonga por más de dos horas. Presten atención a eso. Solamente dos hombres de cada cien tocan un instrumento musical y no hay cuatro de cien que tengan deseos de aprender a hacerlo.

Tomen nota. Muchos hombres rezan, no a muchos les agrada. Unos cuantos oran largo tiempo, los otros abrevian. Van a la iglesia más hombres de los que quieren hacerlo. Para cuarenta y nueve de cada cincuenta hombres el día santo es insufriblemente aburridor. De todos los hombres que asisten a una iglesia un domingo, dos tercios ya están cansados a la mitad del servicio y el resto antes de que termine. El momento más grato para ellos es aquél en que el sacerdote alza las manos para la bendición. Se puede oír el suave murmullo de alivio que recorre la nave y apreciar su gratitud. Cada nación menosprecia a las demás.

Cada nación detesta a todas las demás. Las naciones de raza blanca desprecian a las naciones de color, de cualquier tinte, y si pueden, las someten a opresión. Los hombres blancos rehúsan mezclarse con “los negros”, o casarse con ellos. No les permiten el acceso a sus escuelas o a sus iglesias. Todo el mundo odia a los judíos, no lo toleran a menos que sean ricos.

Les ruego que tomen nota de estos detalles. Más aún. La gente cuerda detesta los ruidos. A todos, cuerdos o locos, les gusta tener variedad en la vida. La monotonía los cansa rápidamente. Todos los hombres, según la capacidad mental que les haya tocado en suerte, ejercitan su intelecto constantemente, sin cesar, y esa ejercitación constituye una parte esencial, vasta y preciada, de su vida. Aquel con un intelecto mínimo, así como aquel con uno superior, posee algún tipo de habilidad, y siente gran placer en ponerla a prueba, verificándola, perfeccionándola. El niño que supera a su camarada en el juego, es tan laborioso y tan entusiasta en su práctica como lo es el escultor, el pintor, el pianista, el matemático, y el resto. Ni uno de ellos podría ser feliz si se le vedara el uso del talento.

Pues ahora, ya tienen ustedes los hechos. Saben qué le gusta a la raza humana y qué le disgusta. Ha inventado un Cielo, sacado de su propia cabeza, por sí solo: ¡adivinen cómo es! Ni en mil quinientas eternidades podrían hacerlo. Ni la mente más capaz que ustedes o yo conociéramos en cincuenta millones de infinitudes podría hacerlo. Muy bien, les diré cómo es:

1.- Ante todo, les recuerdo el hecho extraordinario por el cual comencé. A saber, que el ser humano, al igual que los inmortales, valora desde luego, el acto sexual sobre todos los demás goces, ¡y sin embargo lo excluye de su paraíso!; solamente pensar en el acto lo excita, la oportunidad lo enloquece. En este estado y por alcanzar el irresistible clímax está dispuesto a arriesgar la vida, su reputación, todo, hasta su propio y extraño Paraíso.

Desde la juventud hasta la edad madura los hombres y mujeres valoran la cópula por encima de todos los otros placeres combinados; y sin embargo es como les dije, no existe en el Cielo de estos seres, la oración ocupa su lugar. Así es como la aprecian; pero como todos sus llamados “dones”, es una insignificancia. En su mejor y más plena realización el acto es breve más allá de cuanto pueda imaginarse, quiero decir, de cuanto pueda imaginar un inmortal. En cuanto a su repetición, el hombre es limitado, oh, mucho más allá de lo que puedan concebir los inmortales. Nosotros, los que prolongamos el acto y su éxtasis supremo sin interrupción y sin retracción durante siglos, nunca podremos comprender y compadecer adecuadamente la enorme pobreza de estos seres en lo que se refiere a esta exquisita gracia que, tal como la poseemos nosotros, vuelve tan triviales las demás posesiones que ni siquiera vale la cuenta mencionarlas”.

Mark Twain, lenitivo contra el confesionalismo