sábado. 20.04.2024
colombia

El triunfo del no me da mucha tristeza y me impele a una reflexión profunda que tendré que madurar. Tal vez sea la constatación de lo que mucha gente piensa y algunas personas dicen: el problema de Colombia son las y los colombianos. Al menos una parte de ellas y ellos. Esa que se ha permitido votar en contra de los acuerdos de paz porque no debe saber bien lo que es la guerra.

Qué pena con quien se crea en sus cabales, pero siento que nos hemos vuelto locos.

No quiero culpar a ninguna circunstancia ni a ningún hecho de que se haya inclinado la balanza del lado del mal. Del mal que supone no apostarle a la esperanza. El fiel ha girado hacia el no porque la ciudadanía lo ha votado. Pero eso no quita para que no pueda decir: ¡vaya mierda! Porque vuelven a ganar los de siempre y a perder los que no cuentan.

Yo, que soy ateo y que tengo el alma mitad en la cabeza y mitad en el corazón, me siento dolido. Que la gente recurra a su dios para dar las gracias por haber “triunfado” es todavía más estúpido si cabe. Si la gente que cree en ese dios que representa el papa Francisco fuese consecuente con lo que se jugaba hoy en las urnas, habría barrido el sí. Si la iglesia mayoritaria de este país hubiera declarado abiertamente su postura a favor de la paz, como se supone que debería haber hecho, habría arrasado el sí. Los poderes mediáticos, que con sus medias tintas han contribuido a la duda y al desconcierto, tendrán que asumir su parte de responsabilidad. Si la academia le hubiera apostado con fuerza al futuro, llenando sus paredes de pintadas por la paz y por el sí, éste seguro que habría triunfado.

Pese a mi ateísmo creo que la comunicación que hacemos determina la sociedad en que vivimos. Esa comunicación hoy ha perdido. También la educación ha fallado. Han podido más el miedo y los mensajes desinformativos que la ilusión y los argumentos. La instrucción se ha impuesto a la formación. Las órdenes han superado a los análisis.

Colombia y sus gentes han perdido. Yo, como profesor de comunicación para la transformación social he perdido, porque no sé si he hecho bien la parte, pequeña pero parte al fin y al cabo, que me tocaba. También he fallado como periodista.

Decir que con estos resultados gana la democracia y se salva la constitución, como están diciendo a estas horas algunos intelectualoides de partidos como el Centro Democrático, es no tener dos dedos de frente ni cultura política ni comprensión de la gravedad de decirle no a uno de los pedazos de la paz.

Hace unos meses me sentí triste por la jornada electoral en España, hoy me siento más triste aún porque en Colombia se votaba por la convivencia, por el respeto, la solidaridad y la comprensión de las diferencias. No se trata de poner en duda la democracia, es la gente la que ha votado por el no. Pero es una mala apuesta por el futuro. La victoria del no en Colombia es el triunfo del individualismo y los intereses particulares frente a lo colectivo y los valores sociales. Nadie se lo esperaba, creo que ni siquiera los contrarios a los acuerdos de La Habana.

Pero también hay que preguntarse dónde están los más de veintiún millones de ciudadanas y ciudadanos que no han acudido a las urnas.

¿Es válido un resultado, el que sea, con tan sólo el 37,16 % de participación? No tengo suficiente conocimiento legal para ponerlo en duda; además, el umbral aprobatorio se había establecido en algo más de cuatro millones y medio de votos. Pero sí lo puedo cuestionar desde el sentido común.

¿Habría hecho este comentario en caso de haber ganado el sí? Probablemente sí, aunque tal vez como dato estadístico y no como argumento para dudar del valor del resultado. Que casi dos de cada tres colombianas y colombianos no hayan participado en la que se presentaba como la convocatoria más importante del país para empezar a construir un futuro en pacífica convivencia es un dato para estudiar.

¿Un error haberle preguntado a la gente? No voy a decir tajantemente que sí, pero tampoco que no. El no en el plebiscito puede tumbar más de cuatro años de duras negociaciones políticas. Acaba con la ilusión de la gente que más ha perdido en estos cincuenta y dos años de guerra encubierta. Y deja una sensación de vacío y desesperanza que aprovecharan los violentos, esos que se dicen demócratas y defensores de la patria, para seguir ampliando la brecha social, política y económica de un país que quería vivir el realismo mágico, la magia salvaje, y no dejarse abrazar por la serpiente.

Colombia se ha partido electoralmente en dos: el centro, salvo el distrito capital, a favor del no, y la periferia, por el sí. Que algunas de las zonas más empobrecidas del país, donde más se ha sufrido la guerra y más sangre han derramado en el conflicto armado, hayan votado sí y que ciudades “prósperas”, con grandes riquezas de las que no voy a valorar su procedencia, se permitan votar no, es una muestra de la brecha social y de la esquizofrenia que vivimos.

Triunfó la fe colonialista y anticuada, ganó el no de los del dios del sagrado corazón y el espíritu santo, el de los criollos blancos. Perdieron las buenas gentes, perdieron los otros dioses, las otras culturas y las diversidades. No han perdido las FARC-EP ni Santos, ha perdido Colombia, ha perdido la región y perderá el mundo. Que ya no sé que tan posible sea que algún día pueda ser otro y mejor.

Ayer, en su concierto en Bogotá, Ara Malikian se despedía con una sonata de Bach y deseando al público “mucha, mucha, muchísima paz”. Tristemente hoy, en toda Colombia, han ganado las notas contrarias a esa paz en la que seguiremos creyendo. Aunque ahora no tengamos muy claro qué hacer para alcanzarla.

Una gran tristeza.

Una tristeza muy grande