domingo. 28.04.2024
Urna-elecciones
Imagen de archivo.

Hace unos años, entre mis conocidos circuló un virus que los mantuvo durante un tiempo en un estado de estupefacción que pasó luego a ser una fiebre crónica: el virus consistía en una extraña afectación cerebral por la que no entendían cómo era posible que la derecha hubiera ganado las elecciones.

El muestreo aleatorio de los pacientes dio como resultado que la principal coincidencia entre ellos era que no habían ido a votar. Los motivos que alegaban eran variados: la izquierda discutía, no reinaba entre ellos la armonía angélica que sus votantes esperaban; habían gastado agua en apagar un fuego en Cataluña (pero lo habían apagado); algunas de las causas por las que combatíamos, al convertirse en leyes, habían perdido algo de su fulgor (pero no, perdone, contra Franco no vivíamos mejor. Contra Vox tampoco).

El análisis psicológico puso de manifiesto el soterrado deseo de que fueran otros los que hicieran el trabajo sucio de mantener las cosas como estaban, mientras los afectados por el extraño virus podían permitirse descalificar las peleas por los puestos en las listas, los pactos desagradables y la subida de los precios propiciada por acontecimientos tan insignificantes como una pandemia, la crisis económica subsiguiente y una guerra en Europa. Reinaba la confianza en que la obcecada determinación de los que sí votaban sería suficiente para salvar los muebles y que todo siguiera tan afortunadamente mal como estaba.

Pero podría resultar que no. En el año 2016, Susan Sarandon dijo que no iba a votar a Hillary Clinton sólo porque fuera mujer. Estoy seguro de que no quería que ganara Trump, pero no es posible negar que contribuyó de manera objetiva a que lo hiciera. Siete años después, todavía luchamos para curar la infección que causó.

En un mundo perfecto, votar sería una fiesta (para algunos de nosotros todavía lo es), pero en el que vivimos constituye un deber

En un mundo perfecto, votar sería una fiesta (para algunos de nosotros todavía lo es), pero en el que vivimos constituye un deber. En defensa propia y en defensa de los demás, porque la estupefacción del día después, los arrepentimientos y los lamentos ya no sirven para mantener una sanidad fuerte, unos derechos vivos y una memoria limpia. De hecho, sirven para que se den becas a quienes no las necesitan, se aplauda a las empresas que tributan menos que los oficinistas y se reivindique la España en blanco y negro en la que, perdonen que se lo recuerde, solamente salían a cenar fuera los pocos que podían pagárselo.

Por suerte, han encontrado la vacuna para ese extraño virus. Se va a distribuir masivamente y estará en las cabinas de todos los colegios electorales. Y vaya si tiene efectos secundarios. Todos son buenos. No dejen de vacunarse. Hasta la cuarta y la quinta dosis. Es una cuestión de salud pública.

Un cuento de verano