viernes. 29.03.2024
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(Foto: Café Gijón de Madrid, lugar de encuentro de escritores) 

Buena parte de las obras de autores como José Luis Sampedro, Ana María Matute, José Manuel Caballero Bonald o Francisca Aguirre fueron escritas cumplidos los 65 años

Al margen | La inmensa mayoría de los escritores españoles vive de labores distintas a la literatura. Por lo general, desde que accedieron a la edad laboral o finalizaron sus estudios, sus ingresos les han venido de una profesión distinta: profesores, funcionarios, periodistas, empleados de banca o de seguros, administrativos y un largo etcétera de dedicaciones laborales bastante parecidas a las que ejerce el común de los mortales. Sólo unos pocos pueden decir que viven de la literatura y por lo general son escritores de edad más que madura que han acumulado una experiencia que les permite ser requeridos en los más diversos foros o devengar derechos de autor por sus obras.

Todos estos escritores acumulan cotizaciones por esa historia laboral durante tres o cuatro décadas y se trabajan con tesón el derecho a recibir una pensión cuando cumplan 65 años o la edad legal de jubilación establecida. Es en ese momento cuando el escritor ve la posibilidad de disponer de todo el tiempo que le faltaba, de acudir a conferencias y otros eventos sin tener que buscar hueco en sus períodos laborales, de dedicar mucho más tiempo a escribir, a sacar adelante proyectos guardados en un cajón durante largo tiempo. Y de hacerlo con total libertad: la que le otorga percibir mensualmente la pensión pública para la que ha cotizado durante toda su vida laboral librándole de servidumbres y condicionantes respecto a aquellos medios en que publique o respecto a las editoriales que quieran influir en su labor literaria. Durante su vida laboral “ha ido adquiriendo al Estado” su libertad plena para escribir lo que le venga en gana una vez que la misma finalice por jubilación.

Hasta finales de 2012, realizar esa tarea no suponía problema alguno. El escritor percibía su pensión y podía compatibilizarla con los derechos de autor (bastante magros en la mayoría de los casos) y con actividades literarias remuneradas. El Estado, así, encontraba una vía para ingresar recursos para fortalecer el Estado del Bienestar puesto que tanto los derechos como las actividades literarias están sujetas a la correspondiente retención por IRPF. Y, por derivación, el conjunto de la sociedad se beneficiaba de una labor sustentada en una dilatada experiencia: la sabiduría, el conocimiento, la calidad de la obra de esos escritores suponía un notable enriquecimiento de nuestro acervo cultural. No olvidemos que los premios Cervantes, los premios Nacionales de las Letras y, en general, lo escritores que han forjado una sólida bibliografía, suelen ser autores de más de 65 años que siguen produciendo cultura y a los que la sociedad les sigue demandando nuevos contenidos, nuevas obras.

El Gobierno, probablemente acuciado por la reducción de los fondos de la Seguridad Social, aprobó el Real Decreto Ley 5/2013, de “medidas para favorecer la continuidad de la vida laboral de los trabajadores de mayor edad y promover el envejecimiento activo”, en virtud del cual se permite trabajar a los jubilados y compaginarlo con el cobro de la pensión, pero sólo cuando los ingresos generados por esa actividad sean inferiores al salario mínimo interprofesional. En coherencia con ello, cualquier persona mayor de 65 años que esté cobrando una pensión de jubilación, no puede realizar ninguna actividad artística ni ninguna aportación a la cultura que tenga un valor superior a 9.172,80 euros anuales, ya que, de lo contrario, pierde su derecho al cobro de la pensión. Pero no sólo eso: tal como señala Carlos Muñoz, asesor jurídico de la Asociación Colegial de Escritores, “no sólo pierde ese derecho, viéndose obligado a devolver lo cobrado en concepto de pensión, sino que, además, se ve obligado a darse de alta en el régimen correspondiente de la Seguridad Social (en este caso el de Autónomos), y pagar las cuotas correspondientes a todo el año. Pero como esto no parece ser suficiente, se establece, además, una penalización de seis meses de cobro de pensión una vez recuperado el derecho a la misma”.

