viernes. 29.03.2024
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Cuando Lula dejó la presidencia en 2011, en Brasil no habían aflorado los problemas que ahora devoran la prosperidad y la confianza del país. Pero estaban latentes

En un país que tiene tanta debilidad por el espectáculo como Brasil, la peculiar manera que la Justicia encontró para hacer declarar al ex-presidente Luiz Inacio Da Silva, Lula, en relación con su supuesto enriquecimiento ilícito en el escándalo de Petrobras, no debería sorprender demasiado. Brasil libra casi todas las batallas en los platós de televisión y en el teatro abierto de la calle. Las propias instituciones presentan muy baja resistencia a esta enfermedad de nuestro tiempo que es el amarillismo de toda suerte: político, mediático, institucional y hasta religioso.

Desde aquí, resulta estéril entrar a debatir si, como piensan sus adversarios, gran parte del aparato judicial y numerosos analistas y observadores, Lula es un eslabón más de ese fenómeno tan intrínsecamente nacional como es la corrupción. Los fiscales, jueces y policías que han conducido la investigación aseguran con aplomo que las pruebas contra el líder más popular del país desde Getulio Vargas son abrumadoras. Lo veremos.

Por el contrario, los seguidores, simpatizantes, no pocos intelectuales impecables, ya sean adeptos o no a las teorías conspirativas, e incluso algunos jueces, se muestran del todo convencidos de que el show del pasado fin de semana constituye, más que un episodio judicial, la penúltima vuelta de tuerca de una estrategia destinada a expulsar del poder al Partido de los Trabajadores, enfangar a sus líderes y devolver el país a sus dueños naturales: los grandes poderes socio-económicos y sus seguros servidores políticos.

Lula fue, durante años, la bestia negra de los sectores más tradicionales del país. Le cerraron el paso al poder en varias ocasiones, y cuando ya no pudieron pararlo electoralmente, no cejaron en su empeño de destruirlo. Pero el ex-sindicalista demostró siempre una resistencia metálica al acoso y una flexibilidad táctica envidiable.

Astucia y olfato. Ésa ha sido la receta de Lula. Su antecesor, Fernando Henrique Cardoso, ha dicho con agudeza que el obrero convertido en presidente no fracasó porque hizo todo lo contrario de lo que llevaba años prometiendo. No es una argucia muy original en política. Pero Lula combinó ese pragmatismo con una capacidad notable para presentarse como defensor de los intereses populares, promoviendo programas de reducción de la pobreza, quizás poco novedosos, pero más intensos y mejor vendidos.

Al cabo, sin embargo, lo que garantizó el éxito de su gestión fue la coyuntura, como resulta también muy común en política. Vinieron los tiempos de la expansión china e india, la demanda de materias primas y la riqueza fluyó. En América Latina se creyó que había llegado por fin el tiempo de redistribuir, de reducir la brecha social. Ni siquiera la crisis de 2008 acabó de inmediato con el espejismo.

EL CAMBIO DE FORTUNA

Esa fortuna que Lula tuvo para emparejar las aspiraciones populares con los ciclos económicos favorables se tornó en infortunio para su heredera. Dilma Rousseff, más radical que Lula en sus años jóvenes, resultó ser más ecléctica en su madurez. El agotamiento del modelo chino, al menos temporalmente, hizo trizas las expectativas de un cambio de tendencia histórica, en Brasil y en el resto del subcontinente. Ante el giro negativo de las circunstancias, la presidenta lo ha intentado todo: primero, firmeza en las convicciones; más tarde, rectificaciones parciales; y, a la postre, una rendición cautelosa a la espera de mejores tiempos. Nada le ha funcionado. Dos años lleva golpeando la recesión en Brasil. El año pasado se cerró con un índice negativo del 3,8%. Las inversiones públicas se han reducido un 40% en sólo dos años (1).

El desafío económico de Brasil hubiera merecido otras políticas durante la bonanza, en opinión de algunos economistas ortodoxos (2). Pero un partido como el PT difícilmente podía dedicarse a hacer reformas de fondo cuyos réditos exigen décadas, no años, sin repartir. Nadie lo hubiera entendido. En la cuesta abajo actual, no basta con llamar a tecnócratas de la acera de enfrente para que hagan lo que la izquierda siempre ha criticado. La primera que lo sabía, y de sobra, era la Presidenta, pero quizás no tuvo otro remedio, para calmar a los mercados y detener la sangría de capitales. Como era de esperar, en su partido no entendieron este gesto desesperado de alguien a quien consideraban heredera sin resquicios del carismático fundador.  Dilma ya ha probado sobradamente lo que es la soledad en política.

Al boomerang económico se unió otra plaga permanente en la vida política brasileña: la corrupción. El mandato de Lula ya había arrancado con el escándalo del mensalao (en pocas palabras: la compra de votos parlamentarios). Tampoco los gobiernos anteriores se habían salvado del estigma. Fernando Henrique, un socialdemócrata muy pálido, consiguió salir indemne. Pero debemos recordar que Fernando Collor de Melo, un cachorro de la derecha, fue destituido por corrupción, en los noventa. Y de la dictadura, para qué hablar.

Cuando Lula dejó la presidencia en 2011, en Brasil no habían aflorado los problemas que ahora devoran la prosperidad y la confianza del país. Pero estaban latentes. Muchos analistas, afines o contrarios, se mostraron convencidos de que el líder carismático no se resistiría a volver. Apoyó siempre a Dilma. Hasta hace poco. En la reciente fiesta de aniversario del Partido, la hija predilecta estuvo ausente. Sus relaciones con el aparato son más que tensas por el giro a la derecha (a la desesperada, más bien) de su política económica. Lula también se habría distanciado de ella, pero nunca ha demostrado el mínimo detalle de ello en público (3).

Sea así o no, el fin de semana pasado Rousseff visitó al líder natural y lo arropó con lo que le queda de su deteriorado prestigio. No se descarta que la actual presidenta salga de Planalto por la puerta de atrás, si prospera el enésimo intento de forzar su destitución por su responsabilidad, que no aprovechamiento directo, en el escándalo de Petrobras. La idea fuerza en el PT, es decir, que todo se trata de un montaje de los poderes fácticos para destruir a la principal alternativa popular en Brasil, podría no ser suficiente para agrupar a las huestes. El desgaste se une a la decepción por las dentelladas de la vida dura, el paro en el 8%, el alza imparable de los precios y esa ferocidad con que el pesimismo quiebra las alegrías nacionales.

La última esperanza de los suyos y de los afines es que Lula sobreviva a la deriva de Dilma y a las dudas sobre su integridad y se reconstruya como segunda gran oportunidad de la izquierda posible brasileña. Para un hombre acostumbrado a afrontar la vida como una batalla sin cuartel, esa tarea no debería asustarlo. Pero en esta ocasión tendrá que hacerlo sin la ilusión de los orígenes y sin la aureola de la inocencia. A sus setenta años la opción es clara: o terminar su vida pública en la ignominia, o ganar la reválida de la historia.


(1) "Brésil en proie à la pire récessión depuis vingt-cinq ans". LE MONDE, 4 de marzo.

(2) "The Root at the heart of the Brazilian economy". CHRISTOPHER SABATINI. FOREIGN POLICY, 10 de Febrero.

(3) "From bad to worse for Rousseff". JUAN DE ONÍS. FOREIGN AFFAIRS, 22 de septiembre.

Brasil: La última batalla de Lula