jueves. 28.03.2024
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Después de siglos de explotación, hay vidas que no importan ni siquiera el valor de su supuesta fuerza de trabajo. La ética de la humanidad debería estar por encima de la lógica del capitalismo y el consumismo.

Suben a un bus sin ningún destino porque su meta es su camino, no hay inicio ni final, no hay llegada ni salida, cada etapa es en sí misma una vida porque no hay más día que hoy, no hay más ayer que hace un rato ni más mañana que después.

La vida vale lo que la vida es ahora, cuando no entienden si hubo ayer y no esperan que haya mañana. Habitantes de las calles o de las sabanas, de las estepas o de los montes, de los desiertos o de las selvas, de los vados de los ríos o bajo puentes o en túneles, su hogar no tiene paredes y las noches no tienen más techo que las estrellas.

Suben a un bus y piden, más para compartir siquiera unas palabras con el aire público que ocupan otras personas que para recibir algo más que un gesto adusto o una mirada comprensiva que dice un amable no. Se acercan a plazas abarrotadas de turistas y piden, a cambio tal vez de un arte no reconocido o de un producto que caducará antes de ser vendido.
Con gatos y perros comparten un árbol para su aseo, con insectos el suelo que les sirve de jergón. Con otras personas que habitan el procomún socializan lo que no tienen y ellos les ofrecen lo que no poseen. Gentes que no son o “no personas” que recorren esos “no lugares” de Augé, esos espacios transitorios que no tienen entidad. Artificiales esferas de una vida sin identidad, sin nombre, casi sin sombra. Esa que Benedetti pedía no legar toda “porque un hombre sin su sombra pierde el respeto de la buena gente”.

Son seres que habitan lugares comunes, alejados de lo común para los demás. No seres de no lugares, ajenos y vacíos de vida, solamente la suya que no lo es y la de quienes no son porque no existen.
En todas partes hay gentes sin hogar, también hogares sin gentes, con cielos llenos de nubes que tapan astros y estrellas que no les sirven para soñar con otras vidas. Apenas tienen algo que comer, más duelos que quebrantos, y sin agua que beber.

“Hoy rigurosamente ha nacido un nuevo muerto, ha nacido un nuevo niño en la calle (…) De cada trece niños que nacen, diez lo hacen en la cama y tres en la calle. Mientras los diez primeros comen, los otros tres se mueren de hambre. Más no puedo seguir juzgando, no debo, no tengo hambre”, escribió y cantó Patxi Andion.



Habitantes de la calle, inmigrantes sin papeles y sin recursos, indígenas, subsaharianos, mujeres y niñas víctimas de todas las violencias…, las y los empobrecidos del planeta. De un planeta que estaba sobrado de recursos y que está siendo asesinado poquito a poco, como su población excluida y sin lugar a donde ir ni futuro al que acudir:

“En las fronteras del mundo, En el miedo de tus ojos,
Abandonado a tu suerte, Y a la ambición de unos pocos.

(…)

Desperdigados del hambre, Despojados de la tierra,
Olvidados del destino, Heridos de tantas guerras.

(…)

Esclavos del nuevo siglo, Obligados al destierro,
Desterrados de la vida, Condenados al infierno”

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El desplazamiento, la vida real supera a la ficción

Así entonaba Luis Pastor la situación de esa ciudadanía que no lo es, que son mayoría y cuentan como una minoría. Humanas y humanos cuya vida vale treinta, tal vez cuarenta años de sobrevivencia, sin salario, sin ayudas y sin pensión, sin esa de la que otras personas hablan dudando de alcanzarla y ellos ni siquiera se pueden preguntar ni imaginarla. Malviven una infancia atropellada, sin juegos; una adolescencia prematura, sin deseos; una juventud breve, sin sueños, y una madurez envejecida. Una vida sin vida, años sin porvenir, futuro sin días.



Eso vale la vida cuando no se tiene porqué ni para qué vivir, y tampoco con qué. Pero siempre hay quien te culpa de tu propia inexistencia, quien te llama pobre cuando son ellos los culpables de tu empobrecimiento. Esa es la vida, la de los otros, los invisibles, los nadies

“sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte

(…)

Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados

(…)

Que no son, aunque sean. Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones. Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore. Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos. Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.”

Así nos lo narraba Galeano



Entonces, ¿a dónde ir? Si ni siquiera tienen de dónde salir. No hay meta a la que llegar si no tienen punto de donde arrancar.

El derecho de soñar que la vida vale la pena

A pesar de todo, un hálito de esperanza porque hay gente que trabaja por su vida y por la de los demás; que lucha cada día por mejorar un mundo que se metamorfosea, como dice Ulrich Beck en su libro póstumo, pero que siempre perjudica y descoloca a los más desfavorecidos.

Creo que la vida sigue mereciendo la pena vivirla. Para el ánimo, un texto apócrifo del citado Benedetti

“No te rindas que la vida es eso, continuar el viaje,
Perseguir tus sueños, destrabar el tiempo,
Correr los escombros, y destapar el cielo.

(…)

Vivir la vida y aceptar el reto, recuperar la risa, ensayar el canto,
bajar la guardia y extender las manos, desplegar las alas e intentar de nuevo,
celebrar la vida y retomar los cielos,
No te rindas por favor no cedas, aunque el frio queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se ponga y se calle el viento.
Porque cada día es un comienzo nuevo (…)”

La vida sí vale. Merece la pena vivirla, pelearla, soñarla,… ¿y mañana?

Amanecerá, supongo, que no es poco.

El valor de la vida (2)