jueves. 28.03.2024
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La Pacha Mama, la Madre Tierra, en la tradición de los incas y otros pueblos andinos, era y es la divinidad por excelencia, la diosa de la fertilidad (mito también del mundo griego), creencia que aún sobrevive, pese a la conquista y sus intentos por suplantarla con una nueva religión

En el anterior reportaje sobre el mito de los pueblos aborígenes de Suramérica, conocido como la Pacha Mama, cuyos rituales acaban de celebrarse en países como Bolivia, Argentina. Ecuador, Chile y Perú, reflexionábamos sobre el sentido del mito y la raigambre de las creencias de unas culturas que se consideraron inferiores, propias de “salvajes”, frente a la civilización occidental, que conquistó aquellas tierras y que con la espada y la cruz trató de anular dichas culturas y eliminar sus dioses. Nos quedábamos a las puertas de sus rituales, el culto y los actos a través de los cuales, el mito se hace presente y patente.

Recordamos que la Pacha Mama, la Madre Tierra, en la tradición de los incas y otros pueblos andinos, era la divinidad por excelencia, la diosa de la fertilidad (mito también del mundo griego), creencia que aún sobrevive, pese a la conquista y sus intentos por suplantarla con una nueva religión (que, por cierto, también lleva una diosa, la Virgen, presente de una u otra manera en otras religiones milenarias, pues todas, sean de donde sean, provienen de un tronco ancestral, común, el sentimiento religioso que construye dioses según parámetros humanos, y correlativos, el bien y el mal, luz y tinieblas, el yin y el yan, femenino y masculino...). La consecuencia de la persecución de las religiones nativas por la conquista, tratando de imponerles creencias en otras deidades, llegó a su aceptación en un sincretismo religioso que perdura en esos ritos, que actualmente se celebran y se exteriorizan, alejados cada vez más del componente católico impuesto, reivindicando sus primigenios elementos autóctonos. Así por ejemplo en comunidades de quechuas, guaraníes, aymarás, collas... Ritos que se vienen sucediendo desde primeros de agosto, hasta el primer viernes de septiembre, consistentes, entre otros elementos, como núcleo fundamental en la ofrenda (diezmo) llamado “challa”, “pago” para contentar a esa diosa que siempre tiene hambre. De ahí el verbo empleado: “challar” que significa dar de comer y beber a la Tierra. La diosa o fuente femenina de la que proviene todo el mundo natural, fundamental en la religión panteísta de estas tribus indígenas.

EL ORIGEN DEL MITO

El Dios del Cielo, Pachacamac, esposo de la Tierra, Pachamama, premió a ésta por su fidelidad con el don de la fecundidad, convirtiéndola en diosa generadora, la fertilidad. La Pachamama quedó encantada en un monte y desde allí ella colma de favores a sus fieles. Envía las lluvias que fertilizan la tierra, y el sol para insuflarle energía. Se considera a la diosa como una mujer de baja estatura y grandes pies, madre de los cerros y de los hombres, protectora de la naturaleza, diosa de la agricultura comunal, fundamento de la cultura andina donde todo se comparte, y a su vez hay que compartir con dicha diosa para tenerla contenta y hacerse el humano digno merecedor de sus dones. El rito, cuyo cambio más significativo es la ausencia, en su mayoría, del sacrificio de guanacos, llamas y otros animales, va acompañado de actividades festivas, música y danzas, y consiste, fundamentalmente, en enterrar en un hoyo grande una olla de barro, o un cántaro rajado con comida, verduras y hortalizas, junto a hojas de coca de mascar para evitar el mareo de la puna, y bebida de chicha y otros licores. Es la expresión litúrgica de la cultura mítico-rural, el diálogo de la sociedad con la naturaleza para llegar a la diosa pidiéndola sustento y rogándola perdón. Tales celebraciones van acompañadas de grandes festivales y comidas de las diversas comunidades, sobresalen las de los “collas”, y las comidas criollas, y son destacables las de San Antonio de los Cobres, Jujuy, y en toda la puna de esa región, así como las de Purmamarca, Tucumán, Salta, Cochabamba. Oruro, San Pedro, Valle Grande, Cuzco, y en las poblaciones en torno al lago Titicaca, que duran todo el mes. Tanta es la identificación de los pueblos aborígenes que esta celebración se ha extendido hasta la capital argentina, Buenos Aires, cuya cultura rural despareció casi al tiempo de la fundación de la ciudad porteña.

Desde el primero de agosto hay que vigilar, durante todo el mes, esa olla de barro, alimentarla y cuidarla para que se mantenga, y obtener, mediante esos rituales, invocaciones, cánticos, danzas y ofrendas, los beneficios de la Pacha Mama. 

Se trata, a fin de cuentas, de la comunión del hombre con la madre naturaleza, de la importancia de mantenerse en armonía con ella, de preservarla y cuidarla como se cuida la olla del hoyo, todo un símbolo. Es de aplaudir y elogiar el mantenimiento y rescate de esa cultura ancestral basada en la esencia misma de la vida. Su cultura, que perdura, es el indicador de la pertenencia a un grupo de costumbres, ideas, conductas y características específicas que les une y que se deben mantener y traspasar de generación en generación. 

