jueves. 18.04.2024

De poesías y de teatro, de alegrías y tristezas, de esas Españas que mueren y que bostezan, de soledades y cantares son los caminos que escribió el gran Machado.

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Antonio Machado retratado por Joaquín Sorolla

Antonio Cipriano José María Machado Ruiz nació en Sevilla el 26 de julio de 1875, y murió en Colliure, Francia, el 22 de febrero de 1939. Uno de los más ilustres representantes de la insigne Generación del 98. Fue, como lo definía Max Aub, “un modo de ser”.

Mi infancia son recuerdos de un patio de colegio, donde rezábamos el ángelus y cantábamos el cara al sol. Y en el aula, al escondido, nos leía a Hernández y a Machado un profesor. En el calor del estío, en un sombrío salón de clases, las moscas revoltosas nos evocaban aquellas otras cosas que ni iglesias ni dictadores podían impedirnos soñar.

Pecando de inmodestia puedo decir que hay dos cuestiones que me unen a este gran autor: la primera, que fue docente, durante algo más de cuatro años, en el Instituto de Enseñanza Secundaria (IES) Cervantes de Madrid en el que cursé mi bachillerato y donde una placa recuerda su breve paso por la institución como catedrático y profesor de francés. En una orden infame de 1941 se le separó y dio de baja en el escalafón de catedráticos de Institutos Nacionales de Enseñanza Media. Hubo que esperar hasta 1981 para que un claustro de profesores del Cervantes solicitara su legítima restitución y que el entonces ministro de Educación, Mayor Zaragoza, firmara el 31 de diciembre su rehabilitación. Así, a título póstumo y recordando las palabras del poeta de que “hoy es siempre todavía”, se limpió el buen nombre de Machado reconociéndole como miembro de honor del claustro del instituto.

El otro asunto que me junta con el heterónimo de Juan de Mairena es que ambos le creemos a la loca cordura del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha:

“Por un camino en la árida llanura, / entre álamos marchitos, / a solas con su sombra y su locura / va el loco, hablando a gritos. (…)

No fue por una trágica amargura / esta alma errante desgajada y rota; / purga un pecado ajeno: la cordura, / la terrible cordura del idiota.”
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Placa en homenaje a Machado en el IES Cervantes de Madrid (foto: Héctor Chaves)

A lo largo de los años uno surca muchos caminos, algunos no los volverá nunca a cruzar. En otros, nos encontramos con esos personajes que nos enseñan de la vida, de la historia, del narrar y del cantar. Machado es uno de esos actores de nuestra existencia cuya prosa y cuyos poemas, muchas veces en la voz de Joan Manuel Serrat, resuenan en nuestras cabezas, laten en nuestros corazones y dejan indelebles huellas en las almas pasajeras.

El poeta de los campos castellanos le dedicó versos, además de a Gonzalo de Berceo, a Unamuno, quien le nombraba como “El hombre más descuidado de cuerpo y más limpio de alma de cuantos conozco”, a Jiménez, Valle Inclán, Azorín, Palacio, Darío y, como no, a García Lorca

“Se le vio caminar… / Labrad, amigos, / de piedra y sueño en el Alhambra, / un túmulo al poeta, / sobre una fuente donde llore el agua, / y eternamente diga: / el crimen fue en Granada, ¡en su Granada!”

A él también le dedicaron una poesía en forma de pintura. El retrato que Joaquín Sorolla le hizo en 1917 y que le donó como un “poema personal”. El lienzo se encuentra en la Hispanic Society of America de Nueva York.

Machado participó en Valencia, ya en plena guerra civil española, en el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura que organizaba la Alianza de Intelectuales Antifascistas y para el que escribió un discurso que tituló “El poeta y el pueblo”, publicado el 16 de julio de 1937 en La Vanguardia, en el que reflexionaba:

“Cuando alguien me preguntó, hace ya muchos años ¿piensa usted que el poeta debe escribir para el pueblo o permanecer encerrado en su torre de marfil?, yo contesté con estas palabras, que a muchos parecieron un tanto ingenuas ‘Escribir para el pueblo – decía un maestro- ¡que más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos – claro está – de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es, por de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas de inagotable contenido que no acabamos nunca de conocer. Y es mucho más, porque escribir para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria, escribir para los hombres de otras razas, de otras tierras y de otras lenguas. Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes en España; Shakespeare en Inglaterra; Tolstoi en Rusia. Es el milagro de los genios de la palabra. Tal vez alguno de ellos lo realizó sin saberlo, sin haberlo deseado siquiera. Día llegará en que sea la suprema aspiración del poeta. En cuanto a mí, mero aprendiz de gay-saber, no creo haber pasado de folklorista, aprendiz, a mi modo, de saber popular.”

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Portada de La Vanguardia del 16 de julio de 1937

Cuanta razón tuvo don Antonio en sus versos, cuanta queja justificada por la poca cabeza y la mucha sangre derramada

“Del pasado efímero / Este hombre no es de ayer ni es de mañana, / sino de nunca; de la cepa hispana / no es el fruto maduro ni podrido, / es una fruta vana / de aquella España que pasó y no ha sido, / esa que hoy tiene la cabeza cana.”

Aunque nunca persiguió la gloria, se quedó en nuestra memoria con sus mundos pintados de sol y grana, con sus campos de Castilla, su Soria y su Sevilla, y con su hastío. Le cantó al olmo viejo, al cristo de los gitanos, al pasado efímero y al cante jondo. Sus sueños hicieron camino al andar y presagiaron aquella senda que nunca iba a volver a pisar. Sus pisadas terminaron junto al mar, como esas estelas de su caminar, en el pueblito francés de Colliure un 22 de febrero. Allá se quedó y nos dejó imaginando los caminos que él mismo soñó:

“Yo voy soñando caminos de la tarde. ¡Las colinas doradas, los verdes pinos, las polvorientas encinas!…

¿Adónde el camino irá? Yo voy cantando, viajero a lo largo del sendero… -la tarde cayendo está-.

“En el corazón tenía
“la espina de una pasión;
“logré arrancármela un día:
“ya no siento el corazón”.
Y todo el campo un momento
se queda, mudo y sombrío,
meditando. Suena el viento
en los álamos del río.
La tarde más se oscurece;
y el camino que serpea
y débilmente blanquea
se enturbia y desaparece.
Mi cantar vuelve a plañir:
“Aguda espina dorada,
“quién te pudiera sentir
“en el corazón clavada”.

Caminante, no hay camino