miércoles. 24.04.2024

F.O.: Lea Vélez escribió El jardín de la memoria (Galaxia Gutenberg) mientras cuidaba de su marido, George Collinson, enfermo de cáncer. Mientras le acompañaba en sus últimos meses de vida, le propuso participar en la escritura de una novela en la que la autora quería conectar tres historias en apariencia dispares. Por un lado, el pasado de los Collinson en Inglaterra, reconstruyendo los detalles de un drama familiar a través de la transcripción de cartas guardadas durante años; por otro, la peripecia vital de Francisco Boix, superviviente del campo de concentración de Mauthausen y único español que declaró en el juicio de Nuremberg; por último, su propia vida, mediante el relato crudo y sin concesiones de un momento tan trascendental como el adiós al amor de su vida. 

Fernando Olmeda: ¿Cómo surgió la idea de la novela y cómo fue el proceso, teniendo en cuenta que estabas viviendo un momento final, decisivo, como fue la muerte de tu esposo?

Lea Vélez: Cuando enfermó George y supimos que era irreversible, me pregunté: ¿Cómo se muere uno?¿Qué debo hacer?¿Cómo lo acompaño de forma que esto sea un final bonito, que su vida quede, que su vida importe? Así, sentada no me reconocía, no era yo. Le propuse que me ayudara a resolver un misterio familiar. Tenía asignaturas pendientes con sus padres, heridas sin cerrar. En el desván teníamos guardadas viejas fotos y cartas que eran la clave del enigma. Le propuse leerlas y escribir la historia de su familia, a la vez que escribía la de Francisco Boix. El jardín de la memoria es la transcripción de esa labor detectivesca, y, gracias a lo que descubrimos, George fue capaz de perdonar a su padre antes de morir.

F.O.: La novela es un puzzle de observaciones y memorias en el que Lea-mujer se convierte en Lea-personaje y Lea-escritora. Entraste en un proceso de metamorfosis en el que Lea, la esposa de George, se convirtió en autora y en personaje...

L.V.: Empecé a verme como un personaje en una película, ya sabes, la típica frase de «esto no me esta pasando a mí». Me fascinaba lo que estábamos viviendo, todo lo que debía hacer, lo que contaba a las otras madres del colegio, lo que encontraba en aquellos papeles amarillos por el tiempo. Fui capaz de desdoblarme y de controlar la angustia a través de mis conversaciones con él, que era un hombre divertido, guapísimo, interesante en todos los sentidos. También, claro, porque fue el mejor enfermo del mundo, nunca se quejaba y seguía irónico y de buen humor.

F.O.: Para sobrellevar su enfermedad y su muerte, el periodismo y la literatura fueron herramientas esenciales...

L.V.: Si, claro. Un escritor lo es todo el rato. Debía seguir escribiendo e interrogándole a la manera periodística sobre su familia y su pasado, sobre la Inglaterra de los años cincuenta, sobre Malmesbury, ese lugar que en su mente era una suerte de Shangri-La. Efectivamente, soy observadora de nacimiento, es una manera de ser. En ese sentido, es una novela magnetofónica. Temía que si no escribía lo que vivía tal cual era, meses después no iba a acordarme y no sería capaz de contárselo todo a los niños cuando me preguntaran. La novela son fotografías en estado de lucidez que me enseñan cómo hay que mirar la vida. 

F.O.: ¿Y cómo hay que mirar la vida? 

L.V.: Ahora escribo viendo cada taza de café, cada vaso de agua como un momento interesante, como algo que hay que vivir intensamente. Soy más persona de las cosas cotidianas, encuentro belleza y motivación, por ejemplo, en conversaciones como esta, en hacer una broma y conseguir que sonría ese camarero un poco borde... Entiendes lo que es fugaz y lo que no lo es. Que el mayor disfrute está en el humor, en el juego. Te das cuenta de la falsedad que hay, y del pudor. Lo falso hace poso, no nos deja ver algo tan dulce como sonreír a un desconocido, saludar al conserje del edificio o a la cajera del supermercado. Si todos lo hiciéramos, la vida sería aún más fabulosa. La muerte me ha hecho entender el valor de todo, porque junto a la muerte se aprende a vivir, y mi libro sirve, creo, para expresarlo.

F.O.: ¿Y a vivir la vida de verdad, sin disfraces, aunque duela? 

L.V.: En la vida, la verdad da golpes, yo ahora no soy mujer de eufemismos. Voy directa, y esa verdad incomoda, es molesta, incluso obscena. En la novela no se me ha escapado la verdad, la ejerzo de manera consciente. Elimino capas de pose, mentiras, maquillaje, hasta desnudar el corazón. Cuento las cosas como son, sin los eufemismos que tapan la literatura, y quizá un relato así enfrenta al lector a sus propias mentiras. Todo el mundo se reconoce de una forma u otra, y dice: «¡Bien! Esto es así y no llamamos a nada por su nombre». Con la chaqueta del «todo va bien», «todo es estupendo», no tapas el horror, y además, la vida se acaba. De todas formas, hay quien me ha dicho que soy demasiado sincera. Vivir la muerte así te pone en esta extraña situación de verdad.

