miércoles. 24.04.2024
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Foto: Carmen Barrios.

Por Carmen Barrios | “El muñeco” fue el primero en caer abatido sobre el fango pringoso de la fosa. Como una marioneta a la que hubieran mutilado de un tijeretazo limpio, su cuerpo se aflojó sin resistencia cuando una bala le rompió el corazón, abriendo un orificio bruno a la altura del bolsillo izquierdo de su camisa, por el que penetró la muerte para evacuar su vida durante el tiempo que se tarda en emitir un suspiro.

“El muñeco” era conocido por una afición a las representaciones clásicas que nadie entendía, porque a su rostro redondo como el de un bebé de juguete no le iban nada bien los personajes graves y solemnes del teatro shakesperiano que se empeñaba en representar. Hasta que un día, cambió de registro. Llevó al escenario un libreto satírico que sorprendió a todo el mundo.

El éxito desbordó a “El muñeco” y a sus compañeros del grupo de teatro de la escuela superior, causando un regocijo exultante entre sus vecinos que competía con el nacimiento de un eco mortal de ira entre los integrantes del Cártel de la Comarca Alta.

El libreto satírico de “El muñeco” contenía un mensaje sencillo pero liberador, espontáneo y franco como la risa de un niño, que se propagó entre las gentes con la eficacia de un virus. Los diálogos de la obra se repetían en los corrillos de los bares y de las plazas como si se tratara de los versos del más popular de los corridos. Palabras y expresiones que llevaban lustros sin escucharse, que estaban proscritas por la presión de las circunstancias impuestas por un poder en la sombra, pero salvaje, volvieron a escucharse con un tono jocoso y socarrón, el tono de la sátira y de la burla, que cuando  lo impregna todo permite una liberación del alma que invita a torcer el brazo del miedo y puede, incluso, llegar a alterar las relaciones de dominación.

Los integrantes de Cártel de la Comarca Alta comenzaron a notar a su paso el zumbido de un desprecio agudo, celebrado entre risas, eso sí, que interpretaron como lo que significaba.

En una reunión presidida por un temor antiguo, que se resiste a los cambios, sentenciaron a muerte al grupo de osados comediantes capitaneados por “El muñeco”.

Cuando finalizó la que iba a ser la última de las representaciones del ya triunfal libreto satírico, los jóvenes se evaporaron. Pasaron de las tablas del teatro a cavar sus propias fosas en la vereda de un monte desmochado.

Todo sucedió muy rápido, en una noche pastosa, salpicada por una llovizna que terminó en tromba, desaparecieron para siempre veintitrés muchachos en un infierno de fango que devoró sus cuerpos, pero que no pudo ocultar semejante evidencia del horror. El hueco profundo e insondable de tantas ausencias alumbró el principio del fin de una era de pánico, dominada por el poder del código del silencio.

Libreto satírico