martes. 30.04.2024

Y ello a propósito de la traducción simultánea del euskera, catalán, gallego y bable en las Cortes españolas. Para algunos analistas de la derecha estamos ante la sistemática y metódica chapuza de satisfacer reivindicaciones coyunturales partidistas, no pedidas por la sociedad, sino por la “caprichosa” reivindicación, en este caso, de unos partidos políticos que, curiosamente, si pudieran, dejarían ahora mismo a España con el culo al aire. Así que, ¿qué necesidad tendrán unas Cortes Españolas de oír hablar en catalán, euskera y gallego, si los heraldos de estas lenguas desaparecerán de aquellas en cuanto puedan? ¿Es importante y, sobre todo, necesario que haya traducción simultánea en las Cortes de unas lenguas que defienden unos partidos políticos para quienes España es una tirana y usurpadora en esta materia lingüística?

Pues, sí. Veamos. La historia del Estado español con las lenguas ha sido tan tortuosa como retorcida. Se ha comportado habitualmente como un verdugo implacable. Como un Saturno devorador. Y este mismo Estado ha terminado por emponzoñar la mente de la sociedad con una visión totalitaria del Estado, al negar de facto un plurilingüismo eficaz, y presentarlo como un virus peligroso y desintegrador, no sólo de la uniformidad lingüística impuesta desde Nebrija, sino de España. Porque el correlato de lo lingüístico siempre vino acompañado por la homogeneidad política, religiosa y cultural. Al modelo lingüístico impuesto le ha correspondido un modelo político simétrico de consecuencias devastadoras para el desarrollo normalizado de esa pluralidad. Y, no solo persiguiendo la lengua, la religión y la cultura de los otros, sino, mucho peor, masacrando a estos, fueran heterodoxos y doblemente heterodoxos si no se expresaban en cristiano.

Convertida la lengua en fetiche, se le han atribuido unas propiedades identitarias en el ámbito de lo político que han desembocado en fundamentalismo, el cual está en contradicción con la naturaleza de la misma lengua, que es la de estar en permanente evolución. Porque, si algo enseña esta, es apertura de la mente a otras posibilidades de decir, nombrar, describir, ordenar, enumerar, confiar, intimar, admirar…

Las lenguas que hablamos no tienen responsabilidad ni culpa alguna de nuestras lógicas divergencias políticas; menos aún, de nuestra falta de respeto hacia cualquier tipo de divergencia.

La lengua es la invención más maravillosa del ser humano. Una invención que no ha cesado, a pesar de la cantidad de vocablos que mueren al día, como decía Cinoc, el protagonista “enterrador de palabras” de la novela de PerecLa vida instrucciones de uso

Pero hay que añadir que, entre las propiedades de la lengua, no está la de crear la realidad, a pesar de lo que sostienen ciertos intérpretes de la literatura. Como bien decía Bajtin, la literatura organiza la masa verbal, que es función intrínseca de la lengua: organizar, poner orden en el desorden que nos llega del exterior y que reverbera en nuestro cerebro de un modo diverso y plural. Pensar que la literatura crea la realidad es muy bonito, pero es una ilusión, un juego divertido y, a veces, terrible. La literatura ni crea, ni el lector co-crea; solo inventa, que es muy distinto.

La lengua siempre es inocente. Quien no lo es, es quien la usa. La gramática no tiene la culpa de que seamos imbéciles o inteligentes, santos o criminales. El sujeto parlante es el responsable de que sus actos de habla, orales o escritos, sean lesivos e injuriosos, inteligentes o bastardos, inconsistentes o lúcidos, piadosos o crueles. La lengua sólo se limita a mostrar la capacidad asombrosa o limitada que tenemos y ponemos en circulación con mayor y menor acierto a la hora de decir lo que pensamos y sentimos. Y, como decía Platón, de disimular lo uno y lo otro, es decir, de ocultar al que somos, suplantado por el que, circunstancialmente, deseamos ser. No podemos culpar al lenguaje de lo pérfidos que podemos llegar a ser en estos cometidos. El origen de nuestra piedad o de nuestra maldad no está en la sintaxis, sino en nuestro cerebro. 

Despreciar una lengua por considerarla poco agradable a nuestros oídos está en nuestro derecho. Hay quien no soporta oír alemán -alambres circulando por el oído-, porque sigue pensando que se trata de una lengua que sólo sirve para hablar a los caballos, como se decía en el Renacimiento. A otros no les agradará oír el chino o el árabe. La feria fonética va por barrios. Lo terrible está en otro lugar. Está en despreciar y perseguir a alguien porque hable una lengua que asociamos con un humus ideológico que no soportamos y que, por ignorancia, consideramos que proviene de hablar esa lengua. Lo que es un despropósito mayúsculo.

Sólo desde la ignorancia se puede despreciar una lengua. Quien lo hace, además de ser un imbécil integral, está mostrando que no tiene idea de la civilización a la que pertenece

Porque, aunque parezca mentira, el estereotipo de asociar comportamientos pérfidos y criminales a ciertas lenguas está vigente y funciona como arma arrojadiza. No creo que, con todo lo que ha llovido, cierta parte de la sociedad se haya librado aún de asociar el euskera con ETA. No hace mucho tiempo, “el sabio entre los sabios”, G. Steiner, dejaba en el aire la hipótesis de esa asociación tan injusta como anticientífica.

La historia ha confirmado con creces que se empieza censurando una lengua y se termina asesinando a sus hablantes. Y ello por considerar que la lengua es la madre nutricia de los comportamientos políticos y de las exaltaciones patrióticas, además, de la base fundamental de la construcción de una nación. Pero ¿lo es? No. Solo ha sido el pretexto demagógico que las burguesías han utilizado para espolear ese comportamiento populista. El uso de una lengua jamás debería utilizarse como pretexto para reivindicar la construcción de una Nación con Estado o sin él. Ni la lengua, ni la religión, habitual binomio indisoluble de los nacionalismos.

La sociedad actual no es una Babel porque en ella se hablen unas cuantas lenguas distintas que pugnan por erigirse en naciones con Estado. Y empeñarse en la defensa numantina de que a una lengua se le corresponde una patria, una nación o un Estado es una de las patrañas que ha llevado al ser humano a su destrucción. Sólo a la voluntad soberana de los ciudadanos les corresponde ese destino, hablen la lengua que hablen. “Queremos ser independientes”, dicen algunos o muchos. Nada que objetar. Solo una cosa: “Olvidaos de usar la lengua como pretexto ideológico para conseguir vuestros ideales”. 

Las lenguas que hablamos no tienen responsabilidad ni culpa alguna de nuestras lógicas divergencias políticas; menos aún, de nuestra falta de respeto hacia cualquier tipo de divergencia. Ninguna lengua lleva en su ADN propiedades que nos hagan ser de esta u otra manera. A una identidad lingüística no se le corresponde una identidad política. Estaríamos aviados si así fuera. Para ser imbécil o asesino no hace falta hablar un determinado idioma. Hablemos la lengua que hablemos no nos hará ni más listos, ni más torpes. Nadie es más que nadie por hablar una lengua u otra. Sólo desde la ignorancia se puede despreciar una lengua. Quien lo hace, además de ser un imbécil integral, está mostrando que no tiene idea de la civilización a la que pertenece, la cual, sin la lengua no existiría. Lo mismo que las plurales y ricas culturas que nacieron en aquella. Un político que desprecia la lengua de los demás jamás debería ocupar un cargo público. En ninguna institución. 

A vuelta con las lenguas