Con la chaqueta del «todo va bien» no tapas el horror, y además la vida se acaba

F.O.: ¿Qué has aprendido durante el proceso de escritura de El jardín de la memoria

L.V.: En mis anteriores libros (salvo La cirujana de Palma, que lleva unos meses en librerías pero que escribí después de El jardín de la memoria) no hubo nada artístico o trascendental, no hubo impulso vital. En el trabajo de guionista, casi siempre escribes personajes a medida y pierdes tu voz. La voz verdadera se pierde en el mundo convencional. Escribiendo esta novela he descubierto mi voz más profunda.

F.O.: Entre vida y viuda solo hay una letra de diferencia, pero muchas veces da la sensación de que fueran términos antagónicos, como si las viudas dejaran de tener vida...

L.V.: Ser viuda es un aprendizaje, es desconcertante. El círculo defensivo frente la sociedad se abre y hay que cerrarlo, y a veces hay que defenderse de depredadores, de pesados que te ven de una manera que no se corresponde con la realidad... Es un trago cuando te preguntan sobre la ocupación de tu marido y piensas:  ¿Le digo que ha muerto? Se va a quedar cortado. Con el tiempo te acostumbras a decirlo, «mi marido ha muerto», a que el otro ponga cara de angustia y a seguir adelante. El duelo es un proceso, la vida es una serie de efemérides vitales, casi cada semana. Cuando llega el otoño, por ejemplo, me convierto en un manojo de nervios (George murió en noviembre de 2011). Pero aprendes a disfrutar de las emociones tristes, al menos yo. Me refiero a que aprendes a saborear lo amargo, el gintonic de la vida. La infelicidad sabe a gintonic. ¿Acaso no es amargo el gintonic y nos gusta?

F.O.: ¿Qué importancia tiene mantener los recuerdos, la memoria de las personas ausentes?

L.V.: En la familia de mi marido nunca se habló de la desgracia de su hermano, que murió de leucemia siendo un niño. Era una cosa triste, se enterró todo, los recuerdos, no se hablaba de él. Sin embargo, sus cosas y sus cenizas estaban guardadas en un armario, con llave. Esto creó un mito, una intriga y un agujero en todos ellos. De esa historia aprendí que hay que mantener regados los recuerdos de los que se fueron. Si no los regamos, y no los revisitamos, perdemos parte de nuestra propia esencia. He descubierto eso, y he plantado un jardín para que mis hijos tengan a su padre.

F.O.: Llama mucho la atención la participación de tus hijos en la novela. En tu blog personal mencionas la frase del mayor, cuando te dijo: «¿Vas a contarnos el cuento de cómo se murió papá?». ¿Cómo lo han vivido y qué aconsejas para madres o padres en una situación parecida a la tuya?

L.V.: Escuchamos poco a los niños. Les tratamos como si fueran maletas, apéndices que queremos mucho, pero con los que no hablamos de cosas trascendentales, y sin embargo son capaces de entrar en esa dimensión a través, por ejemplo, de los juegos. Pasan nuestro mismo duelo, hay que reconocerlo para ayudarles a que lo entiendan. Cuando tu hijo te dice: «Nunca olvidaré a mi padre, porque yo lo vi morir», es que quiere hablar, quiere iniciar un diálogo. Somos los adultos quienes debemos sacar el tema, porque ellos no encuentran a veces las palabras, pero eso no significa que no le den vueltas en la cabeza. Me siento orgullosa de ellos y de que podamos hablar de su padre con libertad y alegría, sin andar de puntillas.

F.O.: Y una novela en la que te expones a corazón abierto, en la que reconstruyes de manera tan cruda y sin concesiones momentos tan trascendentales, ¿puede ser comercial?

L.V.: El jardín de la memoria es más un objeto artístico que comercial, porque lo comercial -o sea, tratar de agradar a todo el mundo- elimina lo universal, la empatía, la conexión. Sin embargo, quizá irónicamente, creo que es muy comercial porque ese espejo que te decía toca a todo el mundo. Están llegándome muchos comentarios en ese sentido. Todo el mundo tiene una historia parecida a la mía, o conoce de una, porque mi historia es una más, como otras cien mil más, pero es una historia universal. Además, aunque todo sea verdad, sigue siendo una novela.

Aprendes a disfrutar de las emociones tristes, a saborear lo amargo. La infelicidad sabe a gintonic

F.O.: El miedo es un concepto relativo en tu vida, pero en estos días de incertidumbre con la salida a librerías de una obra de este tipo ¿tienes algún temor, algún miedo?

L.V.: Temo que se prejuzgue el libro antes de haberlo leído, que haya gente que no lo lea porque crea que es un libro de testimonio. No lo es. No es la historia de una muerte, es mucho más. Es una historia compleja con personajes que interactúan, que abunda en conceptos como la creatividad del autor, la literatura, el amor, la familia y sobre todo, el ser humano como superestructura. El jardín de la memoria son hechos reales. Una historia real que se lee como una novela, una novela de verdad.


Lea Vélez: "Escribiendo la muerte de mi marido he encontrado mi voz"