viernes. 19.04.2024
estudiantes-2
Pintada en una calle del centro de Bogotá.

“Estudia para que te hagas un hombre”. Era una frase típica y tópica de nuestros mayores en la segunda mitad del siglo XX. Se suponía que pasar por las instituciones académicas, y más por la universidad, nos formaría como ciudadanas y ciudadanos críticos y con criterio y nos darían elementos para que se nos abrieran nuevas y distintas puertas en lo personal y en lo profesional. Nos ayudarían a “labrarnos un futuro”.

Pero estudiar con esa idea de crecimiento, desarrollo y madurez, es decir: pensando, siempre ha tenido sus riesgos. Cuestionar, hacer preguntas, poner en duda el sistema y elevar la voz contra las injusticias y desigualdades ha sido siempre un deporte de riesgo. Si eres estudiante, o docente, o sindicalista, o defensor (a) de derechos humanos, el riesgo se multiplica por equis.

Precisamente ha sido un profesor de la Universidad Distrital, que fue mi estudiante en la maestría en Comunicación, desarrollo y cambio social, y con el que siempre he mantenido interesantes debates críticos desde el cuestionamiento de los medios, quien me ha sugerido que hable de eso: de las tragedias estudiantiles.

El poder, en sus múltiples formas y manifestaciones siempre ha temido a las cabezas pensantes. Y eso le ha llevado no a entenderlas, sino a reprimirlas y censurarlas. “No leas, no pienses, romperás tu felicidad”, al más puro estilo ejercido contra los libros por el bombero de Bradbury en Farenheit 451.

Cazas de brujas, noches de quema de libros (Bebelplatz en Berlín 1933 o Santiago de Chile en 1973) o incendios de bibliotecas en distintas épocas de nuestra historia (Alejandría, Constantinopla, Granada, Sarajevo o Bagdad). También el cura y el barbero le quemaban a don Quijote los ejemplares de su biblioteca para evitar que fantasease y desvariara.

Son acciones contra las muestras culturales, contra las acciones educativas, contra la lectura y el pensar. También se produce violencia contra quienes defienden la cultura, la educación, los libros y el pensamiento libre.

Podríamos citar numerosos ejemplos de los muchos que se encuentran en los anales de la historia. Haciendo uso de esa memoria que Benjamin dice que es casi sinónimo de justicia porque nos permite abrir aquellos hechos que la propia historia o el derecho habían archivado para olvidar. Y hacer presente ese pasado nos ayuda, como señala Reyes Mate, a ampliar el campo de la justicia; tan enterrada hoy por losas de indiferencias y montañas de mentiras.

En España, en 1969 fue asesinado el estudiante Enrique Ruano, haciendo pasar su muerte por un suicidio. En 1970, otro estudiante, Javier Escalada, era abatido a tiros por la policía. En diciembre de 1979 en los alrededores de la plaza de Embajadores, la policía asesinaba a dos jóvenes estudiantes, José Luis Montañés Gil y Emilio Martínez Menéndez tras una manifestación en contra de la Ley de Autonomía Universitaria que estaba promoviendo el gobierno de la UCD con el presidente Suárez al frente. Hubo juicio, pero ningún policía fue condenado.

En Colombia por estos días se han recordado los hechos acaecidos el 9 de junio de 1954, cuando tres estudiantes fallecían por los disparos del ejército en la confluencia de la carrera 7ª con calle 13, en Bogotá, tras una manifestación. Ese día, dentro de la propia Universidad Nacional, la policía mataba a otro estudiante, Uriel Gutiérrez Restrepo, de un tiro en la cabeza.

La movilización ciudadana se había convocado en recuerdo de otros hechos luctuosos de los que se cumplían veinticinco años, el asesinato del estudiante Bravo Páez a manos de la guardia presidencial que reprimía las protestas en contra de la United Fruit Company por la masacre de las bananeras.

estudiantes-6
No más brutalidad policial

Desde entonces se han venido sucediendo las muertes de estudiantes por la acción de las fuerzas de seguridad del Estado. Esa tarea represiva la lleva a cabo principalmente, desde su creación en 1999, el ESMAD (Escuadrón Móvil Antidisturbios), grupo policial establecido por una directiva que buscaba modernizar la policía como parte del llamado “Plan Colombia” suscrito con los Estados Unidos y que ponía por encima de todo la irónicamente denominada “seguridad democrática”.

El 3 de junio de este año fallecía, tras permanecer mes y medio en estado de coma, Miguel Ángel Barbosa, estudiante de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas de Bogotá. La actuación violenta e injustificada de ese grupo represivo acabó con su vida. Se estaba manifestando, junto a cientos de sus compañeros de estudio, dentro del recinto de la sede de la institución académica en Ciudad Bolívar, contra la situación de caos académico y administrativo que se vive al interior de esa universidad. Un claustro en paro estudiantil por la mala praxis de sus directivos.