Es decir, un escritor mayor de 65 años puede, como cualquier otro ciudadano de la misma edad, cobrar sin límite ingresos por rentas heredadas, puede especular con activos financieros, beneficiarse del arrendamiento de varios pisos o cobrar dividendos como accionista sin que tal decreto tenga aplicación en esos casos. Incluso puede ser accionista de editoriales o periódicos y recibir beneficios por ello. En otras palabras: se penaliza la actividad intelectual, la labor creativa de artistas en general y se abre un abismo en la labor de quienes a lo largo de su vida han acumulado conocimientos y experiencias para enriquecer culturalmente a la sociedad.

Hay que señalar, de paso, que gran parte de los escritores jubilados cobran pensiones más bien bajas: en mi experiencia en la ACE he podido comprobar que son muchos los que perciben entre 400 y 800 euros mensuales, por lo que la actividad intelectual y el cobro de derechos de autor (cuando se dan, lo que no siempre ocurre ni mucho menos) vienen a ser una forma de acceder a una vida digna con unos ingresos familiares escasos pero suficientes o casi. De otro lado, en el caso de ser privado de la pensión, ¿es de recibo que un autor mayor de 65 años que a lo largo de toda una vida laboral, cotizando a la seguridad social, se ha ganado el derecho a una pensión  tenga que hacerse autónomo sabiendo que hoy puede tener ingresos significativos por una actividad y meses después carecer de ellos porque ni las ventas de sus libros ni la posibilidad de impartir conferencias, publicar artículos o dar cursos se concreten? Ese es el caso de quienes perciben una pensión contributiva, pero si analizamos el de los que se “benefician” de pensiones no contributivas —cuyo nivel linda con lo miserable— no es difícil entender la gravedad de la medida. 

La situación tiene contornos surrealistas y nos aleja de los países más avanzados de la Unión Europea. En concreto, los países europeos que permiten compaginar el cobro de la pensión de jubilación con la realización de trabajos por cuenta propia o por cuenta ajena, son los siguientes: Alemania, Francia, Reino Unido, Austria, Italia, Chequia, Noruega, Portugal, Finlandia, Hungría, Suecia, Polonia, Estonia, Chipre, Liechtenstein, y Luxemburgo. Es decir, los países a los que nos gustaría parecernos y con los que debemos compararnos.

No es esta la vía para favorecer un “envejecimiento activo” ni para posibilitar mayores ingresos en las arcas públicas (sería bueno conocer cuánto ingresa Hacienda en IRPF por derechos de autor y otras labores de índole intelectual realizadas por mayores de 65 años). Habrá quien intente equiparar esta labor con la de otras profesiones no vinculadas con la creación. Me parece legítimo (es más, la normativa europea arriba mencionada no hace distingos al respecto). Sin embargo conviene resaltar que un país solvente desde el punto de vista democrático se mide por la capacidad que tiene para aprovechar al máximo y difundir contenidos culturales, para posibilitar que sus creadores vuelquen en la sociedad su experiencia, sobre todo a una edad en la que la riqueza de su masa crítica se sustenta en una experiencia insustituible, de un valor incalculable en términos económicos: no tenemos más que pensar que buena parte de las obras de autores como José Luis Sampedro, Ana María Matute, José Manuel Caballero Bonald o Francisca Aguirre —cito a vuelapluma— fueron escritas cumplidos los 65 años. Y también conviene subrayar que las obras literarias (desde un libro a una conferencia), al cabo de un tiempo, pasan a ser de dominio público, es decir, patrimonio de toda la sociedad, lo que no ocurre con los bienes generados en las profesiones no creativas. En el fondo, el escritor (el creador) trabaja consciente de que su obra será de todos los ciudadanos (al contrario que una vivienda, una joya, un mueble o un paquete de acciones, por ejemplo).

Un Estado no puede actuar de este modo con sus creadores. Salvo que quiera, dicho en términos coloquiales, prescindir del principal intangible que una sociedad deja a las generaciones futuras: el patrimonio cultural y de conocimiento que le aporta sentido, identidad y, por derivación, calidad de vida colectiva en su sentido más profundo y trascendente.     

 Manuel Rico | Escritor. Presidente de la Asociación Colegial de Escritores (ACE)

El escritor jubilado, ¿enemigo público?