NO EXISTEN JERARQUIAS DE CULTURAS

Quien no pertenezca a esa mentalidad, bien por formación o deformación, quien esté fuera de esa manera de ver la vida, humana y divina, no debe comparar ni valorar cuantitativamente una y otra manera de proceder, y menos aún juzgarla o despreciarla. Mejor sería mantener los ojos abiertos y la mente, y tratar de ver y aplicar sus enseñanzas, pues todos los comportamientos humanos tienen que servir de lección para otros. Debe aprender toda persona de otras culturas, asumir lo que mejor le parezca y adapte a su manera de ver la vida, ampliada con esa nueva visión, pues, como dije en mi anterior escrito, no hay peores ni mejores culturas, cada una tiene su esencia propia, y no se pueden jerarquizar. No existe, hoy menos que nunca debido a las migraciones y expansión demográfica, una cultura pura, ni se puede hablar de una estratificación social alta, identificada con la europea u occidental, la de piel blanca, o raza “aria”, rubia -por recurrir a un concepto grave y peligroso, para entendernos-, como superior a las demás, concepto falso a todas luces, sino que toda cultura (hoy más que en ninguna otra época) es una mezcla de otras, influenciada por otras, pese a que se vean erróneamente como negativas o inferiores. Toda cultura actualmente es resultado de una mezcla, aporta y a la vez adopta características y rituales de otras. 

Tampoco se puede confundir la cultura con la que se ofrece en museos, teatros, o universidades, porque no es estática, sino que está constantemente en evolución, se desarrolla fuera de esos ámbitos, se conforma, se conserva y se mantiene dinámica en la misma sociedad. La cultura sobrepasa fronteras, no se puede identificar con una tribu, una ciudad, un Estado, una nación, un continente. La sociedad la crea y a su vez es creada la sociedad por ese modus vivendi con el que se identifican sus miembros. Cada cultura genera identidades, cada ser debe mantenerla -tradición-, protegerla y difundirla a las siguientes generaciones. Es el acervo cultural de rasgos compartidos por la comunidad que no se aprenden, se practican, se viven, forman parte del intelecto y de la emoción. Es un proceso histórico; los rasgos culturales cambian con el tiempo, el lugar, las influencias foráneas y la adaptación al entorno.  De aquí la complejidad a la hora de definirla, su simbolismo, y su diversidad. Podíamos resumirla como una forma de entender el mundo por una comunidad. Y cada comunidad, cada territorio, la entiende a su manera en consonancia con el lugar y el tiempo, el ambiente, las circunstancias, de las que hablaba Ortega.

Desde esta perspectiva, lejos de despreciarlas o minusvalorarlas, deberíamos aprender los occidentales, los que formamos la civilización del mundo rico y tecnificado, de las antiguas filosofías orientales e indígenas, cuya visión de la Tierra no estaba falseada por la técnica, por el consumo, ni por el desarrollo económico. Mentalidades, orientales e indígenas, que conciben el ser humano no sólo como cuerpo físico, sino como un microcosmos -persona-, dentro de un macrocosmos -el universo- en una interrelación de armonía, un ser “holístico” (de “holos”, la totalidad, el entero), como diría Aristóteles, donde el todo es mayor que la suma de sus partes; por tanto, no se pueden separar de él ninguna de sus partes y menos todavía de la naturaleza. Somos mucho más que un cuerpo físico y psíquico. Somos, en una palabra, naturaleza. Algo que se tergiversó con la corriente neoplatónica donde se separó el alma, la psiquis, del cuerpo físico, de cuya fuente bebió el cristianismo deformando en cierta manera el sentido del hombre en el mundo, dando mayor importancia al alma que al cuerpo. El primero, el alma, considerada inmortal, era objeto de salvación; el segundo, caja donde va el alma, es objeto de castigo, penitencia, sacrificio. Y mediante el sacrificio -ascetismo-,  se podía salvar el alma que era lo importante. Visión equivocada que luego pretendieron arreglar las nuevas corrientes teológicas con la teoría del “espíritu encarnado”, quedándose a medias, privando a la naturaleza  y al ser humano de su sentido armónico, y holístico. Esto lo tenían muy claro las remotas culturas que llamamos rurales o antiguas, que ha pervivido en las filosofías orientales, en algunos pueblos aborígenes, y en nuestra España rural hasta mediados del siglo pasado. Así era, pero “la razón” y la técnica tergiversaron los términos e hicieron del hombre el dueño de todas las cosas, capaz de dominar -qué ingenuo- a la naturaleza. (Y cuya degeneración absoluta ha traído la globalización con su concepción del hombre como una mercancía más, objeto de mercado y manipulación).

Las culturas de la Pacha Mama nos superaban en su concepción de la vida acoplando el comportamiento humano al comportamiento natural. También era así en el mundo rural hasta que la tecnología y el mercado, abogando por el capitalismo “salvaje”,  ahora llamado “neoliberalismo”, lo transformó en un mundo industrializado, luego economizado, hasta acabar en la sociedad de consumo y contaminación, que se consume a sí misma, se envenena y se mata al dar la espalda a la naturaleza, agotando sus recursos, explotándola como explota al mismo ser humano. 

Filosofías como las de los esenios, los orientales y los griegos, nos enseñan que lo más importante en el universo es el equilibrio, la armonía de los tres reinos. Hoy día, no las hemos asimilado. Y así nos va.

Volvamos la vista a esas culturas indígenas que hemos despreciado, y aprendamos de ellas que la naturaleza es la diosa de la fertilidad que hay que venerar y respetar.    

Las culturas de la Diosa Tierra