sábado. 27.04.2024
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Feijóo y otros dirigentes del PP en los aledaños del Congreso el Día de la Constitución.

La democracia, inventada hace no menos de dos mil quinientos años por los atenienses que, según nos ha transmitido Aristóteles, al adoptar la Constitución de Solón llegaron a la conclusión que “cuando el pueblo es dueño del voto lo es también del gobierno”, fue arrumbada durante siglos y hasta hace muy poco tiempo en términos históricos, no ha reconocido el derecho al voto de las mujeres. Tras la deriva autoritaria posterior a la Revolución Francesa, en Europa fue considerado un sistema subversivo y perseguido.

El triunfo del mundo democrático sobre el fascismo en la II Guerra Mundial primero y sobre el estalinismo tras la Guerra Fría después, hacía prever un futuro pacífico, en el que la libertad de pensamiento, de opinión y de voto avanzasen en todo el mundo. Por desgracia vemos que esto no ha sido así. De nuevo nos vemos obligados a combatir el autoritarismo.

En este contexto, en su reciente obra “Como mueren las democracias”, los profesores norteamericanos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, aportan una visión clarificadora y descarnada del proceso actual de deterioro democrático en América Latina y EEUU, que es fácilmente aplicable a algunos países de Europa. Entre otras cosas aseguran que: “Hay que defender la Constitución, y esa defensa no solo deben realizarla los partidos políticos y la ciudadanía organizada, sino que también debe hacerse mediante normas democráticas. Sin unas normas sólidas, los mecanismos de control y equilibrio no funcionan como los baluartes de la democracia que suponemos que son”.

Normas que solo pueden nacer del poder pueblo. Tal como indica el artículo 1.2 de nuestra Constitución: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. 

Una soberanía que se ejecuta a través del voto a los representantes electos, es decir del poder legislativo. Esa es la única fuente de legitimidad. En ningún artículo dice que el poder judicial debe emanar de sí mismo. Más aún, el artículo 117.1 comienza asentando este principio: “La justicia emana del pueblo…”

Es tan absurdo defender “que los jueces voten a los jueces” (Feijóo dixit), como lo sería pedir que los diputados voten a los diputados cada cuatro años.

Por otra parte, nuestra Constitución en su artículo 2 estableció claramente dos criterios en la organización territorial del Estado: “la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles” y “el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”.

Este artículo, como todos los demás, fue redactado para acoger posiciones diversas en una sociedad plural, tanto desde el punto de vista social, como político y territorial. Para ello se diseñó un instrumento jurídico flexible.

De tal manera que Ramón Rubial, vicepresidente 2º del primer Senado, con veinte años de cárcel a sus espaldas por defender la democracia aseguró sobre la diversidad territorial vasca: “en la Constitución cabe un estatuto más amplio que el del 36 e Incluso caben Leizaola, todo su Gobierno y José Antonio Aguirre”.

O Luis Miguel Herrero de Miñón, uno de los padres de nuestra Carta Magna, que ha asegurado: “Yo, que soy un apasionado devoto de la España grande, que es el resultado fuerte y vigoroso de la libre adhesión de todos los pueblos, creo que Cataluña es una nación”.

Estas son cuestiones sobre las que existía un amplio consenso desde 1978, por eso, cuando escuchamos las declaraciones de los actuales dirigentes de la derecha, llenándose la boca de una constitución que no es la española, no podemos sino preguntarnos qué pretenden. Y creo que solo tiene que ver con su frustración por verse de nuevo en la oposición.

¿Qué Constitución defiende la derecha?