En el tiempo transcurrido desde 1999 hasta nuestros días se han ido acumulando las acciones violentas por parte de ese pelotón de asalto que parece ser responsable de algunos crímenes.

Carlos Giovanni Blanco, estudiante de medicina de la Universidad Nacional recibió un disparo durante un operativo del Esmad en el interior del recinto universitario, el 8 de noviembre de 2001. En Bucaramanga, el 20 de noviembre de 2002, fallecía víctima de un tiro en el pecho el estudiante de la Universidad Industrial de Santander Jaime Alfonso Acosta, durante una protesta en esa institución.

Nicolás Neira, estudiante de noveno grado de tan solo quince años de edad, fallecía tras ser agredido brutalmente por algunos miembros de ese grupo de asalto durante la manifestación del Día Internacional de las y los Trabajadores, el 1 de mayo de 2005 en pleno centro de la capital colombiana.

estudiantes-5
Pancarta en homenaje al estudiante Neira en la plaza de Bolívar

El 22 de septiembre del mismo año fue asesinado, de un disparo en la nuca, Jhonny Silva Aranguren, estudiante de Química de veintiún años, durante una protesta contra el Tratado de Libre Comercio (TLC) en el campus de la Universidad del Valle en Cali.

Oscar Leonardo Salas Ángel, estudiante también de la Distrital moría por el impacto de una canica disparada “presuntamente” por el Esmad durante una protesta de estudiantes en contra del TLC el 8 de marzo de 2006.

Un exagente declaraba después que habían recibido permiso de sus superiores para utilizar “todo tipo de juguetes”, término que incluye el uso de armamento no convencional. Con armas legales o ilegales el resultado es el mismo, muertes de jóvenes estudiantes por la violencia indiscriminada ejercida por efectivos de la policía.

En Ibagué caía abatido por un disparo de un componente del equipo policial especial, el 9 de junio de 2015, el estudiante de sexto semestre de Ciencias Sociales de la Universidad del Tolima Cristian Andrés Pulido Jiménez.

Parece que todos esos hechos confirman que ser estudiante es peligroso. También que las actuaciones policiales son desproporcionadas. La violencia ejercida por quienes detentan el poder es peor violencia, que el Estado sea el victimario de su población es una demostración de la falsedad de la democracia que, en un aparente estado social de derecho, deja en una situación de mayor peligro e indefensión a la ciudadanía.

El “Manual para el servicio de policía en la atención, manejo y control de multitudes”, publicado por la Dirección General de la Policía Nacional de Colombia bajo el mandato del presidente Uribe, define ese servicio como “la actividad policial que con respeto, defensa de los derechos humanos y adecuada capacitación (…) observa, comprueba, inspecciona y fiscaliza los comportamientos de los ciudadanos actuantes en la conglomeración”, buscando con ello “llegar a una mediación o negociación de conflictos”. Cuyo objeto es “Contribuir con pautas para contrarrestar los desórdenes públicos generados por diferentes grupos sociales mediante la aplicación de procedimientos establecidos, transparentes, buen uso y administración del material de guerra y equipo antidisturbios de la Policía Nacional, restableciendo la convivencia y seguridad ciudadana en la jurisdicción afectada.”

En alguna página web de la policía colombiana se define al escuadrón móvil antidisturbios como equipo de apoyo al Departamento de Policía “en la prevención y control de multitudes, con personal altamente capacitado en manejo y conciliación de masas, en la protección de los Derechos Fundamentales, con el fin de restablecer el orden, la seguridad y la tranquilidad de los habitantes.”

Hay mucha incongruencia en todo eso: “… buen uso del material de guerra”, ¿contra la población civil desarmada?

“Restableciendo la convivencia”, ¿la violencia como método para generar la coexistencia pacífica?

“… restablecer el orden, la seguridad y la tranquilidad…” ¿La de quiénes, la de las personas agredidas?

“… la protección de los Derechos Fundamentales…” Y ¿dónde quedan el derecho de la ciudadanía a expresarse y manifestarse y el derecho a la vida?

Creo que algunos derechos no se los han enseñado y que los hechos muestran que ciertos mandos y números de ese grupo represivo no se han leído, o no han entendido, su propio manual, ni la Constitución Política de 1991 ni la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Tampoco parece que lo entiendan muchos dirigentes políticos y funcionarios al servicio de la Fiscalía, la Procuraduría y el Ministerio Público.

La Estrategia Global de las Naciones Unidas contra el Terrorismo, puesta en marcha tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en EE.UU, se presenta desde la ONU como una herramienta para hacer más fuerte la lucha internacional contra el terrorismo. En esa línea plantea cuatro columnas sobre las que sostenerse, la última de ellas es “Garantizar el respeto universal de los derechos humanos y del estado de derecho como pilar fundamental de la lucha contra el terrorismo.”

Pero, ¿qué ocurre cuando son los propios estados los que no respetan los derechos humanos ni el derecho internacional humanitario? Pues, por desgracia y como casi siempre, no sucede nada. O mejor dicho, se produce el llamado terrorismo de Estado. Una práctica bastante extendida, incluso entre las llamadas democracias, y que consiste, según definición de Bayer, Borón y Gambina, en “el empleo sistemático y masivo de métodos violentos físicos o simbólicos, ilegítimos, ilegales y antihumanistas por parte de un gobierno con el propósito de inducir el miedo dentro de una población civil determinada para alcanzar objetivos sociales, políticos, económicos o militares.”

¿Quién paga el pato de la violencia institucionalizada? Principalmente la población civil y dentro de ella los sectores más vulnerables. Hasta ahora, pese a la existencia de numerosas pruebas contundentes, ningún agente del Esmad colombiano ha sido procesado ni se han tomado acciones que cuestionen el papel represivo de las fuerzas de seguridad y la impunidad de sus actos.

El caso de Jhonny Silva está en manos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos desde junio de 2009 sin que haya habido resolución alguna por parte del organismo internacional. En 2014, el Tribunal Administrativo del Cauca declaró responsable a la policía por esa muerte y condenó al Estado a indemnizar a la familia con doscientos cincuenta salarios mínimos vigentes (ciento cincuenta y cuatro millones de pesos colombianos, aproximadamente cincuenta mil euros). Eso vale la vida de un estudiante de 21 años.

Luego, todo se olvida. Los gobiernos argumentan los viles sucesos asegurando que terroristas y provocadores se habían infiltrado en las manifestaciones, que sus acciones fueron proporcionadas, que las muertes fueron accidentales o que siempre actúan con arreglo a la ley, para garantizar la seguridad y el orden.

Nadie dice que lo primero deberían ser la justicia, los derechos humanos y las libertades. A partir de ahí se han justificado y derivado las medidas antidemocráticas y antisociales que en muchos países han cubierto bajo el manto infame de “la ley de fugas” o “los falsos positivos”.

El sociólogo norteamericano Michael Gould-Wartofsky escribió “Hoy (…) los estudiantes se hallan cada vez más en la línea de fuego, no de una guerra contra el terrorismo, sino de una guerra contra el “radicalismo” y el “extremismo”. Prácticamente todos los administradores y educadores universitarios al igual que el personal policial y los ejecutivos corporativos parecen haberse enlistado en las acciones de guerra.

Para muchos, el auge de la seguridad nacional en los campus ha generado algunas preguntas básicas sobre los propósitos y los principios de la educación superior: ¿A quién sirve la universidad? ¿A quién protege? ¿Quién tiene derecho a expresarse? ¿Quién será silenciado? ¿A quién le pertenece el futuro?

Estas preguntas no les interesan a los guardianes de la Universidad de la Represión. Ellos están enfocados en preparar sus armas, poner cerrojos en las puertas y alistarse para el próximo paso.”

Vasconcelos decía, en El espíritu de la universidad recordando a Zaratustra,: “amigos, es indigno de mi enseñanza quien acata servilmente una doctrina; soy un libertador de corazones, mi razón no puede ser vuestra razón; aprended de mí el vuelo del águila.”

Y el propio Nietzsche sentenciaba en Así hablo Zaratustra: “yo os aconsejo así a vosotros, amigos míos: ¡desconfiad de todos aquellos en quienes es poderosa la tendencia a imponer castigos! (…) ¡Desconfiad de todos aquellos que hablan mucho de su justicia! En verdad, a sus almas no es miel únicamente lo que les falta.”


Bibliografía

Bayer, Osvaldo; Borón, Atilio; y Gambina, Julio. (2010). El terrorismo de Estado en la Argentina, Buenos Aires, Instituto Espacio para la Memoria.

Gould-Wartofsky, La universidad de la represión. Disponible en La línea de fuego.https://lalineadefuego.info/2012/04/04/ee-uu-universidad-de-la-represion-clase-2012-por-michael-gould-wartofsky/

Manual para el servicio de policía en la atención, manejo y control de multitudes. Disponible enhttp://www.policia.edu.co/documentos/doctrina/manuales_de_consulta/107938_manual%20Atencion%20Multi%2011_12_09.pdf

Nietzsche, F. Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para nadie. Disponible en livros01.livrosgratis.com.br/bk000286.pdf

ONU. Lucha contra el terrorismo. En http://www.un.org/es/counterterrorism/

Vasconcelos, J. (2001). Y el espíritu de la universidad, México, UNAM, pág. 43. Disponible en https://books.google.com/books?isbn=968369604X

Tragedias en la lucha por la educación